Delito callejero y mercados criminales

Trabajo precario y riesgoso para progresar en la ilegalidad

Foto: Diego Defeo.

 

Los jóvenes rastreros pueden ser captados por los mercados ilegales que manejan personas adultas, con mucha experiencia y contactos por doquier. Primero los dejan “pastorear”, que aprendan el juego, y después los van tentando para que empiecen a “patear” para ellos. A veces la vinculación se hará directamente y otras veces con la participación de las policías. Estos jóvenes suelen referenciar estos emprendimientos criminales como una oportunidad para resolver problemas materiales e identitarios. No se trata de ninguna asociación sino de trabajo tercerizado y precario. En este artículo vamos a demorarnos a pensar el papel que tienen los delitos callejeros como campo de entrenamiento. Dejamos para más adelante el tema del reclutamiento policial.

 

Cualidades productivas

No es fácil ponerle una pistola en la cabeza a nadie, tampoco tripular la situación que puede desencadenarse. Cuanta menos práctica tengan en su haber, los nerviosismos de los protagonistas pueden jugarles en su contra. La falta de experiencia puede llevarlos a confundir los movimientos de la víctima y mandarse una macana que no tardarán en lamentar. Como me dijo un viejo pibe chorro: “No es lo mismo que la policía te busque por un robo, a que lo haga por un homicidio o una tentativa de homicidio o lesiones graves”. Más aún si el caso ganó la tapa de los diarios y los zócalos de la TV.

A través del robo de motos, los arrebatos en la vía pública o los asaltos a comercios, algunos jóvenes van aprendiendo a lidiar con las emociones que despiertan las transgresiones, a manejar las sensaciones propias y ajenas. Se sabe, el robo es una relación entre dos, y más allá de que una de las partes sea la víctima, eso no implica que no sea dueño de emociones que pueden interponerse y frustrar o complicar el delito. El delito, la sorpresa que este genera, produce miedo, nervios, ansiedad, adrenalina, y los protagonistas tienen que aprender no solo a llevar tranquilidad a sus víctimas sino a pilotear todas esas emociones. Como dice el refrán, “a golpe de mar, pecho sereno”, es decir, ante las adversidades conviene mantener la serenidad para poder superarlas.

Pero también, a través de estos robos callejeros los jóvenes van desarrollando habilidades, ejercitando destrezas que no constituyen un don natural y tampoco se aprenden en la escuela, ni mirando un tutorial en YouTube. Por ejemplo, imponer respeto, adoptar una actitud corporal que trasmita superioridad y tranquilidad al mismo tiempo, no es algo que haya que dejar librado al azar. Lo mismo que manipular un arma o concretar un robo sin apelar a las armas o hacer ostentación de las mismas. Son cualidades que hay que desplegar y entrenar.

No es fácil levantar un auto sin hacer ruido, tampoco entrar en una casa sigilosamente, sorteando las alarmas, y, sobre todo, cuando no haya nadie en su interior. Las destrezas no son cualidades innatas, hay que ejercitarlas para que después queden a disposición, para que luego puedan ser referenciadas y transformadas en cualidades productivas y puestas a producir.

 

Trabajo inmaterial y anímico

No se puede rastrear todo el tiempo. Si se persiste en el rastrerismo, estos jóvenes habrán levantado demasiada polvareda a su alrededor y quedarán descalificados o desenganchados de los mercados criminales. A través de la transgresión y el divertimento, pero también a través del robo rastrero, se van modelando estas cualidades que necesitan las economías criminales para valorizarse.

Estas destrezas y habilidades específicas no constituyen solamente saberes específicos sino cualidades afectivas. La dimensión afectiva, nos enseñó Jack Katz en su libro Los encantos del delito, no es una dimensión desdeñable, mucho menos en los mercados criminales. Puede que se trate de emociones moralmente impugnables o jurídicamente reprochables, pero económicamente hablando, se trata de propiedades igualmente productivas.

En otras palabras: tanto las economías ilegales como los mercados informales, pero sobre todo las organizaciones criminales con inscripción territorial, necesitan fuerza de trabajo. Vista a la distancia, esa mano de obra es presentada como una “fuerza de trabajo bruta”, descalificada o lumpen. Pero si se mira de cerca, nos daremos cuenta que a veces se trata de contingentes que presentan determinadas pericias. No sólo tienen que saber moverse en la calle, sino manejar sus códigos. La cultura de la dureza, el cartel que cada uno fue tallando, ganándose, a través de los cuales se hicieron un lugar en el ambiente, les servirá para desenvolverse con soltura y andar precavidos. La bronca, la violencia y la capacidad de inspirar temor, de surfear las situaciones tensas, el respeto que se necesita para estar en la calle sin ser ventajeado, son recursos morales o energías anímicas que necesitarán las organizaciones criminales para moverse en la clandestinidad.

Dije que esas cualidades no son naturales. A través de las prácticas que implican la transgresión callejera, pero también el bardeo, el uso de la violencia en las relaciones interpersonales, es como se van desarrollando esas destrezas, calibrando los gestos, entrenando las capacidades, acumulando capital afectivo, adquiriendo experiencias anímicas, aprendiendo a leer el mundo de la calle y a imprimirle sus códigos para volverlo aprehensible. Esos talentos anímicos se convertirán también en un instrumento de trabajo. Habilidades que se adquieren en la prolongada permanencia en la calle, midiéndose con otros actores más o menos violentos (sean policías, gendarmes, personal de seguridad privada, miembros de otras bandas, incluso con los “vecinos alertas”), actores que rivalizan y humillan, que hay que aprender a enfrentar parándose de palabra, aprendiendo a aguantar el verdugueo policial, y la gastada y el ventajeo de los otros grupos de pares.

Esa es la riqueza de estos jóvenes plebeyos. Los jóvenes que salen a robar no son meramente “víctimas del sistema”, sino también agentes “poderosos”. Para decirlo tomando prestada las palabras de Negri y Hardt en La multitud:

“En muchos aspectos, los pobres son hoy extraordinariamente ricos y productivos” (…) “Las estrategias de su supervivencia suelen exigir amplios recursos de ingenio y creatividad. En la actualidad, sin embargo, y dado que la producción social se define cada vez más por trabajos inmateriales como la cooperación o la construcción de relaciones sociales y redes de comunicación, la actividad de todos los integrantes de la sociedad, sin exceptuar a los pobres, se hace cada vez más directamente productiva”.

En efecto, la cultura de la dureza es una de las formas que asume el trabajo inmaterial en el capitalismo contemporáneo, ese trabajo que crea bienes inmateriales, como el conocimiento, la comunicación, una relación o respuesta emocional. Asuma la forma de trabajo intelectual o lingüístico, o trabajo afectivo, con las performances que suponen las transgresiones van desarrollando esas cualidades productivas. Negri y Hardt llaman trabajo intelectual o lingüístico a los saberes que se movilizan para resolver problemas o tareas simbólicas y analíticas. Este tipo de trabajo produce ideas, símbolos, códigos, figuras lingüísticas, imágenes y otros bienes por el estilo. Mientras el trabajo afectivo es el que produce o manipula afectos, como las sensaciones de tranquilidad, inspirar temor, excitación o la pasión.

En ese sentido, puede decirse que estos jóvenes llegan a ser dueños de un potencial productivo que luego van a necesitar las economías criminales para expandirse y controlar el territorio, pero también para encarar y resolver las disputas eventuales que puedan suscitarse entre los competidores.

El capital criminal, entonces, necesita de los saberes y los afectos agregados a esos saberes, que estos jóvenes despliegan y componen cuando encaran sus transgresiones. A través de esas prácticas apasionadas, irán componiendo las capacidades productivas (¡el capital variable!) que después necesitan esas organizaciones para valorizar y expandirse.

 

El eslabón en su cadena

En definitiva, alrededor del delito callejero, los jóvenes van adquiriendo una expertise que les permita empezar a jugar en otras ligas, esto es, ganarse la atención de los actores de las economías criminales que ellos empiezan a referenciar como la oportunidad de resolver problemas materiales concretos, pero también como una forma de ser alguien.

El delito les abre un campo de experimentación no solo para saber qué puede un cuerpo, sino para adquirir conocimientos especiales y una pericia afectiva que los emprendedores criminales necesitan para llevar a cabo sus negocios.

Pero su reclutamiento no se hará para que formen parte de una organización criminal, sino para contar con la fuerza de trabajo cualificada. Más aun, en una sociedad neoliberal, las condiciones de trabajo en los mercados criminales no están exentas de las condiciones de subalternidad con las que se miden los jóvenes plebeyos en los mercados informales o legales. Las relaciones entre estos jóvenes y los emprendedores son relaciones de asimetría de poder en las cuales los jóvenes suelen negociar las condiciones de trabajo en situaciones de mucha desigualdad.

Dicho con las palabras de la colega Eugenia Cozzi, quien investigo la transición de ladrones a narcos, un pasaje que no es automático ni lineal, que no siempre se da, y tampoco hay que idealizar: la comercialización de drogas ilegalizadas a mayor escala implicó una división del trabajo más compleja y sofisticada, “generó diversos y novedosos puestos al interior del mercado y creó alternativas para los jóvenes del barrio, aunque subordinadas y mal pagas. Alternativas que se tradujeron o impactaron en (nuevas) jerarquías al interior del ambiente –narcos, transeros, sicarios, soldaditos y banqueros–, que se anexionaron a las tradicionales en relación con los ladrones –cañeros, chorros y rastreros”.

El neoliberalismo ha permeado los mercados ilegales con sus lógicas y su subjetividad. Se trata de trabajos temporarios, rotativos y generalmente mal pagos. Si bien los recursos que pueden obtener pueden ser muy superiores a los que se obtienen en otras actividades formales o informales, lo cierto es que se trata de actividades llenas de riesgos, no solo su libertad estará en juego sino también su propia vida. Incluso la traición de sus jefes es uno de los riesgos que corren. Estos jóvenes trabajadores saben que sus jefes pueden “venderlos” en el próximo operativo policial para ellos seguir fuera del radar de la justicia.

Por eso, lo que hay que remarcar es que estos jóvenes son el último eslabón de una cadena que no controlan. El hecho de que fueran fichados para trabajar para un empresario criminal nos los hace miembros de la misma empresa. Son trabajadores que trabajan por cuenta propia en inferioridad de condiciones. Las ganancias que sus patrones obtengan con sus servicios no están destinadas a socializarse.

 

 

 

 

* El autor es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes y la Universidad Nacional de La Plata. Profesor de sociología del delito en la Especialización y Maestría en Criminología de la UNQ. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor, entre otros libros, de Temor y control; La máquina de la inseguridad; Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil, Prudencialismo: el gobierno de la prevención; La vejez oculta y Desarmar al pibe chorro.
** La imagen que acompaña esta nota pertenece al fotógrafo Diego Defeo.

 

 

 

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