Desarmar al pibe chorro

La criminología mediática como rama de la literatura fantástica

 

Un libro se escribe con la lectura de muchos libros, conversaciones, intercambios y discusiones, trabajos de campo, pero también con las clases, disertaciones, artículos, charlas y mesas redondas. Me gustaría, entonces, empezar con un ejemplo que le escuche citar a un colega uruguayo, Luis Eduardo Morás, en un panel en Montevideo que compartimos hace unos años. Recordaba Morás que Michel Foucault, en el prefacio de Las palabras y las cosas, abría su libro con Jorge Luís Borges: mencionaba un fragmento de Otras inquisiciones, concretamente un párrafo tomado de “El idioma analítico de John Wilkins”. Foucault decía que su libro nació de la risa y el asombro que le causó la taxonomía absurda de animales extraída de una supuesta enciclopedia china donde los animales se dividían en: “a) pertenecientes al emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f) fabulosos, g) perros sueltos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos, j) innumerables, k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l) etcétera, m) que acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas”. Foucault señalaba que esa clasificación exótica era un límite para nuestro pensamiento, un inventario imposible de aprehender, que no se organizaba para ser pensado, que no era posible darle un sentido preciso. ¿Cuál es el límite para el pensamiento en un momento histórico determinado? Responde Foucault: las formas de nuestro pensamiento tienen una duración y una geografía y han otorgado, hace un par de siglos, un lugar destacado a lo humano y a las ciencias humanas. Si las cosas están agarradas a las palabras o las palabras inscriptas a las cosas, eso quiere decir que las cosas tienen un techo, el techo de las palabras, las palabras que utilizamos para nombrarlas, conocerlas, aproximarnos a ellas. Ya lo dijo Wittgenstein: los límites de mi mundo son los límites de mi lenguaje.

La cuestión es que hoy día nos movemos según clasificaciones igualmente insólitas y extravagantes que también desafían el pensamiento, y las palabras que usamos para nombrar los problemas con los que nos medimos impiden pensar. Prueba de ello es el mundo del delito, un universo habitado por figuras extravagantes. Un fabulario que no está para ser pensado, pero tampoco para quedar fascinado. Un bestiario que nos espanta, genera pánico y nos lleva a cerrar filas entre nosotros. Un bestiario que se fue componiendo con los clichés que vecinos y periodistas fueron tallando en torno a los problemas de la llamada “inseguridad”. En efecto, y parafraseando a Borges, no resulta descabellado concluir que la criminología mediática es una rama de la literatura fantástica. Si tomamos nota de las categorías que fue construyendo el periodismo en las últimas décadas para contar el delito contemporáneo, podríamos hacer la siguiente clasificación disparatada: 1) malentretenidos, 2) paqueros y faloperos, 3) ladrón de zapatillas, 4) el que entra por una puerta y sale por la otra, 5) niño golpeador de cabezas, 6) bestias humanas que atan a los abuelitos a una silla, 7) ventajeros y barderos, 8) vagos o juntas de pibes haciendo nada, 9) negros villeros, 10) negros de alma, 11) forajidos, 12) maleantes y rastreros, 13) tumberos, 14) sacados, 15) reincidentes, 16) trapitos y cuidacoches, es decir, delincuentes encubiertos esperando el momento para dar el golpe, 17) gente limada, 18) los violentos de siempre, 18) negros de mierda, 19) maleducados, 20) adolescentes con problemas, 21) niños con hambre, 22) niños con más hambre, es decir muy resentidos, 23) niños con padres separados o abandonados, 24) motochorros y punguistas, 25) pandilleros, 26) transas, 27) vándalos, 28) abatidos en enfrentamiento con la policía, 29) pobres, 30) barra bravas, 31) villeros, 32) incivilizados.

Esas figuras señalan el límite donde el pensamiento se detiene y rebota, ya no quiere pensar más, no necesita seguir pensando. Lo poco que sabe le alcanza para abrir un juicio previo y se conforma con ello. El pensamiento se reemplaza con palabras aladas, que levantaron vuelo, que tienen la capacidad de sacar las cosas de su contexto, palabras que no guardan siquiera proporción con los hechos que se quieren designar. Son palabras que ponen la verdad más allá de la realidad. Ficciones que son más verdaderas que la propia realidad, pero que tienen la capacidad de no generar divisiones, que sincronizan las emociones hasta componer consensos apasionados que averiguamos en la cultura de la queja y los movimientos de indignación de la opinión pública.

En la Argentina tenemos una expresión muy cómoda para nombrar a los jóvenes problemáticos, una suerte de metáfora mayor donde se embuten todas las figuras que mencionamos recién: “pibe chorro”. Esos pibes que, antes de ser “chorros”, fueron también los “menores”, “los delincuentes” o los “jóvenes en conflicto con la ley penal”.

El delito juvenil suele ser presentado como un “flagelo”, es decir como un evento negativo que desordena a la comunidad, rompe los vínculos sociales, desafía a las instituciones. Pero como luego se verá, el delito protagonizado por los jóvenes tiene un componente productivo que no hay que perder de vista a la hora de comprender. Un costado que hará que sus ilegalismos sean difíciles de combatir toda vez que se han vuelto recursos económicos y políticos necesarios para reproducir la vida y sostener otras formas de sociabilidad.

Las causas de rigor a las que suele quedar asociado el delito protagonizado por los famosos “pibes chorros” son las siguientes: las carencias económicas (la pobreza); la falta de estímulos morales (la mala educación); el debilitamiento de la autoridad o las carencias afectivas (las familias monoparentales con jefatura femenina); las influencias negativas (las malas yuntas); y, por supuesto, la adicción a las drogas, es decir, la vagancia, el ocio voluntario y crónico. Se trata de explicaciones simplistas y mecánicas, tributarias de un positivismo remanente que convive con el liberalismo más elemental que continúa imperando tanto en las facultades de derecho como en el campo de la comunicación. Interpretaciones espasmódicas, puesto que no solo piensan en términos de causa-y-efecto, sino que postulan a cada una de esas causas como una fatalidad determinante y fundamental. Modelos de interpretación que no solo tienen la capacidad de aplanar los problemas, sino de sacarlos de su contexto histórico y su contingencia, recortando los hechos de su universo social, para luego, al desplazar la cuestión social por una cuestión policial, judicializarlos sin culpa a través de un encuadre dogmático, clasista y adulto-céntrico, que privilegia sus propios intereses y la reproducción de las prácticas burocráticas.

Por nuestra parte preferimos no hablar de “delito” sino de conflictividad social. Un conflicto que involucra a distintos actores; un conflicto que, si lo queremos comprender, hay que leerlo al lado de otros conflictos sociales; una conflictividad compleja que reclama una mirada mucho más abarcadora y paciente, que no actúe por recorte sino por agregación y constelación.

En segundo lugar, preferimos hablar de conflictividad social porque cuando abordamos estos eventos con la noción de delito estamos prejuzgando negativamente a los actores que aparecen implicados. Tanto la figura del “delito” como el mito de “pibe chorro” no son precisamente categorías analíticas que buscan comprender la realidad de los actores que se están nombrando con ellas. Más bien son conceptos moralizantes y moralizadores a través de los cuales no solo se apresuran a abrir un juicio negativo y despectivo sobre los jóvenes en cuestión, sino a disciplinar la realidad con la que se miden y no quieren comprender. Categorías que subalternizan y descalifican a los jóvenes, que alcanzan para reproducir las desigualdades sociales y culturales donde están inscriptos. Categorías morales que activan las pasiones punitivas sedimentadas en el imaginario social. Porque se trata de palabras talladas con prejuicios que maduraron al interior de las habladurías, palabras que forman parte del fabulario que usa la vecinocracia para innombrar o invisibilizar a estos jóvenes, para extranjerizarlos, demonizarlos, otrificarlos. Como dijo Loïc Wacquant: “Un buen pobre es un pobre invisible”. Y la noción de “pibe chorro” es una manera de hacer desaparecer, simbólicamente hablando, a estos jóvenes. Pero también la manera de aplanar la realidad, de esconder la complejidad debajo de una alfombra mágica que pretende hacernos levitar.

(…) Los pibes chorros no existen, son un mito. Los “pibes chorros” constituyen una imagen-fuerza con la capacidad de imantar y enloquecer a la opinión pública, un artefacto cultural a la altura de los fantasmas sociales que oprimen como una pesadilla el cerebro de la gente. Una creación imaginaria tributaria de los miedos y ansiedades que se fueron cultivando alrededor de determinadas experiencias propias o ajenas interpretadas a través del registro diario que hacen los medios de comunicación. En ese sentido, la figura del “pibe chorro” es una suerte de corsé teórico para in-pensar a determinados jóvenes o grupos de jóvenes que viven en barrios pobres, son morochos y tienen estilos de vida distintos a la “gente como uno”; el chaleco de fuerza para formatear el visible diario a través del cual se interpreta y reproduce la vida cotidiana.

Más aún, los “pibes chorros” son la expresión de los vacíos que existen en la sociedad. Cuando se fueron deteriorando los marcos sociales que pautaban la vida de relación, no hay o escasean espacios de encuentro intergeneracionales, y se rompen los ritos de paso que organizaban el diálogo entre las generaciones adultas y los más jóvenes, ese vacío social se rellenará con un foco, una fábula que tenga la capacidad de generar consensos sociales anímicos y difusos. Los “pibes chorros”, entonces, son una fantasía hecha con fantasmas que operan como mediaciones imaginarias. Su elaboración y reproducción tiene lugar al interior de los procesos de estigmatización abiertos en los barrios, la prensa y las redes sociales, estigmas que quieren agregarle certidumbre a un cotidiano experimentado como incierto pero que fracasan en la medida que reproducen las condiciones para que se espiralicen los malentendidos entre las generaciones.

Un delito —insisto— no es un delito, es un delito de sobrevivencia, un delito de pertenencia, un delito fetichizado, un delito lleno de bronca, rabia o resentimiento, un delito alentado por la policía, la cárcel, un delito alegre, divertido, etc. Hay que evitar pensar el delito desde la superficie de las cosas; por debajo de la línea de flote hay una serie de fenómenos que conviene tener presentes si se quiere comprender su especificidad. Hay un delito debajo del delito televisado, y para llegar al mismo hay que mapear las distintas capas de realidad de la que puede estar hecho. El crimen tiene una profundidad, un doble fondo (¡como el sombrero de los magos!), es decir, el delito callejero no es un fenómeno simple sino bien complejo.

Si se quieren encontrar soluciones creativas, no se puede seguir pensando el delito con la noticia del día, con los zócalos de la televisión. Hay que abordarlo con toda su historicidad y contingencia. Mil mesetas que no se dejan ver fácilmente, que exigen un trabajo arqueológico paciente, y la alianza de tradiciones teóricas diferentes. Ya lo dijo Sigfried Kracauer: “Para llegar a una comprensión definitiva de los conceptos creados y nutridos continuamente por la vida misma, nunca puede ser suficiente con un único punto de vista”.

 

 

 

* Estas páginas son fragmentos de la introducción del libro Desarmar al pibe chorro: rodeos en torno a las transgresiones juveniles urbanas, que acaba de publicar ediciones Didot.
** El autor es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Profesor de sociología del delito en la Maestría en Criminología de la UNQ. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil, Prudencialismo: el gobierno de la prevención y La vejez oculta.

 

 

--------------------------------

Para suscribirte con $ 1000/mes al Cohete hace click aquí

Para suscribirte con $ 2500/mes al Cohete hace click aquí

Para suscribirte con $ 5000/mes al Cohete hace click aquí