DESENMASCARADOS

Las aventuras de Scooby-Doo en Comodoro Py

 

Cuando era chica, hace ya decenas de vueltas completas del sol, había un dibujito que se llamaba Scooby-Doo. Yo lo adoraba, entre otras cosas porque el protagonista era un perro cobarde y simpatiquísimo, parecido al gran danés de un vecino.

Fui una niña que creció en un departamento y mis padres permitían el ingreso y permanencia de gatos, mas no de perros. La perritud, con toda su nobleza, tuvo que esperar a mi adultez para hacer ingreso formal a mi vida y mis sillones. Antes de eso tuve una sucesión de gatos hermosos y desquiciados y aun extraño mucho a Mila, mi gata que debió recibir también ella el título de abogada, porque se acostaba a dormir sobre los apuntes de derecho a lo largo de toda mi carrera, mientras yo leía en voz alta y subrayaba.

Pero cuando crecí, una de las decisiones más sensatas que tomé fue, además de los gatos, tener mi propio perro. Y he sido muy feliz con las mascotas. Más allá de las cosas masticadas, arañadas o rotas. Siempre han sido un refugio peludito y feliz. Mi versión perruna de Casa tomada incluye sillones, papelones varios cuando vienen visitas, papeles importantes convertidos en juguetes y la eterna sensación cálida y feroz de felicidad cuando abro la puerta y están ahí, mirando con cara de: ¿Dónde estabas, Grace? Y las veces que no salen a recibirme y la certeza de que se mandaron alguna travesura. La conciencia culpable de los perritos es una de las cosas que más risa y ternura me da en la vida.

Aunque ahora soy grande, sigo pensando cómo aprendí a pensar cuando era chica. Mis aciertos son más consecuencia de los buenos libros y las buenas películas que había en casa, que de un talento especial del que, a decir verdad, carezco. Algún día debería contarles cuál es mi solución a un reconocido caso policial, basado en aplicar la lógica borgeana de El jardín de los senderos que se bifurcan. Pero no es hoy.

Doy por sentado que podrían acusarme de infantil. Nunca dije que no lo fuera. Pero siempre imagino que muchos abogados, cuando ganan un caso, se ven a sí mismos como el superhéroe de los cómics que leían de chicos. Y que, en un juicio oral, aparecen como subtítulos mentales las onomatopeyas de Batman y Robin, cuando el debate se pone intenso.

 

 

 

 

(Niego terminantemente las infundadas versiones que sostienen que cuando vamos con Alejandro –el más talentoso y brillante socio que alguien pueda tener— a tribunales, sienta sonar en mi cabeza la musiquita de Batman mientras caminamos por esos pasillos. Ja ja ja...)

Pero volvamos a Scooby-Doo. Lo grandioso de Scooby-Doo era la repetición del argumento final, porque uno ya sabía que al final le iban a sacar la máscara a uno de los personajes del episodio y el desenmascarado iba a ser el responsable de aquello que los protagonistas habían estado investigando. Lo genial era la secuencia de la explicación del porqué y el cómo el desenmascarado había hecho lo que había hecho.

 

 

 

 

De un tiempo a esta parte, estoy convencida que Comodoro Py se ha convertido en un gigante episodio de Scooby-Doo.

Hace un par de horas me enteré que la Casación reabrió una investigación sobre dos de los pocos jueces decentes que habitan en Py. No es que este siempre de acuerdo con lo que deciden Daniel Rafecas y Sebastián Casanello. Más de una vez he puteado por sus decisiones. Pero son dos señores honorables y decentes. Cuando leí la noticia, no tenía que leer más para adivinar cuál sala de la Casación había decidido eso. Tan obvio que daba pudor ajeno.

Cuando a la sentencia le sacamos la primera máscara, aparece el quid de la cuestión. Porque el denunciante es Antonio Stiuso (o como sea que se llame realmente… yo lo conozco como Jaime). Y no es que Stiuso, el legendario ex director de la SIDE, no tenga derecho a denunciar, que lo tiene en cuanto ciudadano. La denuncia está basada en una nota de Claudio Savoia donde daba cuenta de un asado donde presuntamente se habría complotado contra Stiuso. El complot imaginario contra el complotador más consumado que se conoció alguna vez, dice la leyenda urbana.

Esta semana fue semana de prodigios. Como bellamente escribió Borges:

Cuentan que Ulises, harto de prodigios,

lloró de amor al divisar su Itaca

verde y humilde. El arte es esa Itaca

de verde eternidad, no de prodigios.

A pocos días de divisar la costa de aquella verde Itaca de esperanza y porvenir, vimos los últimos prodigios de la tierra de desolación de Comodoro Py. Los territorios de Lord Voldemort.

El mayor de los prodigios fue la aparición sorpresiva de los cuadernos de Centeno. Sorpresiva y prodigiosa aparición de unos cuadernos que, según su propio autor declaró ante el juez Bonadío: “Me levanté, busqué la caja con los cuadernos, me fui al fondo dónde está el quincho y en la parrilla los rompí uno por uno los amontoné y los quemé. Me quedé atizando el fuego hasta que se terminaron de quemar”.

Pero los cuadernos, cual ave fénix mitológico, se desrompieron y se desquemaron y resurgieron de la humilde parrilla del Conurbano donde se habían quemado, para presentarse, al menos seis de los ocho originales, ante Diego Cabot, con quien —resulta evidente— los cuadernos sienten un inexplicable lazo afectivo. Y Cabot fue a primera hora a entreárselos a Carlos Stornelli, que a su rebeldía judicial ha sumado en las últimas horas un inédito habito de madrugar y concurrir a su público despacho, con el segundo canto del gallo.

Amigos son los amigos.

Supongo que por el lógico sueño que debe haber tenido el fiscal ante tan abrupto cambio de hábito, se olvidó de tomar algunos recaudos mínimos para preservar la prueba. Siendo un misterio cómo resurgieron de sus cenizas los cuadernos de Centeno, vimos una foto donde Stornelli posa con los cuadernos en su mano. Lo que no se dio cuenta Stornelli es que, al tomarlos así, anulaba la posibilidad de conocer la identidad del mago alquimista que los hizo resurgir de sus cenizas y los entregó a Cabot. Porque entre otras cosas, al manipularlos con tanto descuido dificultó, de una vez y para siempre, vía toma de huellas dactilares, que podamos, tanto el Poder judicial como los demás mortales, conocer la identidad del alquimista misterioso.

A decir verdad, luego del inicial impacto de la noticia, debo señalar que el prodigioso hecho de la resurrección de los cuadernos no generó con el curso de las horas muchas más reacciones que risa. Para no quitar seriedad al milagro acaecido y del que muchos se reían, los medios de comunicación que habían publicitado la noticia prodigiosa, simplemente la dejaron salir de sus sitios de internet. Agrego que también debe haber impactado en la decisión de los medios, el republicano temor de influir en los resultados de las elecciones que se están celebrando hoy, mientras leen esta nota. La risa, esa herramienta de resistencia de los pueblos que quieren decidir por sí mismos su destino.

Y en épocas de prodigios, como el fabuloso regreso de los cuadernos y de aquello que no volvía más y sin embargo vuelve, también parece haber vuelto el sentido común a Comodoro Py. Y ese retorno me parece lo más prodigioso de todo lo que conté hasta acá. Incluso más prodigioso que el extraordinario regreso de los cuadernos ignífugos.

Fue el fiscal Jorge Di Lello quien obró el milagro. Como fiscal electoral recibió un desprendimiento de la causa Cuadernos, en el que se investigaban presuntas irregularidades en temas electorales. Al menos esa es la versión oficial. La verdadera razón es que en ese tramo de la causa Cuadernos está involucrado Julián Álvarez, ex secretario de Justicia de Cristina Fernández de Kirchner, que había sido querellado por el propio Claudio Bonadío. Y como prescribe el Código Procesal Penal, si un juez ha sido querellante de un imputado, debe apartarse del caso. Y si hay algo que Claudio Bonadío no estaba dispuesto a hacer, era a apartarse de la causa de los prodigiosos cuadernos. Así que se desprendió del tramo que involucraba a Julián Álvarez.

El dictamen de Di Lello realiza una serie de consideraciones significativas respecto a aspectos sustanciales de la causa Cuadernos.

El primero de esos aspectos refiere a los testimonios de los arrepentidos. En este tramo de la causa, se analizó el testimonio como arrepentido de José López, quien mencionó en sus dichos a muchos de los involucrados en la causa. Y como han señalado muchos abogados, sin que nadie los escuchara, las declaraciones de los arrepentidos conforme lo ordena el texto de la ley “deberán registrarse a través de cualquier medio técnico idóneo que garantice su evaluación posterior”. Cosa que omitieron hacer Stornelli y Bonadío.

Dice Di Lello, luego de analizar los antecedentes legislativos de la ley de arrepentido, “que los medios técnicos que el legislador ha decidido incorporar son para disponer de constancias fidedignas que en el tiempo puedan ser utilizadas en el juicio, y no para redimensionar las del Código Procesal Penal. La formalidad escrita es la regla y no la excepción, y es tan necesario cumplirla como los demás requisitos que establece la ley en los procedimientos, cuya misión es motivo de nulidad insalvable".

"En la ley se habló de registro y de medio técnico idóneo de evaluación posterior, por lo cual, volviendo sobre los requisitos formales, lo que el legislador estableció fue, primero, tener un registro por un medio independiente del sumario, y segundo, al hablar del medio técnico entendió necesario que un soporte de las características referidas contuviera la declaración filmada o grabada”.

En pocas palabras, a las declaraciones de los arrepentidos hay que filmarlas, para que cuando la causa llegue a juicio oral los jueces del tribunal puedan apreciar las condiciones en que se realizó tal declaración. Y por añadidura, si no se cumple dicho requisito, la declaración podría ser nula.

Supongo que Di Lello no sabe hasta qué punto es acertada su opinión, y qué ironía que sea justo aplicada a la declaración de José López. No solo porque su testimonio se contradice con todas declaraciones de López, sino que Stornelli contó en televisión que, a pedido de López, el fiscal no incorporó al acta de declaración como arrepentido, parte de la información que López declaró.

Otro aspecto que resalta Di Lello en su dictamen es el escandaloso forum shopping que ejecutaron Stornelli y Bonadío para quedarse con la causa de los cuadernos inmortales. Porque la denuncia de Cabot debió ser enviada a sorteo, ¿pero adivinen qué? A Bonadío se le ocurrió una mejor idea. Como lo señala Di Lello: “El titular del Juzgado Federal nº 11 [Bonadío], habiendo tomado conocimiento de una denuncia por presuntos hechos distintos a todos aquellos que tenía a estudio –según el mismo aludió—, se arrogó la jurisdicción sobre la nueva investigación”. Y por cierto Stornelli lo acompañó de buena gana.

El problema de la mejor idea de Bonadío es que para hacerlo tuvo que violar varias normas que, por cierto, hasta Bonadío está obligado a cumplir. El hecho de que un juez como Claudio deba cumplir las normas como cualquier hijo de vecino resulta una aberración desde la perspectiva del Derecho Penal Creativo, teoría penal que solo existe en la cabecita ocurrente de Claudio.

Otro de los aspectos cuestionados por Di Lello, a decir verdad, es un aporte importante al debido proceso y al derecho de defensa. El tema es así: a Bonadío no le gusta explicar con claridad por qué llama a indagatoria a alguien y tampoco permite en muchos casos que los abogados revisemos el expediente hasta después de haber prestado nuestro defendido la declaración indagatoria. Y cuando hace la imputación, incorpora toda la prueba que obtuvo, sin discriminar cuál es la prueba de cargo. O sea que los abogados no sabemos bien por qué acusa, ni qué prueba hay, ni nada. Ir a una declaración indagatoria con Bonadío es como ir a una fiesta sorpresa: con mucho de sorpresa, pero nada de fiesta.

Como dijo el maestro Julio Maier: “Para que alguien pueda defenderse es imprescindible que exista algo de qué defenderse; esto es algo que se le atribuya haber hecho u omitido hacer, en el mundo fáctico, con significado en el mundo jurídico, exigencia que […] se conoce como imputación”. Se ve que Bonadío no leyó a Maier. Porque una indagatoria con Bonadío parece un juego de adivinanzas sin sentido. Y eso, como bien señala Di Lello, vulnera el derecho de defensa en juicio. Cuando escucha “derecho a defensa en juicio”, Bonadío se mata de risa… y la Constitución se larga a llorar.

Concluye el dictamen de Di Lello expresando algo que parece una verdad de Perogrullo: “En un Estado de derecho, una investigación no puede llevarse a cabo bajo cualquier circunstancia, sino que tiene que desarrollarse de conformidad con las reglas procesales vigentes. Por ello, dichas reglas deben ser acordes con los principios constitucionales que actúan como reguladores de la actividad procesal”. Tan obvio como decirle a un juez de la Nación: “Usted, como juez, es un gran verdulero”, pero mucho más elegante sin lugar a dudas.

Di Lello considera nulo todo lo actuado por Bonadío y Stornelli en el tramo de la causa que analiza y solicita el sobreseimiento de los imputados por su señoría, el verdulero.

Me ilusiona pensar que Comodoro Py dejará de ser una tienda de frutas y verduras. Que al final del capítulo del Scooby Doo judicial, cuando desaparezcan las máscaras, veremos hombres de derecho y no lo que vemos ahora, que avergüenza y asusta.

Mientras tanto seguiremos buscando Justicia. En algún lugar debe estar, escondida y asustada, pero latiendo.

Quiero concluir esta nota diciendo que tengo la esperanza, pese al descuido de Stornelli, de poder localizar el mago que hizo resucitar a los cuadernos. Tengo un temita personal en el que podría ayudarme, si no gastó ya sus superpoderes en esa inútil resurrección de los cuadernos. Incluye a mis abuelas, a Osvaldo Bayer, a Borges y a Liliana Bodoc, a Gustavo Cerati, al flaco Spinetta, a Luca y a Petracchi.

Y también incluye a dos hombres más. Uno de ellos se llamaba Héctor Timerman. Era mi amigo. Y fue víctima de la injusticia más atroz. Le costó la vida. Hoy estaría muy feliz.

El otro se llamaba Néstor Kirchner. Fue el Presidente de la Argentina. Y nos dio una patria socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana. Hoy se cumplen 9 años de su muerte.

En homenaje a ambos y en su memoria, en un día tan especial como este digo: ¡Fuerza Todos!

 

 

 

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