Delito y reconocimiento

Las violencias que orbitan al delito callejero y predatorio deben leerse como parte de la saga identitaria

 

Semanas atrás, el asesinato de un kioskero en ocasión de robo en el Conurbano bonaerense despertó la indignación de vecinos y periodistas de televisión. La indignación no suele ser buena consejera, sobre todo cuando tiende a clausurar las discusiones. Los tratamientos sensacionalistas componen consensos anímicos que, en vez de abrir un ámbito de reflexión y debate, terminan bajándole la persiana. En este artículo proponemos algunos elementos para ese debate que, está visto, será largo y vigoroso.

 

 

Desigualdad, dignidad y rabia

Marx tenía una frase muy peronista que decía: “El hombre necesita más de la dignidad que del pan”. Como buen lector de Adam Smith, a Marx no se le escapaba tampoco el vínculo que había entre la riqueza y el status o, mejor dicho, entre el trabajo y la dignidad. El trabajo transmite recursos, pero también reconocimiento. Por eso, cuando se pierde el trabajo o el salario no alcanza o lo licuó la inflación, lo que se devalúa también es el reconocimiento. De allí que los individuos no perciben la angustia económica sólo en forma de privación de recursos, sino también en términos de pérdida de identidad. La desocupación y la marginalidad asociada a ella, impacta en la subjetividad de las personas. Lo importante no es la pobreza o la marginación (condiciones objetivas), sino cómo es vivida esa pobreza y la marginación (condiciones subjetivas). Se entiende entonces la máxima peronista: “El trabajo dignifica”. No hay seguro de desempleo o renta básica universal que alcance cuando los individuos se vuelven invisibles a los ojos de los demás.

Como hemos dicho en otros artículos para El Cohete a la Luna, no hay que actuar por recorte sino por agregación, es decir, hay que leer un problema al lado de otros problemas. Detrás de los delitos callejeros y predatorios, y las violencias expresivas, puede estar la desigualdad social, pero también la fragmentación y desorganización social, la expansión de las economías ilegales, el hostigamiento policial, la estigmatización vecinal, el encarcelamiento masivo y la acumulación de cohortes, las presiones que ejerce el consumismo y el mercado sobre las personas, y la circulación de armas. Pero hay algo más: la falta de reconocimiento o la búsqueda de la identidad. Me pregunto, entonces, cuántos de estos delitos que tanto nos preocupan están vinculados a la falta de reconocimiento y la crisis del sistema de representación, a la incapacidad que tienen los partidos políticos, movimientos sociales y demás instituciones de la sociedad civil como las escuelas, para colocar en su radar esta cuestión. Porque hay también una relación entre el reconocimiento y la política, es decir, entre la falta de reconocimiento y la incapacidad de la política en general para agregar los intereses y problemas de los más jóvenes. Si la economía los destrata, pero encima la política mira para otro lado, no los representa o los funcionarios apelan a recetas vetustas o los tratan como personas portadoras de una ciudadanía devaluada, merecedores de políticas de segunda, entonces los jóvenes se van llenando de rabia.

Según Hannah Arendt, “la rabia no es en absoluto una reacción automática ante la miseria y el sufrimiento como tales (…) La rabia sólo brota allí donde existen razones para sospechar que podrían modificarse esas condiciones y no se modifican. Sólo reaccionamos con rabia cuando es ofendido nuestro sentido de justicia y esta reacción no refleja necesariamente en absoluto una ofensa personal”. En otras palabras, la gente en general pero los jóvenes en particular, sobre todo los jóvenes de los sectores populares, sienten rabia cuando las cosas podrían ser de otra manera y sin embargo no lo son. Esa rabia puede canalizarse hacia distintos lados, algunas veces hacia distintas experiencias religiosas, a veces –está visto- hacia novedosos experimentos políticos, muchos de ellos de derecha, pero otras veces el delito y sus violencias pueden ser el mejor vehículo para tramitar la indignación y bronca. Un trámite que no les saldrá gratis, porque está visto que los jóvenes invierten muchos riesgos que suplen con las emociones que despiertan esas acciones.

 

 

El odio y las políticas de la identidad

La falta de reconocimiento puede empujar a muchos jóvenes a derivar hacia el delito. Cuando el declive económico se interpreta como pérdida de status social, es fácil ver por qué el delito y sus violencias se convierten en un sustituto del cambio económico, una experiencia a través de la cual se busca compensar las ofensas que derivan de la pérdida de dignidad.

A veces las personas se resignan y aceptan con sufrimiento lo que en suerte les tocó, otras veces el resentimiento se deposita en los bancos del odio. Porque el odio es una manera de guardar las ofensas y obtener un dividendo por ellas. En ese sentido, el odio se convierte en una reserva moral de energía negativa. Conviene no subestimar estas “pasiones tristes” que después se canalizan a través de las violencias. A veces la violencia se expresa en las redes sociales y en otras ocasiones la violencia empieza a girar en falso, de manera horizontal, y se transforma en peleas y picas entre jóvenes, broncas vecinales, golpizas familiares. Pero otras, las violencias acompañarán los delitos callejeros: el delito puede ser un pretexto para “sacarse la rabia”, para expresar indignación y reclamar el reconocimiento que no llega por ningún lado.

Pero… ¿de qué hablamos cuando decimos reconocimiento? Una de las preguntas con las que se miden los jóvenes es “¿quién soy?” Como dice Vinz, el personaje de Haine (El odio), imitando a Robert de Niro en Taxi Driver cuando se mira al espejo, entrenando un personaje que todavía le queda grande: “Yo existo. ¿Me están hablando a mí?”. En las sociedades contemporáneas se trata de una pregunta transversal y obsesiva. Transversal, porque participa a todos los grupos de los distintos sectores sociales. Obsesiva, porque vertebra y encuadra gran parte de sus trayectorias biográficas y las agendas de las organizaciones. Pero hay grupos que tienen no sólo más recursos sino distintos campos de experiencia abiertos para poder averiguar y componer una respuesta para semejante cuestión. En cambio, estos jóvenes en los que estamos pensando tienen cada vez más dificultades para responderla apelando al mercado o al multiculturalismo global políticamente correcto. Peor aún, estos jóvenes resultan cada vez más invisibles a los ojos de otros grupos de personas, incluso en sus mismos sectores sociales, en sus propios barrios. Se sabe, no hay identidad sin reconocimiento, y a estos jóvenes no sólo no suele reconocérselos, sino que encima se les impone una identidad devaluada, desprestigiada, que le agrega más dificultades a la vida que ya tienen. Estamos pensando, por ejemplo, en el estereotipo de “pibe chorro”, “bardero” o “vago” con el que cargan, estigmas que ejercen una presión sobre ellos para que resignen amistades, abandones las juntas en las esquinas, o modifiquen sus hábitos de consumo u otros estilos de vida que son referenciados como fuente de inseguridad.

La autoestima surge de la estima de los demás. Y cuando esa estima no llega, se la exige o se la toma, se la demanda o arrebata. En eso consisten las micropolíticas disruptivas de la identidad. Pero los medios para levantar la autoestima, y transformar de paso el estigma en emblema, no siempre serán los mismos, dependen del capital económico y social acumulado, pero también de la imaginación y el virtuosismo de los actores.

La tesis que estoy sugiriendo puede resumirse de la siguiente manera: el delito callejero y predatorio, pero sobre todo las violencias que orbitan estos delitos hoy día, hay que leerlas como parte de esta saga identitaria que caracteriza a la época, en las que están involucrados movimientos sociales, agrupamientos culturales y universitarios, organismos de derechos humanos y organizaciones de víctimas. Experiencias, todas ellas, cuyos integrantes están más preocupados en los conflictos culturales que en los conflictos sociales, en reparar las ofensas contingentes o milenarias que en tramitar las desigualdades; experiencias que dedican cada vez más atención, tiempo y energía a la expansión de derechos civiles y representación de colectivos que sitúan lo problemático menos en lo económico o laboral que en los campos simbólicos. Quiero decir, los objetivos de estas acciones violentas de protesta, protagonizadas por estos jóvenes, no son muy distintos a los objetivos que persiguen otras organizaciones con sus acciones colectivas de protesta: el reconocimiento de su identidad. No son, entonces, acciones que desentonan, que están fuera de la época, sino que guardan sintonía con ella.

 

 

Reconocimiento kamikaze

Los jóvenes protagonistas de los delitos violentos no son extraterrestres. Intentan, por otros medios, lo que otros hacen a través de experiencias políticamente correctas: luchar por el reconocimiento.

Cuando lo personal se convierte en un problema público, entonces los jóvenes de los barrios implosionados presentarán sus credenciales de manera histriónica, sobreactuando un personaje que no siempre les queda grande. Estamos frente a una suerte de individualismo expresivo centrado en la victimización; performances que se disponen para interpelar la mirada de los otros, para que el otro no pueda ningunearlo y finalmente se digne a reconocerlos. Un reconocimiento paradójico, porque el precio que se debe pagar para obtenerlo se llevará puesta a la sociedad universal. En efecto, como las otras políticas de reconocimiento, le agregan más relativismo a la vida cotidiana y continúan fragmentando las relaciones sociales, compartimentando los espacios públicos. Las tribus no deben mezclarse porque corren el riesgo de ser denunciadas por “apropiación cultural”.

Tratándose de jóvenes, la pregunta por la identidad no es una cuestión que se responde apelando al yo interior, explorado durante largas sesiones de terapia que ayuda a liberarlos de los obstáculos exteriores que dispone la sociedad en general. Es una cuestión que se va tanteando más o menos colectivamente, con los distintos grupos de pares de los cuales forman parte, la gran mayoría de las veces al boleo, sin concertación alguna y sin planificación previa. Pero esa composición juvenil está hecha de otros rodeos que implican un vínculo con aquellos que se niegan a reconocerles su status cultural, que se han dedicado a ofenderlos. No importa si está ofensa es real o ficticia, lo importante aquí es la vivencia de la ofensa: que la relación con los otros sea experimentada como un acto de agravio.

De modo que me gustaría sugerir que el resentimiento es una energía que gravita en los jóvenes y que, a veces, puede llevarlos hacia el delito. Las violencias que ejercen ya no serán meramente instrumentales. Hay una dimensión emotiva, pero también otra dimensión expresiva, que resulta difícil escindir. El odio se confunde con el reproche, del mismo modo que el divertimento con la venganza.

El delito se vuelve expresivo cuando quiere comunicar algo. Una comunicación urgente y llena de demandas. Que la sociedad se sienta insegura ante estas violencias es entendible. Pero que el Estado se cuele en esa indignación resulta un acto de demagogia que, está visto, va a empezar a costarle demasiado caro en las elecciones de turno. Una expresión que cuesta descifrar porque está entramada a la rabia. Pero el resentimiento es la acumulación de golpes bajos a lo largo de sus cortas vidas. El precio de la dignidad suele costarle demasiado caro, además de que los riesgos que toman también son demasiados. Un reconocimiento kamikaze, porque los pibes están dispuestos a inmolarse para ganarse la atención del otro. Transformar la vergüenza en orgullo no sale gratis. Y nadie llega desarmado a esa transformación.

Estos jóvenes no se sienten reconocidos y recurren al delito como una respuesta a la pregunta: “¿Quién soy?” El delito, la energía anímica que se produce en cada delito, levanta la autoestima. Los jóvenes se sienten sensuales y poderosos, y acumulan un prestigio que luego les permitirá ganarse la atención y el respeto de sus pares y del entorno social donde viven. Ese “cartel” se compone provocando o aguantando a las policías, afrontando picas y broncas con otros grupos de pares, sosteniendo las miradas hacia la gente que los mira mal, ventajeando a los vecinos, asustando a los incrédulos. Actuando un papel de chico malo, desprejuiciado y desenvuelto, al que no le importa nada o le importa muy poco.

Ese cartel de tipo duro no es algo que se aprende viendo un tutorial en YouTube, descargando una aplicación en su teléfono, y tampoco se compra en el kiosko de la esquina. Se aprende en la calle, pateando con los pares, en cada transgresión más o menos violenta.

 

 

Lo importante es el cartel

La gravedad del debate se ha desplazado de la redistribución económica a la representación simbólica. De la misma manera que las izquierdas invierten más tiempo y energía en las luchas por el reconocimiento, los jóvenes cuando delinquen no están preocupados tanto por el botín como por el cartel. El delito se experimenta sobre todo como una estrategia identitaria, la oportunidad de seguir componiendo una identidad que, en este caso, esté a la altura no sólo de las dificultades sociales sino sobre todo de las dificultades culturales con las que se miden cotidianamente estos jóvenes. Una dificultad que les llega con el hostigamiento policial, con la estigmatización vecinal y  con las políticas públicas que no reparan en las demandas de reconocimiento.

La identidad asociada al delito hay que leerla al lado de otras experiencias identitarias. No existen los pibes chorros, existen pibes que roban, que aprendieron a aguantar el verdugueo policial, que son padres o hijos, hermanos, hinchas de Boca, escuchan a L-Gante, se cuelgan jugando a los jueguitos. En esas experiencias se juega gran parte de la cultura de la dureza que les permitirá hacer frente a las humillaciones de las que son objeto cotidianamente, enfrentar las ofensas y luchar por el reconocimiento.

Los movimientos sociales y partidos políticos tienen muchas dificultades para empatizar con estos grupos de jóvenes. La ausencia de la mirada es también responsable de la pérdida de empatía. Hace rato que estos jóvenes ya no están en el radar de los vecinos y las organizaciones de base integradas también por esos vecinos. Y los referentes que pretendan interpelarlos ofreciendo un puesto en la cooperativa del movimiento fracasarán de inmediato. Sobre todo, cuando esa cooperativa es un invento con fecha de vencimiento, insustentable, y cuando los trabajos que realizan difícilmente le levanten la autoestima. Al contrario, los trabajos de parquización en el espacio público, el barrido de las calles, las limpiezas de zanjas son considerados, socialmente hablando, trabajos para “vagos”, para gente que “no quiere trabajar”, “cuadrada”, que “no sabe hacer otra cosa”. No aportan capital social y, mucho menos,  simbólico. Al contrario, continúan devaluando su orgullo, hiriendo su autoestima, certifican el estigma que muchas veces pesa sobre ellos. Estos trabajadores informales no estarán en mejores condiciones para conseguir un empleo mejor, el día de mañana, remunerado y, lo más importante, en el mercado laboral formal. En esas circunstancias, mucho piberío no está dispuesto a engancharse en estas labores informales que continúan no sólo precarizándolos sino faltando a su dignidad. Sobre todo, cuando al lado del movimiento proliferan otros emprendimientos que dejan, en una semana o menos, lo que a ellos le costaría un mes de trabajo.

No importa que estos prometedores trabajos criminales estén permeados de la misma precarización laboral que caracteriza al neoliberalismo, que reclame de ellos largas jornadas de trabajo y tareas repetitivas y aburridas, aunque a veces llenas de riesgos y adrenalina. El dinero sigue siendo un atractivo imbatible, el divino tesoro de la juventud, la llave para acceder al consumo encantado a través del cual se compone una identidad en la lucha por el reconocimiento.

 

* Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros de Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.

 

 

 

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