DESAGUISADOS TRUMPIANOS

La política exterior de Trump ha sido errática y, en varios aspectos, contrafáctica

 

La política exterior de Donald Trump no se ha caracterizado ni por la coherencia ni por la sutileza. No es que en general la diplomacia norteamericana se haya destacado por la finura y la consistencia. Pero da toda la impresión de que la política exterior del actual Presidente está por debajo de la media predominante en el terreno de las relaciones internacionales estadounidenses.

Heredó de la administración de Barack Obama una aceptable –en términos de los intereses norteamericanos— definición de asuntos prioritarios que habían sido expuestos en la National Security Strategy de 2015, que el último Secretario de Estado de Barack Obama, Ashton Carter, en el terreno de la seguridad internacional simplificó, en una conferencia dada en Oxford en septiembre de 2016, del siguiente modo: Rusia, China, el terrorismo islámico, Irán y Corea del Norte. Recibió también como línea estratégica echada ya a andar, el fortalecimiento de la presencia militar en la zona de Asia/Pacífico y el correspondiente traslado de fuerzas norteamericanas hacia esa región. Asimismo y complementariamente, un acuerdo económico-comercial internacional de envergadura en marcha, el Trans-Pacific Partnership (TTP) [Asociación Transpacífica] y otro en desarrollo pero en ese momento aún no terminado, el Trans-Atlantic Trade and Investment Partnership (TTIP) [Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión]. Ambas entidades aparecían como instrumentos más que convenientes al interés y a la pretensión dominante del gran país del norte, establecido esto sin agotar la lista.

 

 

 

 

Podría decirse que Trump tenía la mesa puesta, si bien algunos asuntos de aquella agenda no andaban bien y terceros actores poderosos se iban incorporando de pleno a la escena internacional. Por un lado, la crisis financiera de 2008 había dejado importantes secuelas sociales. Además la campaña antiterrorista y las guerras que desencadenó en Afganistán, Irak, Siria y Libia no avanzaban, no obstante el amplio despliegue de fuerzas norteamericanas establecido en Oriente Medio, del orden de los 70.000 efectivos, lo mismo que la de Yemen llevada a cabo por interpósitos socios (Arabia Saudita, Baréin, Kuwait y Qatar, entre otros). Por otro lado, China mantenía un desarrollo económico descollante y comenzaba una pausada política de proyección de fuerza. Rusia, por su parte, había retornado a la escena internacional, como lo demostró su exitosa intervención en Crimea, en la región del Donbass y en el conflicto sirio.

 

 

Una política exterior desconcertante y voluble

Podría decirse que la política exterior de Trump ha sido errática y que en varios aspectos ha dado la impresión de ser contrafáctica, en el sentido de ir contra hechos preexistentes. Su desdén por la globalización, por algunas de sus instituciones e incluso por algunos sus líderes ha estado a la orden del día. Como bien se sabe excluyó a su país del Acuerdo de París, firmado en 2015 por 195 países y lo desligó del convenio bilateral establecido con Rusia, que limitaba la producción de misiles de alcance intermedio. Se trataba en ambos casos de acuerdos de regulación establecidos sobre la cuestión climática y el armamentismo, asuntos cruciales para la vida en y del mundo. Lo retiró, también, de los antedichos TTP y TTIP ante el asombro de sus socios más importantes, enumerado esto sin agotar la lista. Maltrató, además, a instituciones otrora fundamentales del andamiaje institucional sobre el que se apoya/ba Estados Unidos en busca de sostén para su hegemonía en el orbe, como la Unión Europea y el Grupo de los 7 (G7), a algunos de cuyos dirigentes incluso ninguneó. (Angela Merkel, Emmanuel Macron y Justin Trudeau, entre otros.)

 

 

 

En lo que respecta a los teatros bélicos de Medio Oriente —que diversos analistas norteamericanos están llamando ya, con obvia intención crítica, “las guerras interminables”, resignificando un slogan de campaña de Trump—, el comportamiento trumpiano ha sido errático. En campaña electoral, en 2016, prometió la retirada total de Afganistán. En julio del año en curso anunció el repliegue de esas tropas pero sin fecha determinada. Pero aún siguen allí. Y en diciembre  de 2018 anunció el retiro de tropas de Siria, lo que se ha cumplido sólo en parte, aunque su mensaje inicial fue terminante. Sus idas y vueltas han sido llamativas; las mencionadas son apenas una muestra.

En lo que respecta a Irán ha sido un poco más coherente: amenazó, hostigó y accionó. A comienzos de mayo de 2018, anunció el retiro unilateral de los Estados Unidos del acuerdo nuclear firmado el 14 de julio de 2015 por el país antedicho, el Reino Unido, Francia, China, Rusia. Alemania e Irán, relativo al control del desarrollo atómico de éste último. A partir de su salida, la gran potencia del norte puso en marcha una política de  sanciones y agresiones especialmente sobre Irán pero también sobre las cinco potencias mencionadas arriba. De inmediato estableció restricciones bancarias, financieras y comerciales a Irán y los restantes (varios de ellos ¡sus socios en el G7 y en la OTAN!), más duras para el primero que para los otros.

El 20 de junio del año pasado Trump autorizó una importante operación aérea sobre Irán, cuyo objetivo central eran atacar las plantas de enriquecimiento de uranio de Fordo y Natanz, y el reactor de agua pesada de Arak. La acción fue levantada a último momento por razones humanitarias –arguyó el Presidente—, cuando varios aviones habían levantado vuelo ya rumbo a sus objetivos. Poco tiempo después interfirió el espacio aéreo iraní y suscitó escaramuzas en el Golfo Pérsico y el estrecho de Ormuz.

 

 

 

El último capítulo de esta condenable política acaba de ocurrir: el asesinato del general Gassem Soleimani, perpetrado por fuerzas estadounidenses en el aeropuerto de Bagdad. Desde el punto de vista de los principios que deberían regir la convivencia humana en este mundo que se ufana de global, se trata de una acción repudiable. Es completamente inaceptable que un país opere a la luz del día y con reconocimiento de la autoría del hecho, contra un altísimo funcionario público de un segundo país, en el territorio de un tercer país. Es sencillamente aberrante.

 

 

 

Final

Es evidente que la política de seguridad internacional norteamericana hace tiempo que navega a los tumbos. En buena parte debido a lo siguiente:

  1. La grand strategy previa a Trump –enunciada entre otros documentos, en la National Security Strategy de 2010 y profundizada en la ya mencionada National Security Strategy de 2015— no alcanzó buenos resultados en aquel terreno (seguridad internacional). Dicho en corto: la guerra contra el terrorismo islámico no fue exitosa;  las guerras en Medio Oriente comenzaron a convertirse en “interminables”; Estados Unidos perdió terreno con respecto a China y Rusia; mantuvo congelada la cuestión norcoreana; y consiguió, sí, distender la cuestión iraní.
  2. El Presidente actual ha tenido una actitud reactiva (contrafáctica se ha escrito más arriba) contra aquella grand strategy y ha desmantelado y/o embestido contra políticas, instituciones e iniciativas sin su correspondiente recambio. Razón por la cual los Estados Unidos carecen hoy de una estrategia general orientadora, limitación poco congruente con su condición de gran potencia.
  3. No obstante sus manotazos e insufladas declaraciones, prácticamente nada ha mejorado. Después de tres años de gestión dio algunos pasos aún insuficientes en relación a Norcorea; pero tanto las guerras contra el terrorismo como las “interminables” se mantienen; China y Rusia continúan avanzando; y su gestión de la relación con Irán es deplorable.

En lo que se refiere a esta última, de lo expuesto más arriba se deduce que Trump  ha venido elevando la presión hasta llegar al nivel del escarmiento, patentizado el asesinato del general Soleimani. Y ha quedado sólo a un paso de la agresión bélica, aquella que hubiera podido materializar en junio del año pasado, pero prefirió abortar a último momento.

Marte parece pasearse por la Casa Blanca. Y es evidente que el Presidente tiene entre ceja y ceja a Irán. A lo que hay que agregar la posibilidad de que eventualmente recurra a los rayos de aquél para apuntalar su campaña electoral. En cualquiera de los casos el resultado sería una catástrofe, que podría conducir, como mínimo, al incendio del resto de la subregión: Israel, Líbano, Irak y quizá Siria. Puede decirse, además, que si la guerra fuera de destrucción implicaría el fracaso de la política si se entiende – a lo Clausewitz— que aquella es la continuación por otros medios de la segunda. Aun vencedor, Estados Unidos saldría de la contienda debilitado y desacreditado. Podría incluso desatar una nueva ola de terrorismo islámico.

El ya señalado comportamiento errático y voluble de Trump no favorece la siempre esquiva posibilidad de atisbar el porvenir. Parafraseando a Octavio Paz, sólo puede decirse que son tiempos más que nublados. Aunque, claro está, siempre es dable decir “sin embargo”.

 

 

 

 

 

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