DESDE EL INFIERNO

Ciertos crímenes no son una excepción al sistema, sino su consecuencia directa

 

En estos días se cumplen 135 años de una serie de hechos que estremecieron a la población de Londres pero que sin embargo, a pesar del tiempo transcurrido —esto pasó en 1888, a fines del siglo XIX—, nunca fueron desalojados de nuestra imaginación. Los crímenes atribuidos a la figura mítica de Jack El Destripador (Jack The Ripper, en inglés) ocurrieron entre agosto y noviembre de ese año. Hubo al menos once asesinatos brutales en la misma zona, el barrio de Whitechapel, entre 1888 y 1891, pero las investigaciones más serias y prudentes le endilgan al elusivo Jack menos de la mitad, los llamados Cinco Canónicos. Despliego ya los nombres de las víctimas porque constituyen una lista trágica, con algo de conjuro cuya mención evoca el persistente destino de los marginados de la sociedad: Mary Ann Polly Nichols (31 de agosto), Annie Chapman (8 de septiembre), Elizabeth Stride y Catherine Eddowes (30 de septiembre), Mary Jane Kelly (9 de noviembre). Todas ellas eran prostitutas, vivían prácticamente en la indigencia. Por una parte se reconocían como ciudadanas del imperio británico, parte de la ciudad que funcionaba como centro del mundo. Pero al mismo tiempo estaban confinadas a una de las zonas de peor reputación de Londres, cuyo nombre no podía sonar más irónico: Whitechapel —capilla blanca— no tenía nada de puro ni de sagrado, al contrario: era un rincón maloliente, olvidado por Dios, donde se congregaba toda la iniquidad humana.

Paradójicamente, aquel tiempo coincidió con el apogeo de la Inglaterra imperialista, la isla que, bajo el reinado de Victoria, era el país más poderoso de todos. El epicentro de la Revolución Industrial, la capital que imponía al planeta sus usos, modas, costumbres y principios morales. La era victoriana coincide con la época dorada de la novelística inglesa: es el momento consagratorio de Dickens, de Thomas Hardy y de las hermanas Brontë, así como de la popularidad de Lewis Carroll y Robert Louis Stevenson. Por ese entonces brillan la poesía de Robert Browning y de Tennyson, las operetas de Gilbert & Sullivan, la excentricidad de Oscar Wilde, el arte visual de Dante Gabriel Rosetti y John Everett Millais.

 

Mujeres en Whitechapel, 1888, frente a la escena de uno de los crímenes.

 

Pero la contracara de aquel arte fue por demás oscura. Ubicado en el East End, al norte del Támesis, Whitechapel era el sitio donde iban a dar los inmigrantes más desvalidos, que acudían en busca de las migajas del banquete imperial. Entre ellos judíos e irlandeses, blancos predilectos del racismo de la época. En sus memorias, el actor de teatro idisch Jacob Adler dice: "Cuanto más nos adentrábamos en Whitechapel, más nos deprimíamos. ¿Era eso Londres? Ni en Rusia, ni luego en los barrios bajos de New York, vimos pobreza más grande que la de Londres durante la década de 1880". Por Whitechapel pasaba Dorset, que era considerada la peor calle —por miserable, por peligrosa— de toda Inglaterra. El pobre de Joseph Merrick, cuyas severísimas deformidades le ganaron el apodo de Hombre Elefante, era explotado como atracción de circo en un sucucho de Whitechapel. (Puede que la mejor representación cinematográfica de aquella era siga siendo el film en blanco y negro que David Lynch dedicó a esa criatura lastimera. En particular por su banda sonora, que alterna los ruidos de la maquinaria diurna con el soplido asmático de la iluminación a gas.)

Gran cantidad de niños trabajaba a destajo. Eran mano de obra barata, se los castigaba con facilidad, tenían gran resistencia y un tamaño ideal para desempeñarse en espacios reducidos, como chimeneas y minas de carbón. Por entonces la educación no se consideraba obligatoria, la presión para escolarizarlos se hizo sentir recién en la década de 1880. La pobreza era tan inclemente —hablo de frío, de hambre, de hacinamiento— que muchas mujeres de la clase trabajadora se veían compelidas a prostituirse. En 1888, la Policía Metropolitana tenía identificados 62 burdeles en Whitechapel y a 1.200 putas, que en su mayoría trabajaban en la calle, dejándose coger en umbrales y pasajes sombríos.

 

Joseph Merrick.

 

Su dieta no podía ser más austera —ginebra y bizcochos rotos, que salían más baratos que los bizcochos enteros— y a menudo, cuando las moneditas no alcanzaban para compartir un cuarto, dormían sentadas a la intemperie. Por un penique, se les permitía ubicarse en un banco de madera. Después se les pasaba por el pecho una soga que durante el día servía para tender la ropa. Eso las mantenía en posición vertical, impidiendo que se desplomasen hacia adelante al conciliar el sueño. Al amanecer, el hombre que explotaba este servicio despertaba a sus clientes de modo expeditivo, soltando un extremo de la soga y permitiendo que se fuesen de bruces.

Los crímenes que asociamos con Jack El Destripador sacudieron a la sociedad victoriana por su crueldad extrema, por el misterio de su autoría —nunca fueron resueltos, aclaro por las dudas— y por la forma en que la prensa del momento explotó sus ribetes más sórdidos. Una serie de exenciones impositivas había abaratado la publicación de diarios y periódicos, prácticamente no existía entretenimiento más accesible. Durante aquellos meses de morbo y paranoia, y por la módica suma de entre medio y un penique, pasquines como The Illustrated Police News y The Penny Illustrated Paper llegaron a vender un millón de ejemplares diarios, en lo que constituyó uno de los primeros fenómenos en materia de comunicación de masas.

 

 

Pero lo que no hay que olvidar nunca es que la característica de las víctimas no fue inocente entonces, y sigue sin serlo. Hay demasiadas razones por las cuales un hombre sádico elige a una mujer a modo de blanco de su violencia, pero en la victoriana y por ende hipócrita ciudad de Londres, una prostituta no era cualquier mujer. Junto con los niños y las criaturas desangeladas como John Merrick, una puta de Whitechapel era el hilo más delgado de la trama social. El último orejón del tarro. La persona más despreciada y desvalida del Imperio, a la que no se le reconocía derecho ninguno — cero, ni uno solo.

Este hecho no escapó a la percepción de cierto medio ni a la sensibilidad de cierto artista. El 29 de septiembre del '88, en pleno auge de la Jackmanía, la revista Punch publicó un dibujo de John Tenniel. La imagen representa a un fantasma que recorre las siniestras calles del East End, con un puñal en la mano y la palabra crimen escrita en su capucha. El título que le pusieron fue The Nemesis of Neglect, literalmente La Némesis de la Negligencia. El epígrafe o poema que le adosaron no deja lugar a dudas, porque habla del aire fétido de los barrios bajos y atribuye los crímenes no a su autor material, sino a las condiciones que los tornaron, antes que posibles, inevitables.

Némesis era la diosa griega de la venganza. Y en este caso, su violencia apuntaba a las víctimas de la negligencia del Imperio, aquellas criaturas a quienes el gobierno de la reina Victoria, en su magnificencia y perfección moral, dejaba libradas a la suerte que les cabía, por estar por completo desprovistas de mérito.

 

 

 

No hay poder sin crimen

Hace 135 años, pues, que Jack El Destripador conserva su oscuro trono en la cultura popular del mundo. Un rápido surfeo por Google da cuenta de más de 60 películas que le fueron dedicadas o están inspiradas por sus infamias, a los que habría que sumar centenares de libros de non fiction y una cifra aún mayor de recreaciones o variaciones novelísticas. Tan vigente está todavía, que quien me lo recordó fue mi hijo de 9 años, que pescó algo en Internet y me contó la historia como si fuese nueva. El viejo y elusivo Jack sigue siendo algo así como el santo patrono de los asesinos seriales. Sin él serían impensables personajes como Hannibal Lecter, Michael Myers —el de la saga fílmica de Halloween— y Jason Vorhees —el de la serie de pelis llamadas Viernes 13—, pero, más dolorosamente aún, la característica de sus crímenes no habría sido emulada, a conciencia o no, por personas de carne y hueso como Ted Bundy. Desde aquel shock que magnificaron los medios de fines del siglo XIX y reverberó en el planeta todo, estas figuras que matan compulsivamente, convirtiendo el homicidio en rito, no han dejado de proyectar su larga sombra sobre la cultura y la sociedad contemporáneas.

 

 

De lo que he llegado a ver y leer, nada supera la fascinación que sigue ejerciendo sobre mí la novela gráfica From Hell, escrita por Alan Moore y dibujada por Eddie Campbell. El título deriva de una de las cartas apócrifas que el presunto Jack habría enviado entonces, fardándose públicamente de sus crímenes. La primera data de fines de septiembre y fue dirigida a un medio informativo, la Central Agency News. Estaba firmada Jack El Destripador y fue la que dejó ese apelativo marcado a fuego. Pero la más dramática data de mediados de octubre y fue enviada, en un patente acto de desafío, a George Lusk, el tipo que encabezaba el Comité de Vigilancia de Whitechapel. Estaba escrita con una letra dramática y elegante y encabezada por la expresión from hell, que significa: desde el infierno. Y llegó en una cajita que incluía medio riñón humano conservado en alcohol, dos semanas después de que Cathy Eddowes apareciese eviscerada y desprovista de ese órgano. En el texto, el asesino anunciaba que había cocinado y comido la mitad del riñón faltante —en esa frase manuscrita está toda la inspiración que Thomas Harris necesitó para crear a Hannibal Lecter— y concluía invitando a Lusk a que lo atrapase si podía.

 

 

Lo de Alan Moore es antológico. El autor de obras maestras de la narrativa gráfica como Watchmen, V For Vendetta y The League of Extraordinary Gentleman abordó a Jack en el espíritu de Douglas Adams, que en su novela Dirk Gently, agencia de investigaciones holísticas (1987), planteó la siguiente tesis: que para resolver un crimen holísticamente habría que "resolver" primero, lo cual significa dilucidar, entender, la sociedad en cuyo seno ocurrió. Y en efecto, para escribir From Hell Moore absorbió toda la literatura sobre el caso que encontró, pero también investigó la Inglaterra victoriana de manera exhaustiva.

 

Alan Moore.

 

La novela gráfica se publicó originalmente de (apropiada) manera serial, entre 1989 y 1996, pero recién le hizo justicia la edición de Knockabout Comics del año 2000, que es la que volví a leer por enésima vez esta semana. Y digo que la edición en libro le hizo justicia porque además de la obra completa incluye los apéndices que también escribió Moore y permiten una deslumbrante lectura de doble entrada. Por un lado está la obra en sí misma, los catorce capítulos más prólogo y epílogo mediante los cuales Moore ficcionaliza la historia, contando con el dibujo en blanco y negro y trazo de tinta china de Eddie Campbell. (Una maravilla visual, lo de Campbell. Su arte transporta a aquel tiempo, si a alguien desprevenido le dijesen que los dibujos datan de fines del siglo XIX lo creería sin dudar.)

Pero en los apéndices Moore explica de qué fuente histórica sacó cada cosa que dice o muestra en la narración, que además de reproducir al detalle las instancias del caso ofrece un vistazo panorámico sobre la época. (Por allí desfilan desde la reina Victoria y Joseph Merrick hasta Oscar Wilde y un Aleister Crowley de 13 años, futuro maestro ocultista.) Y aún cuando narra cosas que no puede probar, y por ende califican como ficción pura, Moore se toma el trabajo de explicar en qué se basó para especular de esa manera. Llena con su imaginación los vacíos que dejó la evidencia, pero sin contradecirla nunca de forma escandalosa. Hasta la más aventurada de sus hipótesis conserva los pies dentro del plato de lo probable.

 

Sir William Withey Gull.

 

Su tesis central, sin ir más lejos, es que Jack El Destripador fue un cirujano eminente de su época: Sir William Whitey Gull, uno de los médicos de la reina Victoria. ¿Y por qué habría hecho lo que hizo? Para tapar un escándalo que hubiese afectado a la monarquía: el romance clandestino del príncipe Albert Victor, conocido popularmente como Prince Eddy, con una humilde florista, a la que había dejado preñada. La chica, Annie Crook, es lobotomizada por Gull y queda internada de por vida en una institución psiquiátrica. Pero Annie es conocida de una prostituta, que está al tanto de su historia. Y al sentirse presionada por una deuda que puede costarle la vida —otra mujer compelida a prostituirse, Marta Tabram, acababa de ser asesinada de 39 puñaladas el 7 de agosto, crimen por el cual se sospechaba de una de las bandas de delincuentes del East End—, esta mujer decide ganar el dinero salvador mediante un chantaje. Y envía un mensaje a un pintor ante el que ha posado, Walter Sickert, a quien sabe amigo del príncipe, sugiriéndole que está al tanto de todo y que callará por unas pocas libras. La información llega hasta la reina Victoria, que convoca a Gull para que se deshaga de esas mujeres que a nadie importan y por las que nadie reclamará. La puta y ocasional modelo es Mary Kelly. Sus amigas son las que también forman parte de la infausta lista: Polly Nichols, Ann Chapman, Liz Stride. Cathy Eddowes se les suma porque cometió el error de hacerse pasar por Mary Kelly y Gull la mata creyéndola otra.

Moore no pretende ni por un segundo que eso es lo que pasó realmente. Sabe que está construyendo una ficción convincente, nomás, que le servirá para avanzar su tesis. Insisto, de todos modos, en que parte del poder del relato deriva de lo profundo de la investigación del autor y de su imaginación funcionando como tejido conectivo entre datos comprobados. (Como parte de su búsqueda devoró también la biografía de Gull escrita por su yerno, todo lo que se sabe sobre el muy real pintor Walter Sickert y la autobiografía de uno de los policías que investigó el caso, Fred Abberline. Para valorar este celo en su justa medida, hay que recordar que Moore juntó toda esta info en el último de los períodos pre Google. La bío de Gull, sin ir más lejos, la fotocopió en la British Library un amigo del autor, el también admirable narrador y guionista Neil Gaiman.)

 

 

Que Gull sea un posible culpable de los crímenes le alcanza a Moore para explicar, a través de su persona, muchas de las características de la época. Por ejemplo, el poder de la masonería sobre la sociedad inglesa, que explicaría, entre otras cosas, la complicidad de la policía en la impunidad que coronó los crímenes. (La pertenencia del cirujano a la secta ha sido negada por sus miembros, pero esa negativa debe ser tomada con pinzas. La de Gull fue siempre una figura controvertida. ¿Qué asociación, y ni hablar de una tan oscura como la masonería, querría quedar pegada a él?)

En el capítulo cuatro, Gull guía al conductor de su carruaje a través de Londres, explicándole su historia pagana y señalando el designio oculto en su traza urbanística, de la que forman parte esencial las construcciones del arquitecto dionisíaco Nicholas Hawksmoor. Y a través de su amistad con el también cirujano y filósofo amateur James Hinton, Gull se apropia de las especulaciones de su hijo, el matemático Charles Howard Hinton, que fue de los primeros en sugerir que el tiempo no es una progresión sino un todo del que ya forman parte lo que consideramos pasado, presente y futuro. Moore aprovecha esta idea de la interconexión de todos los momentos existentes para enhebrar la historia de Jack El Destripador con algunos hechos sincrónicos en materia de historia —en From Hell se alude a la concepción de Adoph Hitler a partir de sus padres Alois y Klara, que técnicamente debe haber tenido lugar durante aquellos días del apogeo de Jack—, con otros del pasado —el espíritu de Gull habría inspirado uno de los dibujos más célebres de William Blake, El fantasma de una pulga— y otros del futuro que conectan a Gull con asesinos seriales más próximos en el tiempo, como Ian Brady y Myra Hindley, que en 1963 mataron a varios niños en los páramos de Yorkshire.

 

 

Como imagino que ya habrá quedado al descubierto, si bien From Hell es técnicamente un cómic —un libro de historietas, bah—, al mismo tiempo posee la profundidad, la densidad y la ambición de las mejores novelas. Porque además de ofrecer un relato detallado y preciso de los crímenes, un paseo por la Inglaterra victoriana y un compendio de los saberes del momento, expresa las preocupaciones metafísicas de Moore, pero ante todo las políticas. Para eso le sirve la figura de Gull, que puede no haber sido el verdadero Jack pero rinde a la hora de contar que la sociedad británica de aquella era pretendidamente dorada tenía una esencia caníbal. (La autoría intelectual de los crímenes corresponde en From Hell, como ya dije, a la mismísima reina Victoria, cabeza de un poder imperial que oprimía al mundo entero.) Y en ese contexto, Gull es el vehículo perfecto para que Moore explique una tendencia socio-política que, lejos de haber desaparecido, sólo se profundizó en el siglo XXI: el modo en que las clases medias son funcionales al poder a la hora de destripar al pueblo trabajador.

 

 

Ecce femina

Gull obtuvo el título de sir y hasta una baronía —lo nombraron primer baronet de Brook Street en 1872—, pero sus orígenes eran humildes. Era hijo de un laburante que explotaba un bote y trabajaba en el muelle, muerto de cólera en 1827, cuando William tenía 10 años, y de una mujer fervientemente religiosa que lo crió endiosando la idea del mérito personal que debía ser alumbrado por la voluntad divina. Esta madre fue quien le impuso una norma tendiente a la excelencia que me recuerda al latiguillo que usaba un personaje de Olmedo: "Lo que vale la pena hacer, vale la pena hacerlo bien". Gull se tomó a pecho la lección, puesto que destacó en sus estudios y se graduó de médico con medalla dorada. Sin embargo, su ascenso profesional fue tan meteórico que avala la sospecha de Moore respecto de las ventajas que habría ofrecido su hipotética condición de masón. (Hasta no hace mucho, sumarse a sociedades como el Opus Dei traía aparejada una red de contactos muy conveniente en materia profesional.) Lo indiscutible es que, como médico oficial del Príncipe de Gales, veló por él en 1871 mientras sufría una fiebre tifoidea y se ganó el favor de la reina y con él su baronía.

Los logros académicos de Gull están documentados. (Entre otras cosas fue el primero, en 1873, en definir y describir la anorexia nerviosa.) Por eso llama la atención que una figura tan eminente de la ciencia médica inglesa se haya convertido en sospechoso de vinculación con Jack El Destripador ya en 1895, mediante la denuncia que publicaron varios medios de los Estados Unidos. Según ellos, circulaba la información de que Jack había sido un médico de gran reputación, cuyo comportamiento errático durante aquellos días había llamado la atención de su esposa. Y Gull venía de sufrir una primera hemorragia cerebral en 1887, que le produjo hemiplegia y afasia, de las que se recuperó tan sólo para sufrir nuevos ataques en los años que siguieron. (Moore vincula estos pequeños infartos cerebrales con las visiones que Gull cree tener, conectándolo con otros tiempos.)

 

 

Años después surgió una variante de esta teoría. Un colega del yerno de Gull dijo saber que el médico había ocultado al verdadero Jack, que era paciente suyo, llegando al punto de sugerir que se trataba del mismísimo príncipe Albert Victor, cuya sífilis avanzada lo habría llevado a perpetrar esos actos demenciales. Esta variante funciona en el mismo sentido de la ficción de Alan Moore, subrayando el rol de William Gull como alguien dispuesto a servir al poder, aun al precio de cagarse en la ley. Esa es la forma en que, durante siglos, muchos hombres malinterpretaron el lugar al que eran llamados en la sociedad. Gull, el hijo de la mujer piadosa, pretendió guiarse siempre según ese versículo de Miqueas, en la tradicional biblia inglesa atribuida al rey James, que invita al ser humano a hacer "lo que Dios requiera de tí" (Miqueas, 6:8.) De hecho, ese es el versículo que funciona como epitafio en su pretendida tumba, ubicada en el cementerio parroquial de la localidad de Thorpe-Le-Soken, Essex. El problema es que mucha gente malinterpreta ese verso y, en vez de servir a Dios, sirve al poder, cerrando los ojos y haciendo lo que se le pida, por infame que sea, con tal de quedar bien.

Más allá de las especulaciones, no deja de llamar la atención la fama póstuma del médico, cuya bío en Wikipedia dedica una primera mitad a describir sus logros y la mitad restante a detallar su vinculación con Jack El Destripador. Imagino que, más allá de lo que ocurra con el caso judicial per se, la bío de Gerardo Milman en Wikipedia se le parecerá mucho eventualmente, aunque será más escueta en materia de méritos y proporcionalmente más abundante en lo que respecta a sus extrañas conexiones con el atentado a Cristina.

 

 

El abordaje si se quiere holístico de Alan Moore —está de moda, la palabreja— le permite narrar la trágica saga de Jack The Ripper no como una excepción a la regla, sino como una consecuencia lógica del sistema. La Inglaterra imperial era ya una maquinaria capitalista, cuyo único propósito era acrecentar poder y riquezas a como diese lugar. Para disimular su inhumanidad, se la pretendía regida por una autoridad aristocrática, dependiente del mérito de la sangre, que en los papeles defendía severos principios morales que en la práctica no eran más morales que Gerardo. Lo cual no sólo permitía que explotasen territorios extranjeros sin ningún complejo de culpa, como lo hace hoy Estados Unidos, sino que además ofrecía una fachada gloriosa que disimulaba con éxito que del palacio de Buckingham a la miseria infecta de Whitechapel no te separaba más que una hora de caminata.

Para la monarquía inglesa el mundo estaba perfectamente segmentado. La familia real se rodeaba de la nobleza que completaba la corte y del clero local. Después estaba la clase media —la burguesía, si prefieren— que le era funcional, desde los soldados a los profesionales civiles, en particular letrados y banqueros. Y finalmente estaba el populacho que servía como mano de obra casi esclava y que, cuando por hache o por be no conservaba ni esa utilidad, podía ser descartado a manos de las enfermedades que conlleva la pobreza o de un acelerador del proceso, al estilo de Jack El Destripador.

 

 

Lo paradójico es que el escándalo producido por esos asesinatos generó un efecto inesperado, de naturaleza positiva: puso la lupa sobre las condiciones inhumanas en las que pervivían los olvidados de la sociedad más opulenta de la época. Durante las dos décadas que siguieron a los crímenes, los conventillos más nauseabundos de Whitechapel fueron demolidos. Los relatos de Charles Dickens ya habían alertado sobre la degradante pobreza que existía extramuros del palacio y los barrios de moda. (Uno de sus personajes más populares, la pequeña Dorrit, tiene un padre preso porque no pudo afrontar sus deudas, como lo estuvo el mismísimo padre de Dickens. Dorrit camina por Whitechapel una noche, estremeciéndose ante la miseria al igual que Dickens lo hizo días antes de escribir ese pasaje, cuando descubrió a un grupo de mujeres hambrientas bajo la lluvia, a quienes se les negaba asilo en un hogar de indigentes que estaba lleno a tope. Según su biógrafo Peter Aykroyd, Whitechapel era ya a mediados del siglo XIX un sitio "sin descanso, sin paz, sin esperanza".) Pero la conciencia social que Dickens venía atizando por sí solo, dada la popularidad de sus relatos, llegó a un climax a partir de las crónicas que los medios escribieron en torno a los crímenes de Jack.

Fue la primera vez que los diarios publicaron fotos de las víctimas en la morgue. Incluso circuló la foto que la policía sacó oficialmente a Mary Jane Kelly en su lecho de muerte. Los asesinatos previos ya habían demostrado el sadismo del criminal, que deshonró los cuerpos muertos desventrándolos, robándoles órganos y organizando vísceras en torno de los cadáveres, como si estuviese componiendo una obra de arte. Pero lo que hizo con Mary Jane Kelly es de un horror en grado paroxístico que, a diferencia de Moore y Gibbons en From Hell, no voy a describir en detalle. Lo traigo a colación, nomás, para sugerir que esas imágenes sembraron en la conciencia de los ciudadanos ingleses la idea de que la obra de Jack, aunque siniestra, puso en evidencia que esas mujeres ya habían sido destripadas por su sociedad antes de que él les pusiese la mano encima.

Aunque el asesino no hubiese intervenido, Polly, Annie, Liz, Cathy y Mary Jane no hubiesen durado mucho, sucumbiendo más temprano que tarde a la mezcla de desnutrición, enfermedades comunes y males venéreos que golpeaba ya a sus puertas. La sociedad que por entonces se consideraba la más civilizada del mundo no guardaba para ellas ni siquiera el lugar tradicional, retrógrado, de las amas de casa y madres abnegadas: no les concedía ninguno. La foto póstuma de Mary Jane es, pues, lo más parecido a un ecce femina que he visto nunca: una imagen que expresa lo que nuestras sociedades han hecho con la mujer y que, con apenas variaciones, sigue haciendo 135 años después. Si quieren una prueba, no hace falta irse muy lejos. Piensen en la forma en que siguen viviendo las mujeres que forman parte de los millones de argentinos pobres e indigentes, piensen en lo que el poder sigue haciéndole a Milagro Sala.

 

Mary Jane Kelly.

 

Por eso no deberíamos pensar en los crímenes atribuidos a Jack como en una barbaridad de esas que ocurrían allá lejos y hace tiempo, en la Inglaterra victoriana. Obras como From Hell de Alan Moore y Eddie Campbell nos ayudan a recordar que no existe el pasado y el futuro, que el tiempo es uno solo, que todo está ocurriendo ahora en algún punto del universo y que en ese drama no hay quien no juegue un rol. Podemos ser cómplices por acción u omisión de un sistema asesino o podemos recordar que el versículo de Miqueas no nos llama a obedecer a los requerimientos del poder, sino a los del bien: "Él (Dios) te ha mostrado, oh hombre, lo que es bueno; ¿y qué pide Jehová de ti sino que actúes justamente, que ames la misericordia y que camines humildemente junto a tu Dios?"

No se nos pide que seamos sumisos o cómplices. Se nos llama a hacer what is good, lo que es bueno. Y en este mundo nuestro, tanto en 1888 como ahora, servir al poder que deriva del dinero —al proverbial Becerro de Oro— es lo contrario del bien.

 

 

 

 

 

 

 

 

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