Desmesura y excepción

Escalda represiva y punitivismo judicial preventivo

 

El gobierno viene subiendo la apuesta: primero fue el protocolo antipiquetes, luego el patrullaje por las redes sociales, después las persecuciones ideológicas a artistas y periodistas, la habilitación de la inteligencia contra las organizaciones políticas y sociales, y ahora la persecución judicial selectiva contra dirigentes o referentes sociales. El gobierno invierte mucho tiempo en la pirotecnia verbal, pero también en la parafernalia. No solo porque nos distrae de lo principal sino porque sabe que está tocando algunas fibras autoritarias que surcan los bajofondos del imaginario social y la política local. Sabe que allí encontrará una reserva de autoritarismo que puede movilizar en su provecho a la hora de reclutar consentimientos sociales, algunos de ellos enquistados en las propias agencias del Estado. No son hechos aislados y conviene no subestimar la escalada apadrinada por Patricia Bullrich, sobre todo cuando se licuan los salarios, cierran pequeñas fábricas, desmantelan gran parte del Estado y despresupuestan a las provincias, es decir cuando la protesta social empieza a ganar otra vez las calles todos los días. Bullrich sabe que la Argentina es muy rica en repertorios de lucha previa. Y por eso, desde el inicio de la gestión, viene preparando escenarios que faciliten la represión y la judicialización de la protesta social.

 

Corriendo los umbrales de intolerancia

Vivimos en una época tomada por la desmesura. Tenemos un Presidente cínico, desbocado y fuera de sí, que se la pasa desautorizando el debate público, que permanentemente está tensando la legalidad con sus decretos y resoluciones ministeriales, desmontando poco a poco el Estado de derecho que tanto tiempo costó reconstruir. Pero el exceso no es patrimonio del gobierno nacional. También muchos legisladores y operadores judiciales se muestran entusiastas a la hora de correr los umbrales de intolerancia.

En efecto, de la misma manera que la seguridad policial en las protestas sociales –sobre todo cuando son reducidas– no guarda proporción con las manifestaciones, muchos fiscales y jueces, a la hora de encuadrar los eventos que se pretenden reprochar, están apelando a figuras intencionadamente exageradas que no solo ponen las cosas en un lugar donde no se encuentran, sino que funcionan como mecanismos de extorsión para el activismo ciudadano. Si lo hicieron con Cristina, pueden hacerlo con cualquiera. Ese es el mensaje que flota en el ambiente y entusiasma por igual a legisladores, funcionarios, jueces y fiscales.

La justicia penal federal, especialmente en Comodoro Py, le hace la segunda al gobierno de la Libertad Avanza y a sus perros de caza. No hace falta un acuerdo explícito entre ellos para que pateen juntos. Esta vez comparten los mismos prejuicios de clase, el mismo espíritu de revancha, sienten el mismo desprecio por la gente pobre, la misma desconfianza hacia las mayorías, sobre todo cuando estas usan la calle como una forma de amplificar la petición a las autoridades.

La farándula de Comodoro Py fue una invención del menemismo y la SIDE que nació con una tarea muy específica: gestionar las causas grandes de narcotráfico y aquellas que involucran a los funcionarios políticos federales. Una justicia muy selecta que, con mucho presupuesto y mucha información de dudosa procedencia, tiene un poder que no tienen otros jueces y fiscales del país. Eso mismo la ha convertido en una caja de resonancia: lo que allí se tramita no pasará desapercibido para el resto de la administración de justicia, más aún cuando tienen garantizada la cobertura mediática. Por eso, también, para varios magistrados y fiscales del país, deseosos de pertenecer y escalar, se ha convertido en un modelo a seguir. Por ejemplo, llama la atención la mimetización de muchos funcionarios de la justicia correccional de la ciudad autónoma de Buenos Aires cuando intervienen en detenciones en el marco de una protesta social, o el propio caso de la jueza Sandra Arroyo Salgado, donde la forma de mostrarse es parecerse, es decir, moverse de acuerdo con la misma pantomima.

Esta justicia constituye una reserva de autoritarismo que el gobierno tiene a su disposición no solo para criminalizar la protesta sino para empezar a moverse más allá del Estado de derecho, para correrse hacia formas de gobierno donde la fuerza está siendo liberada de la ley, donde la Constitución está siendo vacacionada. Los jueces saben que los argentinos no somos iguales ante la ley, que hay actores que necesitan una especial atención. No hace falta indagar demasiado para comprobar el trato desigual que ensaya la justicia: basta mirar la política criminal del Ministerio Público o la composición de población prisonizada, pero también los recursos que invierte el Estado para perseguir el delito de los pobres y el delito de los poderosos.

 

Foto: Luis Angeletti.

 

 

La justicia es la política por otros medios

Poco importa que la justicia sea el poder más desconfiado del Estado, y el más opaco. Es una agencia blindada con la inamovilidad en los cargos y una jerga que muy pocos entienden, pero también por las causas que tramitan en sus despachos. Dueña de un saber que se trasmite entre la parentela y los amigos de los amigos, se convirtió en una agencia promiscua, organizada por cadenas de favores más promiscuas todavía. Ya no necesita pruebas sino fuentes off the record y, sobre todo, le alcanza con el centimetraje de los diarios y los minutos en la televisión. Una justicia que puso al escándalo de su lado, que aprendió a hacer justicia con los medios.

Además, les alcanza con saber que tienen el monopolio de la verdad. No importa que la verdad se confunda con la mentira, son conocedores del carácter performático de sus fallos, es decir, saben que, en última instancia, pueden hacer cosas con palabras, por ejemplo privar de la libertad a las personas, ponerlas en las tapas de los diarios, enchastrarlas, sacarlas del juego, al menos por un buen rato.

Estamos asistiendo a algo novedoso: el ejercicio del punitivismo preventivo. El estado de excepción no es una tarea exclusiva del gobierno ejecutivo. La excepción gubernamental se completa, es decir se extiende y perfecciona, con el excepcionalismo judicial. De la misma manera que la prevención seguritaria habilita la discrecionalidad policial, la certidumbre política faculta la discrecionalidad judicial. La primacía de la excepción a la regla, la puesta entre paréntesis del Estado de derecho, se convirtió en una manera de administrar la justicia. Es el precio que estamos pagando por haber judicializado la política.

Quebrar todas las garantías del Estado de derecho en nombre de la preservación de la democracia les permite situarse por encima de las reglas que estructuran justamente a esta democracia. Dicho en otras palabras: el iliberalismo no se cuela solo por los discursos de Milei, sino que se hace cotidiano a partir del ejercicio discrecional de las facultades judiciales. Es allí, en la violación de las garantías y los principios de proporcionalidad, racionalidad y legalidad, en nombre de un supuesto bien mayor, como se hace práctica el iliberalismo que el gobierno libertario aprende de sus maestros húngaros.

 

La cobertura judicial

La historia reciente en la Argentina enseña que no hay represión policial sin cobertura judicial. La justicia habilita la represión cuando mira para otro lado, dejando solos a los ciudadanos frente al cordón policial o los gases de la Gendarmería, pero también cuando se hace eco de las denuncias de aquellos funcionarios o legisladores que se la pasan provocando a los ciudadanos con sus fanfarronadas, y después, cuando les convidan de su propia medicina, se esconden debajo de la sotana judicial.

Los jueces se la pasan haciendo la plancha, deben ser muy pocos los que están dispuestos a actuar de oficio frente a la prepotencia del Poder Ejecutivo. Nadie quiere exponerse a un juicio político que les retire los privilegios de los que gozan de por vida a expensas del pueblo. Nadie quiere ser escrachado por el periodismo empresarial y el ejército de trolls que maneja el gobierno. Los más alcahuetes –y la justicia está llena de alcahuetes y soplones– están prevenidos y prestos a ponerle el gancho a la represión policial y, de esa manera, cubrir las espaldas de los funcionarios que la planificaron y montaron.

Estos operadores judiciales se la pasan blandiendo el Código Penal y escondiendo la Constitución Nacional. Son conscientes de que pensar la protesta social con el Código en la mano, prescindiendo de las garantías constitucionales, implica encontrar una figura que justifique la represión y, en última instancia, la detención y privación de la libertad de manifestantes. Una figura que esté a la altura de los prejuicios que tiene la opinión pública, pero también que se amolde a la narrativa que el gobierno viene agitando desde el comienzo de su gestión. Para decirlo con las palabras de Milei: “Si toman las calles habrá consecuencias”. La activación del protocolo antipiquetes es una de las consecuencias, la persecución de los periodistas y la infiltración en las organizaciones son otras. Pero también la judicialización de la protesta social.

 

Cruzada autoritaria

Milei no está solo en esta cruzada autoritaria. La estigmatización de la protesta tiene una larga historia en el país que nos devuelve a fines del siglo pasado, cuando el gobierno de la Alianza interpeló al campo judicial como la arena favorita para tramitar gran parte de la conflictividad social, buscando transformar no solo a la cuestión social en una cuestión policial, sino también en un litigio judicial. Algo similar hizo el gobierno de Mauricio Macri, pero con los principales dirigentes de la oposición.

Y no está sólo en esta empresa porque se encuentra acompañado por gran parte del periodismo, que desde hace tiempo y de manera continua se la pasa agitando fantasmas, dando la voz de alerta sobre los manifestantes, banalizando la violencia, referenciando a los ciudadanos que se expresan libremente como “activistas”, “infiltrados” o “violentos”, es decir abordando a la protesta social con los valores del ciudadano ejemplar que tiene “la vaca atada”, sigue la política por televisión y no tiene necesidad de transformar la calle en un foro público para poner de manifiesto su problema.

No es casual que el gobierno se haya declarado enemigo de la política y la haya demonizado. No es casual que el gobierno se haya declarado también enemigo de la sociedad organizada, sean los sindicatos, los partidos o movimientos sociales. Para Milei, entre el mercado y el individuo no hay nadie. El Estado es el puño sin brazo que necesita la mano invisible del mercado para que sus actores individuales se valoricen libremente.

Se sabe, cuando la política se desautoriza y se la enclava en el Congreso, la protesta callejera corre riesgos de ser presentada como un “golpe de Estado”. De hecho, no fueron pocas las veces que los voceros del gobierno salieron a denunciar supuestas intenciones destituyentes de los manifestantes.

Es cierto, la Constitución dice que “el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes”, pero esta bonita frase fue escrita a mediados del siglo XIX, cuando la política no se había masificado, cuando las mayorías no solo estaban excluidas del juego de la política, sino también desorganizadas. Pero si se piensa la política con las correcciones del siglo XX, es decir con la participación del movimiento obrero, pero también con las movilizaciones de los estudiantes, de los organismos de derechos humanos, de los trabajadores desocupados, de los pueblos originarios y del movimiento de mujeres, nos daremos cuenta que el pueblo delibera y gobierna todos los días. Más aún, no hay que agotar las manifestaciones a las luchas abiertas y evidentes, sobre todo cuando la comunicación se organiza a través de las redes sociales. Cuando eso sucede la protesta se confunde con la vida cotidiana. Y más todavía: la polarización política de los últimos años transformó la conversación diaria, tenga lugar en la cola del banco, en la mesa familiar, en una cena entre amigos o en la oficina, en un campo de batalla. Quiero decir, la democracia se ha amplificado, la representación política se completa con la participación de los ciudadanos. La democracia contemporánea es un debate hecho con muchos debates. Debates que tienen que ser abiertos, desinhibidos y robustos. Y más allá de que a veces se vuelvan demasiados vigorosos, sobre todo cuando los representantes tienen dificultades o no quieren representar las demandas distintas de los ciudadanos, merecen una especial protección, si no de la justicia al menos de las organizaciones.

 

Cuidarse de los chistes malos

Se sabe que la justicia no es un poder homogéneo, que los jueces no tienen la misma biblioteca en sus despachos, es decir no escriben la misma sentencia; y que los fiscales tampoco trabajan con la misma empatía, la misma sensibilidad. Sin embargo, conviene no encomendarse al azar y empezar a cuidarse, a extremar las medidas de seguridad en las manifestaciones. No solo porque no hay que regalarse frente a la policía, sino porque hay que evadir a la justicia, evitar quedar en el radar de los tribunales, que parecen estar abroquelados y muy informados por el gobierno nacional.

Las policías están sembrando la protesta con provocaciones de todo tipo. La tentación para dejarse llevar por la rabia es grande y entendible. Pero sepamos además que los jueces están esperando el momento para entrar a escena y abrirnos una causa. La experiencia enseña que no es necesario que nos manden una temporada a prisión para cambiar el eje y el objetivo de nuestras protestas. Basta tener una causa encajonada, durmiendo en sus despachos, para desalentar a los manifestantes, para convertirla en un mecanismo de extorsión política.

La Argentina tiene un vigoroso repertorio de luchas previas, pero también de distintas maneras de cuidarse entre todos y todas. Basta recordar las medidas de seguridad que implementaban los organismos de derechos humanos para evitar las infiltraciones en sus organizaciones, o los reparos que tomaban los movimientos de trabajadores desocupados a la hora de movilizarse para resistir las provocaciones policiales y replegarse ordenadamente después de cada manifestación, sobre todo cuando había una represión. La salida es callejera, con movilización social, con mucha exposición. Más temprano que tarde la rabia encontrará sus cauces para expresarse. Mientras tanto, hay que cuidarse, sobre todo cuando la protesta no tiene un carácter masivo. Conviene no subestimar al gobierno porque, además de vengativo, le gustan los chistes malos.

 

 

 

* El autor es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes y la Universidad Nacional de La Plata. Profesor de sociología del delito en la Especialización y Maestría en Criminología de la UNQ. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor, entre otros libros, de Temor y control; La máquina de la inseguridad; Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil, Prudencialismo: el gobierno de la prevención; La vejez oculta y Desarmar al pibe chorro.

 

 

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