Demagogos neoliberales

Dólar barato como derecho humano y metas civilizatorias como ignominioso populismo

 

Uno de los éxitos de la derecha global en las últimas décadas es haberse presentado como una corriente de “centro”, la encarnación de la prudencia, la fuerza capaz de enarbolar el pragmatismo frente al dogmatismo de los discursos totalitarios, el sector político capaz de enfrentar a las exageraciones, los desbordes, los delirios del pensamiento irracional, encarnado por la izquierda en su momento y luego por el populismo.

En nuestra región, y especialmente en Argentina, la derecha supo gastar sus salvas de artillería verbal contra la quintaesencia del mal económico, social y cultural, como fue la figura de Juan Perón. Efectivamente, Perón arruinó una etapa de dominio oligárquico cuasi indisputado, en el cual una reducida minoría controlaba la economía, el Estado y el pensamiento de buena parte del espectro político argentino. No protagonizó una revolución anticapitalista. El quiebre que introdujo en la historia argentina fue con el país semicolonial que lo precedió.

El cambio de modelo económico, orientándolo hacia la industrialización sustitutiva, la redistribución progresiva del ingreso y el mercado interno –más allá de los problemas y contradicciones que efectivamente tuvo– fue un hecho inaceptable para la elite argentina. Para racionalizar su rechazo tanto a los cambios económico-sociales progresistas como al renovado poder del voto popular en democracia, ese sector usó para el combate político-ideológico la categoría de “demagogia”. Para el pensamiento conservador argentino, que alguien osara mejorar fuertemente la situación de los asalariados y que justamente por eso obtuviera un éxito electoral aparecía como una pesadilla difícil de resolver en contextos democráticos.

La sucia palabra “demagogia” aludía a las políticas redistributivas fáciles, que “halagaban al populacho” y a su vez vaciaba los procedimientos democráticos ya que establecía una “dictadura” de las mayorías… a través del voto.

La derecha local se apropió de la palabra demagogia, y la asoció a las políticas populares y a los líderes políticos que no se avienen a las políticas “serias” del canon conservador.

Sin embargo, la demagogia real en nuestro país no es un atributo de los populistas, o de la izquierda situada bien lejos del poder, sino de los experimentos neoliberales.

 

Nuevas demagogias

La Real Academia Española (RAE) define a la demagogia de dos formas: como una “práctica política consistente en ganarse con halagos el favor popular” y como una “degeneración de la democracia, consistente en que los políticos, mediante concesiones y halagos a los sentimientos elementales de los ciudadanos, tratan de conseguir o mantener el poder”.

La primera de las definiciones es muy complicada, y todo el truco reside en saber qué quiere decir “halagos”. Si se logra el favor popular simplemente diciéndole a la gente qué buena que es, qué noble, qué valiosa, no sería muy difícil competir demagógicamente entre todos los sectores políticos, atribuyéndole a las masas un mérito distinto, según los valores que se sustentan: que son esforzados, que son laboriosos, que son sufridos, que les gusta ganarse el pan con su trabajo, que aman la libertad, que son dignos, que no les gusta la demagogia, que son decentes, que no se dejan engañar por políticos, etc. Puede haber condimentos discursivos de ese tipo, pero no son esos elogios los que definen las elecciones populares.

La segunda definición, en cambio, nos parece más interesante, porque se aleja de la connotación anti popular que se le dio en Argentina al concepto. De hecho, ya el peronismo de 1973-1976 no puede ser tildado de demagógico en el sentido tradicional porque puso mucho más esmero que el gobierno de la Revolución Argentina en frenar la inflación, buscó cambiar estructuras productivas para sustentar un gran mercado interno sin desequilibrios externos, y trató de encausar el fuerte conflicto distributivo mediante un Pacto Social que garantizara ciertos equilibrios macroeconómicos. Fueron las cambiantes condiciones internacionales, los violentos conflictos internos y la intransigencia de la elite empresaria –que devino en golpista– los que empujaron a la crisis de ese modelo.

 

El dólar barato dignifica

Con la dictadura cívico militar del ‘76 empezamos a conocer lo que era una demagogia de nuevo tipo, que al no encajar en la expresión construida y machacada por los reaccionarios argentinos no pudo ser reconocida fácilmente, ni siquiera por los sectores populares ni por la academia.

La demagogia neoliberal, la demagogia de derecha, consiste según la primera definición de la RAE en halagar a las masas, pero ahora reconvertidas de Pueblo en individuos soberanos e independientes, libres de la prédica de los demagogos distribucionistas. Que cada individuo soberano e independiente piense y desee lo mismo que todo otro individuo soberano e independiente sería pura coincidencia.

Pero más importante aún desde el punto de vista de las políticas públicas es la demagogia económica de los gobiernos neoliberales, que encaja perfectamente en la segunda definición de la RAE. Es un nuevo mecanismo, igualmente demagógico y mucho más inestable que las denostadas políticas económicas populistas.

Estábamos entrando en la época de la globalización y la financiarización de las economías, y los liberales de Martínez de Hoz descubrieron que se podía halagar a las masas facilitándoles el consumo, y sobre todo el consumo de bienes y servicios importados, de una forma completamente alternativa a la de los despreciables demagogos populistas. Se les podía ofrecer enriquecerse con sólo poner sus dineros a plazo fijo, y a ser felices con sólo desear comprar nuevos objetos de deseo.

Empezaban a estar disponibles en el sistema financiero mundial gigantescas masas de dólares para ofrecer créditos ilimitados a los países periféricos. Los abundantes créditos de la banca internacional, de fácil acceso, podían ser usados libremente por las autoridades locales para generar un fenómeno artificial de sobrevaluación cambiaria, lo que quería decir que desde el Banco Central se vendían dólares ficticiamente baratos a todos los que quisieran comprarlos.

Así se podía generar un festival artificial de consumo e importaciones, un clima irreal de prosperidad, que halagara a las masas medias, medias altas y medias bajas. Eso es en nuestro país mucha gente, muy parecida a un gran mercado electoral.

El experimento funcionó muy bien en cuanto a demagogia económica, fue muy bien recibido por sus destinatarios, los ciudadanos reconvertidos a consumidores. Recibir dólares baratos es siempre mucho más decoroso, se le explicaba a ese nuevo homo economicus, que recibir una pelota de futbol o una máquina de coser.

Pero era un tipo de demagogia completamente insustentable, porque estaba basada en un endeudamiento gigantesco que se volvería impagable. En realidad, a las masas les tocaba sólo una porción de la gran masa de dólares vendidos a mitad de precio para sostener un gran negocio financiero de los verdaderos protagonistas e impulsores del Proceso. Además, todo se derrumbó políticamente antes de poder cosechar el reconocimiento de las masas halagadas por el dólar barato y el consumo importado.

Pero la experiencia no fue en vano.

El recientemente fallecido Presidente Menem, junto con su ministro Cavallo, llevaron la demagogia consumista neoliberal al paroxismo. Siempre respetando la regla política de oro de asociar a las masas con el negocio de las elites financierizadas. Nuevamente el crédito masivo para el consumo financiado con deuda, el tipo de cambio atrasado que promovía el consumo importado, y una baja de aranceles sin cálculo alguno, que duraría mucho más tiempo que el experimento inicial de la dictadura.

Viajes por el mundo, productos importados de todo tipo, locales de “todo por 2 pesos”, créditos bancarios abundantes –claro, en dólares– y un reino de felicidad artificial que ayudó a cimentar la posibilidad de la reelección de Menem y su “economía popular de mercado”. La magia de la inundación de importaciones, el cariño de los centros financieros y los medios internacionales, el codearse con los presidentes y reinas del mundo verdadero, el establishment local feliz, sin grieta, vendiendo sus propias empresas al capital extranjero. Y encima con voto popular.

Pero lo importante es la demagogia: el endeudamiento de los ´90 permitió durante varios años sostener un ritmo de vida y de consumo –y de fantasías de consumo– muy por arriba de lo que permitían los modestos avances en la productividad y la modernización económica. Pero lo que no se daba en el arduo terreno del desarrollo de las fuerzas productivas, lo compensaban los dólares de los prestamistas internacionales, chochos con el reendeudamiento argentino. La condición excluyente para la demagogia neoliberal es el financiamiento internacional.

Fue tan exitosa la demagogia menemista, que quiso ser continuada por la Alianza. “Conmigo un peso es un dólar”, decía el malogrado De la Rúa. Era la demagogia emprolijada del austero sucesor del demagogo popular de mercado. Quien no hizo demagogia financiera, en esa elección, fue Duhalde, que vagamente insinuaba un “modelo productivo”. Y perdió.

Demagogia “populista” hizo Macri cuando prometió quitar el impuesto a las ganancias a los asalariados, mezclada con demagogia neoliberal hablando de las oportunidades que se abrirían a todxs lxs argentinxs cuando nos abriéramos nuevamente al mundo. Demagogia que fue más simbólica que real, porque muy rápidamente la economía se hundió abrumada por un gigantesco endeudamiento externo producto de las incoherencias generadas por su demagogia real hacia el alto empresariado. Luego le quedó al macrismo sólo el expediente de asustar a su electorado con las calamidades imaginarias que traería el populismo.

 

La inercia de las ideas y la fuerza de la derecha

En nuestro país, un dato central para entender lo que ocurre es la capacidad política y comunicacional que ha tenido la derecha para imponer conceptos que actúan como chaleco de fuerza al pensamiento.

Luego de imponer el mantra de que las políticas populares son insustentables por naturaleza, lograron introducir la idea aún más descabellada de que las políticas neocoloniales de apertura importadora, redistribución regresiva del ingreso y super endeudamiento SI son sustentables.

El hecho histórico de que todos los experimentos neoliberales terminen en agudas crisis bancarias, cambiarias, sociales y de default externo no hace mella en un dogma de fe que les da identidad y los convierte en agentes bobos de la globalización. La crisis que vivió en su tramo final el alfonsinismo fue precisamente por no haber podido superar la pesadísima herencia económica legada por la dictadura neoliberal.

Hoy la derecha argentina, en sus diversas versiones, continúa afirmando lo mismo, habiendo ganado las mentalidades de muchos empresarios al frente de empresas productivas, muy perezosos a la hora de conocer la realidad concreta de su país y de estudiar los problemas reales de su economía.

Incluso en el campo popular, se hace muy difícil pensar saliéndose de esos parámetros de lo que es sustentable, lo que es viable y lo que está permitido hacer según la mirada conservadora.

Si no, no podrían entenderse las actuales dificultades para sostener políticas tan sensatas como las que pretenden que todo el mundo pueda comer, vestirse, alojarse, recibir cuidados sanitarios, educarse, etc.

Todas esas metas civilizatorias fueron cayendo, aunque parezca mentira, bajo el ignominioso título de populismo. Que los rentistas, monopolistas y depredadores del Estado hayan adquirido el status de orientadores fundamentales del destino del país muestra la reversión completa del legado peronista de los años ‘50.

La mancha del pensamiento conservador fue disecando las capacidades de imaginar con mayor amplitud que existían antes de la dictadura. La democracia pos dictatorial fue tendencialmente un retroceso hacia la timidez y el conservadorismo económico, que hoy, en plena pandemia, intenta fijar los límites del accionar gubernamental, pujando por recortar aún más el gasto público y el involucramiento del Estado nacional en cuestiones básicas.

Los Kirchner lograron en su momento, producto de una crisis nacional brutal, romper ese clima intelectual asfixiante, animándose a jugadas impensadas que ampliaron los horizontes, pero no lograron poner las bases estables de una economía que naturalmente funcione alineada con los intereses populares.

 

¿Quieren los empresarios la estabilidad económica?

Los acontecimientos en torno al alza de los precios, especialmente de los alimentos, pero no sólo de ellos, nos enfrentan a una situación paradojal.

Hoy existen en nuestro país condiciones para que se establezca una suerte de acuerdo social que tranquilice la economía y vuelva previsible su evolución en los próximos tiempos. Hoy hay altos niveles de rentabilidad, compatibles con mejoras salariales reales.

Las bases para un acuerdo están dadas por el escenario que ha generado la pandemia: salarios muy bajos –más bajos aún un dólares–, precios muy elevados de un conjunto de bienes, importante capacidad instalada ociosa. Hoy lo que el gobierno y amplios sectores populares pretenden es que en el contexto de una reactivación que se supone significará al menos un 5% de crecimiento, también se produzca una recomposición salarial de 4 o 5 puntos por sobre la inflación.

Dado lo bajos que están los salarios, ese incremento moderado no sería una meta difícil de cumplir ni para grandes empresas ni para el Estado; sí para las pequeñas empresas, que podrían recibir algún tipo de asistencia crediticia para que también puedan hacer frente a las mejoras salariales.

Lo que impresiona es que existe hoy la posibilidad de dotar de certeza y previsibilidad a la economía, pero son los propios actores empresarios los que realizan una constante puja distributiva inflacionista que de continuar desbaratará los planes de estabilización y crecimiento del gobierno. El gobierno ha tendido cientos de puentes con el vasto mundo empresario, y está negociando en numerosas mesas para lograr desbaratar esta presión incesante en pos de ganancias desmesuradas. Pareciera que no entienden que hay límites sociales que no deben ser transgredidos.

Los parámetros ideológicos dominantes se han corrido tanto, que hoy tener una política antimonopólica, de defensa de la competencia y de protección de los derechos de los consumidores, puede ser tildada de populista y demagógica y no recibir la respuesta adecuada por parte de la sociedad.

Aquellos que no se privaron de hacer demagogia financiera, quebrar sectores de la industria, promover el desempleo y la miseria, y atar al país a pagos interminables de deuda externa, hoy todavía se sienten en condiciones de negarle al gobierno nacional la posibilidad de usar todos los instrumentos necesarios para defender el bien común.

 

 

 

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