Desmesura de la violencia

Transformaciones del mundo transa

Ilustración: Santi Casiasesino.

 

El triple crimen de las jóvenes mujeres revela algunas transformaciones al interior de la cultura criminal plebeya, en general, y del mundo transa, en particular. Las transformaciones no son recientes. Lo único nuevo es la atención que mereció de parte de la opinión pública conmocionada ante semejante crimen y, sobre todo, la indignación de sus testaferros: los presentadores de noticia en televisión.   

 

 

Rizomas y cuentapropismo

“Transa” es la persona que vende drogas. A veces para poder seguir consumiendo y otras veces porque le permite obtener recursos extras para encarar problemas materiales concretos, pero también para continuar tallando una identidad vinculada a la dureza. “Narco”, en cambio, es un actor de mayor relevancia, sea porque es el proveedor de los transas o porque tiene su propia cohorte de transas que trabajan para él. El narco puede ser, además, el que se encarga de importar la materia prima que luego terminará de elaborar en sus propias “cocinas”, fraccionarla y distribuirla en el mercado local. Es una persona que cuenta, entonces, con la infraestructura necesaria para extenderse en el territorio y, sobre todo, expandirse hacia otros negocios con vistas a blanquear el dinero que va ganando u obtener nuevas rentabilidades con esos otros rubros. 

El transa, entonces, es un personaje menor, pero puede asumir formas muy distintas, y alude a un papel que se experimenta a veces como estrategia de sobrevivencia o pertenencia y otras veces como un proyecto microempresarial o familiar con aspiraciones de movilidad social. 

En la provincia de Buenos Aires, el mercado de drogas ilegalizadas se ha ido expandiendo horizontalmente, como sucede en otras ciudades del país. No solo hay un exceso de concurrencia en el mercado, sino que aparecieron nuevos y audaces emprendedores. Como señala el sociólogo Jerónimo Pinedo, el crecimiento del tercer cordón (Moreno, Merlo, General Rodríguez, Florencio Varela, Presidente Perón, Don Orione, Virrey del Pino y González Catán) representa potenciales mercados y, por tanto, mayor concurrencia de oferentes. Todas esas zonas, al irse urbanizando, fueron corriendo las fronteras de los distritos y amplificaron las oportunidades para todos aquellos que encuentran en los mercados ilegales una manera de permanecer por encima de la línea de flote.

No negamos que existan grandes emprendimientos con despliegue en distintos territorios. Pero en su mayoría, las nuevas cohortes de las que estamos hablando, integradas generalmente por jóvenes, son organizaciones rústicas, de distinto tamaño, pero rizomáticas. Esto es, están compuestas por actores que trabajan por cuenta propia, a veces pagando una franquicia y otras veces comprando la droga que provee un narco para luego poner un kiosco que regentean con relativa autonomía. 

Por eso asistimos a la expansión del universo transa de la mano de emprendedores que se dedican a la venta o distribución de drogas de manera independiente. Es así que en un mismo barrio podemos encontrar 20, 30 o más personas dedicadas a la venta de drogas y una miríada de deliverys que se encargan de la repartición puerta–puerta. Actividades que suelen realizar aprovechando la opacidad que ofrecen algunas redes sociales y plataformas de servicios de mensajería. 

En algunos casos los transas pendulan entre actividades convencionales y el narcomenudeo, simultánea o sucesivamente, por ejemplo, regenteando una barbería o peluquería y vendiendo drogas; o vendiendo drogas y dedicándose a la timba financiera; tienen un gimnasio, una pizzería o un almacén y venden drogas. Cada uno de esos negocios no es simplemente una pantalla para tapar el tráfico de drogas, sino al revés, gente que encuentra en la comercialización de drogas la oportunidad de hacer una diferencia que los ponga cada vez más cerca del éxito vertiginoso que militan con esmero.

Otras veces se dedican a reinvertir el dinero esponsoreando el delito predatorio (prestando armas, pagando abogados, comprando contactos); prestando dinero en el barrio, montando casinitos a través de plataformas de apuesta ilegal; extorsionando a los comerciantes de la zona para imponer seguridad forzosa; comprando autos robados para cortarlos en pedacitos; ocupando tierras que después venderán con papeles truchos. Todos emprendimientos que dependerán de las ambiciones y los riesgos que están dispuestos a asumir, pero también de la capacidad de negociación con las autoridades locales.  

De allí que en los últimos años hayamos visto proliferar una cantidad de transas en los barrios plebeyos de la gran ciudad. Estamos ante un proceso de multiplicación de transas-cuentapropistas, que venden drogas por cuenta propia, combinando distintas actividades. Pero insisto en este punto: no se trata del crecimiento de las grandes bandas, sino de la expansión del mundo transa de la mano del emprendedurismo. Se trata de personas o grupos de personas que no están encuadradas en las viejas organizaciones criminales.  

 

 

Desorden social y lógica mercantil

Dicho esto, no es nuestra intención bajarle el precio al mundo transa. Los transas desordenaron aún más los barrios cuando desautorizaron los códigos tradicionales de la criminalidad plebeya. Con la proliferación de los transas en los barrios llegaron nuevas reglas, y otras dinámicas comenzaron a permear la vida cotidiana de los vecinos en el barrio. 

En efecto, durante mucho tiempo los códigos de la delincuencia adulta y profesional contribuían a ordenar el barrio: no se roba en el barrio, no se roba a los laburantes ni en las paradas de bondi, tampoco a los niños, las mujeres y los ancianos. No se lastima inútilmente a nadie, no se ostenta, no se roba al ladrón, no se le dispara a la policía. Con la consolidación de los narcos y la proliferación de los transas, esto cambió. 

Con la expansión del mundo transa, la vida cotidiana fue permeada con las lógicas brutales del mercado. Se sabe, el mercado no pregunta. Cuando vos vas a comprarte zapatillas al shopping, el vendedor no te pregunta de dónde sacaste la plata. Y lo mismo sucede con el transa: al transa no le interesa si la plata con la que llegas a comprar drogas la hiciste trabajando o robando, robando afuera o adentro del barrio, a varones adultos o a niños, mujeres o viejos. Y esto desordena el barrio porque de ahora en más es muy probable que tengas a muchos pibes ventajeando o apretando a los vecinos, rastreando en el barrio o consumiendo ostensiblemente en el espacio público.

 

 

Oportunidades y migración del delito 

La droga es omnipresente en los barrios plebeyos. Gran parte de la vida de los barrios plebeyos gira en torno a las drogas. El consumo y la compraventa de drogas son una realidad cotidiana y visible. Según un informe realizado por Rodrigo Zarazaga y Daniel Hernández (“La narrativa rota del ascenso social”, de marzo de 2025), el consumo es muy generalizado y comienza cada vez más temprano, a los 13 o 14 años, a veces incluso mucho antes, cuando tienen nueve o diez años. Lo hacen para divertirse o delirarla colectivamente, porque están solos o aburridos, para llamar la atención. A veces las drogas llevan a los jóvenes a enredarse con el delito, puesto que allí encuentran una forma rápida de obtener recursos que después gastarán en drogas.   

Otras veces su compromiso con las drogas va más allá y llevará a los jóvenes a asociar su tiempo a las tareas que demanda la comercialización. “Vincularse con organizaciones de narcotráfico del barrio les brinda oportunidades de obtener ingresos: ‘Ser soldadito’ genera ingresos superiores a los que pueden obtener en los trabajos disponibles para ellos” (Zarazaga-Hernández).  

Los transas suelen despertar la atención de los más jóvenes y se transforman en un personaje atractivo. Una atracción muchas veces mediada por la cultura narco que les llega a través de la música que consumen, donde se celebran las armas, las drogas, las fiestas, las motos y la ropa de marca. Pero también porque el transa suele ser una persona exitosa, la referencia más cercana que tienen los jóvenes a su alcance para pensar el éxito y la movilidad social. 

Cada vez son más los jóvenes que referencian a los mercados de drogas ilegalizadas como la oportunidad de resolver sus problemas y de “ser alguien”. Pero esa relación suele estar mediada por el delito callejero y predatorio. En efecto, muchos de los jóvenes que empiezan a patear para el transa o se hicieron transas, soldaditos, turisteros o dealers, son jóvenes que desarrollaron determinadas pericias robando al boleo, de manera ostensible y contradiciendo los códigos que imponía la cultura criminal plebeya tradicional. 

Destrezas que eventualmente pueden ser referenciadas como cualidades productivas y reclutadas y puestas a producir. No es fácil vender drogas en un barrio o en las calles de la gran ciudad. Se necesitan habilidades que no se aprenden mirando tutoriales en YouTube o descargando una aplicación en el celular. Tampoco se compran en el kiosco de la esquina. Se aprenden pateando la calle, apretando, ventajeando, rastreando. 

A veces, una estancia en prisión puede ser también la mejor oportunidad para pegar el salto y migrar de delito en la vida postpenitenciaria. No es lo mismo salir de caño en busca de dinero a que el dinero venga a vos. La plata que se obtenga no será la misma y tampoco los riesgos que se corren.

Como sea, algunas veces, los jóvenes, en ese afán por ser reconocidos, se suben a un personaje que les queda grande y, haciéndose eco de las violencias desmesuradas que vienen campeando el delito rastrero, están dispuestos a ejercer la violencia de manera exagerada para controlar el territorio.  

 

 

Violencia desmesurada y desregulación

Estamos ante la presencia de nuevas cohortes de delincuentes, muy rústicos, algunos de los cuales usan la violencia de manera desmesurada, es decir, una violencia que ya no guarda proporción con la finalidad que persiguen; que la usan de manera expresiva y emotiva, es decir, por un lado, para mandar un mensaje a la comunidad de vecinos donde se asientan o a los otros grupos con los cuales pueden tener alguna rivalidad en las disputas de las plazas del mercado donde se encuentran o quieren extenderse; y, por el otro, para inspirar temor o divertirse un rato, para subirse a un “cartel”, para fanfarronear ante sus pares. Lo vimos en Rosario hace unos años, y lo estamos viendo ahora en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y en la provincia de Buenos Aires. Pero insisto en este punto: no generalizaría esto para todo el universo transa. 

La policía, acostumbrada a negociar con las organizaciones centralizadas, no sabe todavía cómo intervenir en un territorio donde los transas proliferan y de manera autónoma. No basta con regular a los narcos para encuadrar a los transas. Sobre todo cuando estos vuelan por debajo del radar policial.  

Los funcionarios tienen un problema, porque las policías estaban acostumbradas a negociar con organizaciones centralizadas, que colaboraban en la tarea de “poner en caja” el resto de los negocios y la violencia en el territorio. Pero lo que estamos viviendo ahora es otra cosa: un proceso de multiplicación de actores que venden por cuenta propia y que ya no están encuadrados en las organizaciones criminales. Por tanto, la policía no las tiene en el radar y no sabe cómo llegar a ellas. No es imposible, pero acá hay un nuevo desafío.

Mientras tanto, la política se arroga una capacidad que ya no tiene: manejar los barrios que no conoce, que fueron mutando en las últimas décadas. Encontramos a funcionarios que se la pasan diciendo “este barrio es mío” para cotizarse electoralmente, pero tampoco pueden encuadrar nada o solo algunas de sus napas, las más superficiales. Tal vez les alcance para ganar una elección, pero no para ordenar el territorio. Mientras tanto, la policía se recuesta sobre estos eslabones perdidos de la política, esperando que sean los punteros los que asuman esa tarea. Nadie está dispuesto a asumir que las redes políticas, al igual que las otras redes sociales, hace rato se han desplomado y todos se mueven en medio de la bruma. 

Los funcionarios lo intuyen y cruzan los dedos sin darse cuenta de que la realidad los pasa a todos por arriba. Insisten en que los homicidios vienen retrocediendo. Esto es así, pero también es cierto que los homicidios ya no son la mejor forma de medir y testear la circulación de violencias altamente lesivas. Hay otras prácticas violentas que están quedando fuera del radar de las políticas de prevención policial y la política criminal: la circulación de armas, las broncas y picas entre grupos de jóvenes que se resuelven a los tiros, la ostentación de armas en el espacio público, las balaceras, las extorsiones violentas, los robos violentos, el ventajeo, el bullicio de las motos. 

 

 

Desplome social

La expansión de los mercados de drogas ilegalizadas y los negocios satélites al mismo (juego de apuestas, prestamismo usurario, venta forzada de seguridad privada, etc.) encuentran en la pobreza, las múltiples desigualdades (sociales e individuales), en la fragmentación social y en el descompromiso del Estado de la cuestión social el mejor escenario para poder germinar y expandirse. Lo vienen diciendo también los curas villeros desde mucho antes de la pandemia sin encontrar demasiado eco: allí donde el Estado retrocede, los narcos avanzan; allí donde la economía se desfonda, el universo transa se expande. 

En este contexto de retirada del Estado, los transas se convierten en “resolvedores de problemas” (prestando plata a una vecina para pagar un medicamento, pagar las deudas con otras financieras, para comprarse una heladera para el kiosco, pagar un velorio, un viaje al interior). Por supuesto que la generosidad persigue intereses concretos: a veces obtener más ganancias y otras veces ganarse la aceptación de los vecinos del barrio.

Los vecinos de los barrios plebeyos donde se asientan estas economías se encuentran atrapados en un drama griego. Por un lado, saben que estos mercados ponen a circular plata en el barrio; por el otro, saben también que las drogas les pueden costar carísimo: la salud de sus abuelos, padres e hijos o los de sus amigos o vecinos. Porque en algunos casos estamos ante la acumulación de tres generaciones de usuarios de drogas.  

Estas nuevas cohortes y la proliferación de transas y narcos están desorganizando más aún la vida de los vecinos. La violencia que le agregan a la vida cotidiana (balaceras, extorsiones, asesinatos, etc.) genera miedo y contribuye a vaciar los espacios públicos, metiendo a la gente dentro de sus viviendas. De allí que, en algunos barrios, en las esquinas, no se vean como antes las juntas de jóvenes reunidos. Pibes adolescentes que van de la casa a la escuela y viceversa, que ya no se detienen en las esquinas porque saben que se trata de espacios candentes.    

 

 

 

*Esteban Rodríguez Alzueta es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes y la Universidad Nacional de La Plata. Profesor de Sociología del Delito en la Especialización y Maestría en Criminología de la UNQ. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor, entre otros libros, de Temor y control; La máquina de la inseguridad; Vecinocracia: olfato social y linchamientos; Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil; Prudencialismo: el gobierno de la prevención; La vejez oculta y Desarmar al pibe chorro.

 

 

 

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