Delito y profecías autocumplidas

Un círculo violento para las conflictividades sociales

 

Comencemos otra vez con los Redonditos de Ricota. Hay una canción del Indio Solari que dice: “Le prohibieron la manzana / sólo entonces la mordió / La manzana no importaba / Nada más la prohibición”. La letra de la canción nos pone en el centro del tema que queremos abordar ahora: las profecías autocumplidas. Según el teorema de Thomas citado por Robert Merton, una profecía autocumplida puede formularse de la siguiente manera: “Si los individuos definen las situaciones como reales, son reales en sus consecuencias.” Es decir, “la profecía que se cumple a sí misma es, en el origen, una definición falsa de la situación que suscita una conducta nueva, la cual convierte en verdadero el concepto originariamente falso”. En otras palabras: las profecías aventuradas por los emprendedores morales tienden a perpetuar el reino del error, pues los profetas que las formulan citarán el curso real de los acontecimientos como prueba de que tenían razón desde el principio.

Pero que conste que el círculo vicioso no reedita el cuento del huevo y la gallina. Acá el punto de partida son las representaciones mentirosas o que no guardan proporción con lo que realmente sucede en la realidad. La transgresión no es un dato previo inscripto en la naturaleza de las cosas sino algo que se sugiere con cada señalamiento. No estoy diciendo nada nuevo, sino volviendo sobre una de las tesis centrales que Howard Becker formuló en su libro Outsider. Dice Becker: “Tratar a un individuo como si fuese un desviado en general, y no una persona con una desviación específica, tiene el efecto de producir una profecía autocumplida. Pone en marcha una serie de mecanismos que conspiran para dar forma a la persona a imagen de lo que los demás ven en ella”. En otras palabras: cuando un joven se vuelve el blanco de los prejuicios y es apuntado con el dedo por los vecinos alertas, no sólo tiende a ser aislado del resto de las actividades convencionales, sino que se lo tratará de acuerdo al diagnóstico popular que explica por qué es como es. Ese tratamiento, lejos de acercar a las partes, de generar un clima de diálogo y entendimiento, profundizará las distancias y con ello, puede contribuir a ahondar su desviación o, lisa y llanamente, a producirla.

El comportamiento criminal, para Becker, es la consecuencia de la reacción pública ante la desviación o la supuesta desviación que un efecto de las cualidades inherentes al acto desviado en sí: “El punto es que el tratamiento de la desviación les niega a los desviados los medios de que dispone la mayoría de las personas para llevar una vida cotidiana normal, y en consecuencia deben desarrollar, por necesidad, rutinas ilegales”.

Como el lector se dará cuenta, lo que queremos sostener es que gran parte de los conflictos sociales que involucran a jóvenes varones de barrios pobres puede explicarse también apelando a la dinámica de las profecías autocumplidas.

 

 

La seguridad insegura

La antropóloga paulista, Teresa Caldeira, en su libro Ciudad de muros, decía que las habladurías que orbitan el mundo del crimen son una manera de ordenar un mundo desordenado. Partamos de la base que los delitos, sobre todo aquellos que impactan en la integridad física de las personas, suelen ser experimentados con mucha vulnerabilidad toda vez que tienden a flexibilizar los vínculos sociales, al introducir desconfianzas y encerrar o retraer a los individuos en sus hogares. De hecho esos eventos suelen ser presentados por los vecinos como una bisagra en sus trayectorias de vida, generando inseguridad, produciendo miedo o preocupación.

Frente a esas circunstancias, una manera de agregarle certidumbre a la vida experimentada como incierta será precisamente a través de los estigmas. Los vecinos elaboran etiquetas y las echan a rodar a través de los rumores. Etiquetas negativas que se cuelgan sobre las personas que se corren de las expectativas sociales, que tienen otras pautas de consumo, otros estilos de vida. Esas etiquetas desempeñan un papel ambiguo. Por un lado le permiten a los vecinos mapear el territorio y de esa manera orientarse en el barrio. Los vecinos se pondrán en guardia y comienzan a moverse a la defensiva, activando estrategias de evitamiento y seducción. Los vecinos aprenden a desplazarse en un vecindario, modificando las fronteras del barrio que todo el tiempo se agranda o achica según el día o la hora del día; saben –por — qué esquinas deben sortear o evitar a determinadas horas del día o la semana.

La proliferación de esas etiquetas, lejos de traer tranquilidad a la vida cotidiana pondrá a los barrios en callejones sin salida, enfrentando a las diferentes generaciones, y reproduciendo los malentendidos entre ellas. En efecto, los rumores contribuyen a producir las condiciones que avivan los conflictos que tanto preocupan a los vecinos. La consecuencia paradójica de estas habladurías es que las “narrativas pueden hacer proliferar la violencia.” Si bien con ellas se buscaba contrabalancear las rupturas causadas por la violencia o el temor a las violencias, al mismo tiempo intermedian y exacerban la violencia y el temor. Disparando los estigmas, separan y refuerzan las distancias sociales, discriminando y legitimando el hostigamiento policial con el que se miden los jóvenes. Los jóvenes saben que detrás de un vecino “ortiva” estará la policía. Saben que un vecino alerta es un vecino con los dedos en el teléfono marcando el 911. Para decirlo con Caldeira: “La narración tanto combate como reproduce la violencia al combatir y reorganizar simbólicamente el mundo. (…) No sólo discrimina algunos grupos, promueve su discriminación y los transforma en víctimas de la violencia, sino que también hace circular el miedo a través de la repetición de historias y, sobre todo, ayuda a deslegitimar las instituciones del orden y a legitimar la privatización de la justicia y el uso de medios de venganza violentos e ilegales. Si el habla del crimen promueve una resimbolización de la violencia, no lo hace legitimando la violencia legal para combatir la violencia ilegal, sino haciendo exactamente lo contrario”. Las habladurías no sólo estarían afectando a las interacciones sociales sino a las políticas públicas, toda vez que habilitan y alientan las intervenciones discrecionales por parte de la fuerza pública que opera al margen del estado de derecho o los linchamientos sociales producidos por propia comunidad.

Las habladurías, entonces, no son inocentes. Operan como profecías autocumplidas, es decir, creando nuevas condiciones para que esos jóvenes certifiquen los prejuicios que el resto de los vecinos de la ciudad deposita sobre ellos. Una de las causas de estas conflictividades sociales hay que buscarla también en la dinámica que disparan los estigmas cuando se echan a rodar en el barrio.

 

 

Cultura de la dureza

Los estigmas pueden producir muchas cosas, van a ser vividos de diferentes maneras. Pueden generar mucha vergüenza y pibes silenciosos que tienden a encerrarse en sus casas. Puede llevar a que los jóvenes renieguen de sus pares y se adscriban a otros colectivos, sea para disimular el estigma o para recobrar la reputación frente a los adultos. Pero otras veces pueden generar bronca, mucha bronca. Una bronca que se tramitará colectivamente, descargándola directamente en aquellos que les apuntaron con el dedo, que les negaron la mirada.

Ya lo dijo Norbert Elías: una de las consecuencias de la estigmatización social es la “retaliación” o contraestigmatización. Dice Elias: “Dale a un grupo un nombre malo, y vivirá según él.” Las personas marginadas a través de estas etiquetas empiezan a actuar, en cierta medida, de acuerdo al estereotipo que se les atribuye.

Ser “pibe chorro” era una coacción y lo convierten en una misión, un valor, un imperativo. Como decía Jean-Paul Sartre, a propósito de Jean Genet: “Yo era ladrón, seré el ladrón (…) Robaba porque ‘era’ ladrón; en adelante roba para ser ladrón”. Ahora es el ladrón el que hace la ocasión. Por eso, como sugirió Sartre, si se trata también de comprender el punto de vista de los jóvenes, “lo importante no es lo que hacen de nosotros, sino lo que nosotros mismos hacemos de lo que han hecho de nosotros”.

La materia prima de la respuesta de estos jóvenes estará hecha de las mismas propiedades que tienen los estigmas que destilaron los vecinos alertas. Esas respuestas no se compran en el kiosco de la esquina y tampoco se aprenden de los maestros en la escuela. Se cultiva entre pares, pateando la calle, en las juntas de las esquinas, masticando la bronca que genera ver a los vecinos cruzar abruptamente la calle cuando se topan con ellos, o agarrar más fuerte sus mochilas en el subte o acelerar el tranco para tomar distancia de ellos. Esto no es algo que les suceda una vez al año, sino varias veces en el mismo día. Les sucede en el barrio y en el centro de la ciudad, arriba del tren o cuando entran a un negocio. Estos jóvenes se sienten el centro de un ballet de miradas que no controlan. Miradas desconfiadas y despectivas, miradas que duelen. Al menos en ese momento.

Por eso, la manera de hacer frente a los momentos de humillación de los que son objeto cotidianamente será a través de la cultura de la dureza. Una forma de llevar el mentón bien alto, de transformar la vergüenza en orgullo, el estigma en emblema, será apropiándose de las palabras que se arrojaron sobre ellos; habitar las etiquetas hasta que lo negativo se vuelva positivo, una marca de identidad.

 

 

Negros de alma

Para terminar, permítaseme volver sobre otro ensayo de Sartre, Orfeo Negro, escrito en 1948, un prefacio largo para la antología de la nueva poesía negra y malgache en lengua francesa. Es la época de los escritores negros como Richard Wright (autor de ¡Escucha, hombre blanco! y The Outsider) que vivía en Francia, al igual de James Baldwin (autor de numerosas novelas y obras de teatro, entre ellas, Otros país, Blues de la calle Beale; Al encuentro del hombre, El cuarto de Giovani; Blues para Mister Charlie, Dime cuanto hace que el tren se fue, Nada personal); y en Ralph Ellison, que en 1953 escribe una maravillosa novela, El hombre invisible, que empieza en clave muy sartreana diciendo: “Soy un hombre invisible. (…) Soy un hombre invisible porque la gente se niega a verme. (…) Mi invisibilidad no se debe a una alteración bioquímica de mi piel. La invisibilidad a la que me refiero se produce a causa de una peculiar predisposición de los ojos de aquellos a quienes trato. Tiene que ver con sus ojos interiores, aquellos con los que ven la realidad mediante sus ojos físicos”.

De hecho así empieza el Orfeo negro de Sartre, apelando a la invisibilidad, o mejor dicho dando cuenta otro hecho evidente: los negros dejaron de ser invisibles para los blancos: “¿Pero qué esperabais oír cuando se les quitara la mordaza a esas bocas negras? ¿Creíais que iban a entonar nuestra alabanza? ¿Qué leeríais la adoración en esos ojos cuando esas cabezas se levantaran, esas cabezas que vuestros padres, por la fuerza, habían doblado hasta la tierra? He aquí uno de los negros, de pie ante nosotros, que nos miran; os invito a sentir, como yo, la sensación de ser mirados. Porque el blanco ha gozado por tres mil años del privilegio de ver sin ser visto; era mirada pura; la luz de sus ojos sacaba cada cosa de la sombra natal. La blancura de su piel era también una mirada, luz condensada. El hombre blanco, blanco porque era hombre, blanco como el día, blanco como la verdad, blanco como la virtud, iluminaba la creación como una antorcha. Develaba la esencia secreta, y blanca, de los seres. Hoy esos hombres negros nos miran, y nuestra mirada se reabsorbe en nuestros ojos; unas antorchas negras, a su vez, iluminan el mundo y nuestros semblantes pálidos ya no son más que unos pobres farolitos sacudidos por el viento”.

El negro está ahí, frente a nosotros y nos mira, nos interpela, porque ese joven negro que nos mira fijo, de una manera altanera, masticando una manzana, no está solo, está mirando con sus pares, despotricando con ellos mientras nos siguen con la mirada desafiante.

Es decir, a través del bardo, de la experiencia de hacer el bardo, el joven morocho o de piel trigueña toma conciencia de sí mismo. Pero hete aquí que su toma de conciencia es exactamente lo contrario de una sumersión en nosotros mismos: se trata de reconocer la estigmatización a través de la acción, mediada por la praxis compartida, el bardo colectivo. El bardo como momento de la acción, de la subjetivación. El negro no puede negar que es negro, es joven y morocho y le gusta usar ropa deportiva. Insultado, sometido como joven-negro, como joven-negro-de-alma, se levanta, recoge la palabra “negro” y se reivindica como “negro” frente al cheto blanco. Transforma la vergüenza en orgullo, en negritud. Es el momento de la negatividad, de devolver el golpe, es decir, la mirada invisible y la palabra proscrita. Es el momento cuando el negro rompe las murallas de la cultura-prisión, cuando el joven morocho niega al adulto-blanco para afirmarse como pibe-negro, para reivindicar su negritud, su juventud, su transgresión, el bardo, el ventajeo. Reaparece así la subjetividad, es el momento órfico de la transgresión. Pero lo hace con sus propias palabras, a través de berretines que no se entienden pero se hacen entender. Porque el significado de las palabras se averigua en el tono pícaro, en las miradas tajantes, acechantes, en la risa burlesca, en la prepotencia de los cuerpos. Con los berretines se violenta el lenguaje y degüella la solemnidad de las correcciones sociales.

Los rostros de los pibes, la mirada entreoculta con la visera que guarda los recuerdos que hechizaron sus días, encarnan finalmente los prejuicios ajenos y roen con impaciencia los estigmas que se arrojaron como dardos sobre sus cuerpos. Por una inversión o plegamiento, el joven negro humillado, insultado, ninguneado, criminalizado, reivindica para sí y sus pares el orgullo de ser negro, de ser pibe chorro. El bardo se vuelve libertad.

Ese es el punto de partida y, cuando se tienen quince o diecisiete años, la meta también. Los jóvenes viven aquí y ahora, y en cada bardeo se juegan la identidad. Una identidad que reclama la puesta en libertad. Libertad para negar, libertad para liberarse, libertad para ser joven morocho. La negritud es el ser en el mundo del negro. La negritud como acto de existir en medio del mundo, como apropiación del mundo. Lo que antes era una carencia ahora se convierte en una riqueza. La negritud no es pasividad, es paciencia, es silencio y reposo, porque primero es una acción sobre sí mismo, para captar el mundo, para comprenderlo. Hasta que el ser salga otra vez de la nada, hasta que el ser-negro salga del prejuicio blanco, ese prejuicio televisado, espectacularizado con tanta serie de moda, y el sujeto objetivado recobre finalmente al sujeto perdido.

 

 

Circulo vicioso

En definitiva, el pibe chorro, la figura mítica del pibe chorro, es una imagen que surca la historia, un constructo social tributario de un imaginario social de larga duración entrenado en la descalificación constante. Un bestiario donde se fueron depositando las figuras del villero, el piquetero, el falopero, el subversivo, el cabecita negra, el grasa, el descamisado, el anarquista tirabomba, el gaucho matrero y el indio salvaje. Los fantasmas que asedian a los vecinos activan y nutren las habladurías. Los pibes chorros y los barderos no son violentos sino jóvenes violentados por un imaginario social que no les da tregua, ni chances. Expresión del miedo, de una vida cada vez más enjaulada, retirada de los espacios públicos, y sobredeterminada por las periódicas campañas mediáticas de pánico moral. Esas mitificaciones no sólo modifican las maneras que tienen los vecinos de transitar y habitar la ciudad, no sólo impactan en las prácticas de las fuerzas de seguridad, sino que además gravitan en la propia vida cotidiana de los jóvenes.

He aquí entonces un círculo vicioso. La estigmatización es una estrategia securitaria pero recrea las condiciones para su inseguridad, toda vez que activa prácticas de contraestigmatización juvenil que certifican prejuicios y, por añadidura, reproducen los conflictos sociales, los desacuerdos cotidianos. Mientras más insistan los vecinos alertas en la imputación de pibes chorros o barderos, más tentados estarán los jóvenes de afirmarse a través de aquellos estigmas. Afirmando lo que se les niega (la falta de educación, la falta de respeto, la falta de adecuación a las pautas de convivencia, la falta de voluntad de trabajo), los jóvenes tienen la oportunidad de hacerse un lugar en un mundo con pocos recovecos para ellos. Si el estigma posiciona, si las etiquetas enrostradas (asignadas) definen o contribuyen a definir una posición social, entonces, el sujeto objetivado y posicionado asumirá ese lugar como una trinchera desde la cual hacer una suerte de guerra a la posición y batallar el olfato social. Si la estigmatización transforma los sujetos en objetos, los sujetos objetivados, a través de la contraestigmatización, tienen la oportunidad de recobrar al sujeto alienado, de ponerse más allá de las mitificaciones.

La sociedad ha hecho de estos jóvenes (masculinos, morochos, que viven en barrios pobres), un vago, otro bardero y, sobre todo, un pibe chorro. Es ella quien ha hecho nacer el problema de los pibes chorros. Si estamos hoy en día hablando de los pibes chorros en parte se debe a estos “vecinos alertas” que apuntan con el dedo. En consecuencia, cuando se reprocha a los jóvenes el bardo, haciendo notar su radical desfachatez, no hay que olvidar que fueron precisamente aquellos estigmas los que sentaron las bases de sus transgresiones. El pibe chorro es un ser social porque la sociedad así lo hizo. Los estigmas son un boomerang social: aquello que lanzaron al viento (un poco al boleo), tarde o temprano se volverá contra ellos.

Si queremos ver claro, debemos primero desembarazarnos de ese retrato fantasmal y devolverle a la realidad su carácter complejo y contradictorio. Y para realizar esa tarea, la perspectiva de estos jóvenes, sus vivencias, opiniones y sentimientos, debe servirnos de hilo conductor. Sólo de esa manera podremos sobreponernos y trascender el gran mito del pibe chorro y contribuir a desandar estos malentendidos que recrean las condiciones para que todos y todas nos sintamos cada vez más inseguros.

*Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros de Temor y control; La máquina de la inseguridad y Vecinocracia: olfato social y linchamientos.
*El dibujo que acompaña la nota fue realizado por el artista Augusto “Falopapas” Turallas.

 

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