¿Sale o sale?
Más allá de lo que se opine del gobierno, es notable la determinación que posee, o que poseen quienes lo manejan, para avanzar hacia una serie de metas que buscan la reconfiguración económica, social, política y cultural de nuestro país. También se debe admitir la coherencia de las metas entre sí: subdesarrollo económico, precariedad social, persecución y violencia política, embrutecimiento y alienación cultural.
El proyecto antecede a Milei, y seguramente será continuado cuando ya no esté. Queremos creer que las instituciones democráticas le siguen dando a los verdaderos opositores del modelo colonial algunas herramientas para disputar contra estas transformaciones reaccionarias que se quieren implementar a toda costa en nuestro país.
En este punto, no es claro que el gobierno acepte el veredicto de las mayorías parlamentarias, ni los consensos básicos existentes en nuestra sociedad, ni el eventual resultado de elecciones que no convaliden su proyecto antinacional, ni que acepte o tolere el significado de la democracia. Se diría que, por la coherencia de dichos, acciones y medidas adoptadas, no va en esa dirección.
Tiene a su favor que su mentor y guía internacional, Donald Trump, tampoco es un adherente a las prácticas democráticas, sobre todo cuando obstaculizan sus propios planes de negocios. Todo el recorrido de Trump en estos meses de gobierno es un muestrario de su vocación de apoyar sin cortapisas a gobernantes ultra derechistas, adictos a los intereses de los Estados Unidos.
Los próximos meses serán una prueba, no sólo para el gobierno, sino para toda la sociedad argentina, sobre la capacidad para procesar disensos, comprender lo que está en juego, y defender su derecho a definir por sí misma su propio destino.
Otros consensos son posibles
La votación en el la Cámara de Diputados, en la cual fue posible conseguir los suficientes votos como para comenzar el camino para revertir medidas lesivas a la Nación tomadas por el gobierno actual, es un buen indicador de que hay otros consensos posibles, que pueden ser activados a condición de realizar una tarea política, educativa y comunicacional coherente y coordinada.
No van a ocurrir solos, y ninguna fuerza política progresista debería sentarse a esperar que se produzcan de forma espontánea para capitalizarlos políticamente. En este caso, se dieron en un marco muy particular, que es el tironeo que las provincias, sin distinción partidaria, están haciendo para recuperar fondos retenidos por el Ejecutivo Nacional, y que afectan severamente el desenvolvimiento de esos gobiernos provinciales.
Los puntos que se reafirmaron en el Parlamento son muy significativos: la emergencia pediátrica y de residencias hospitalarias (y otras cuestiones sanitarias), el financiamiento para el funcionamiento universitario, los fondos para las provincias, la protección de organismos públicos de ciencia y técnica y de la cultura nacional, y la defensa de otros organismos públicos de enorme importancia para el desarrollo presente y futuro del país.
No son las decisiones parlamentarias que les gustan a los “mercados”, o sea al capital que concibe sus negocios totalmente desvinculados del destino del resto de la sociedad.
Pero son afirmaciones de una lógica social que excede la búsqueda de la rentabilidad inmediata por parte de las grandes empresas. Si se observa la totalidad del paquete votado, es la reafirmación –defensiva– de que la Argentina pretende seguir existiendo más allá de la voluntad gubernamental de destruir todos sus logros.
El gobierno ha dicho que vetará todo lo que logre revertir el Parlamento Nacional, cosa que es su marca registrada: avanzar sin contemplaciones hacia el desmantelamiento de las estructuras más valiosas del país. Es una pulseada que refleja un conflicto de gran magnitud.
La puja en marcha carga de más significado a las elecciones de septiembre y octubre. Se jugarán allí cosas muy importantes, como por ejemplo si la apuesta extremista que están haciendo los grandes empresarios que apoyan a este gobierno es viable en un contexto “democrático”. Un resultado electoral favorable al gobierno será leído como un aval masivo a la destrucción y reconfiguración social. Un resultado favorable a los intereses de las mayorías querrá decir que las cosas en la Argentina aún no están definidas a favor de su transformación en una neo-colonia.
Lo expresado en la Cámara de Diputados son consensos de un país normal, que se auto-valora y protege. Pero chocan frontalmente con los criterios thatcheristas periféricos de la actual gestión.
Seguramente una porción del espectro político, el centro, seguirá oscilando entre apoyar y retacear, según Milei les dé o no les dé recursos para salir de los aprietes presupuestarios provinciales. Ese “centro” carece de una estrategia nacional. Apoyan y desapoyan, son una variante dependiente de lo que haga Milei.
Son cooptables, como se vio en este largo año y medio, pero el proyecto oficial es tan brutal desde el punto de dedicar todos los fondos posibles a pagarle intereses al capital financiero, que no le deja un margen significativo para sostener algún sistema de alianzas que le asegure apoyo político mayoritario. La redistribución regresiva y parasitaria del ingreso es innegociable.
Allí reside, probablemente, una de las incongruencias más grandes del proyecto de jibarización nacional, tal cual lo expresaron hace pocos días el embajador entrante de los Estados Unidos, los informes de los fondos de inversión norteamericanos sobre la Argentina y la declaración de la AmCham.
Piden que la Argentina reduzca su estrategia nacional a exportar masivamente tres o cuatro recursos naturales para pagar las abultadas deudas contraídas por los gobiernos neoliberales. Esas demandas terminan definiendo una estructura productiva ínfima, incapaz de proveer de una vida aceptable a la mayoría de la población.
La incongruencia reside en que al mismo tiempo reclaman “consensos amplios” para que el sistema político argentino convalide el modelo de país deseado por los capitales internacionales y sus socios locales.
Demagogia neoliberal
El jefe de Gabinete, Guillermo Francos, dijo que la mayoría parlamentaria habían hecho “demagogia” en la Cámara de Diputados. Detengámonos un momento sobre el uso de la palabra demagogia. La derecha histórica argentina siempre le endilgó demagogia a cuanta acción gubernamental recibiera el beneplácito de las masas. Pero ahora, Francos dice que la demagogia consiste en defender los logros del país, la salud y un bienestar mínimo de su población.
Es hora de actualizar el uso del término. Al menos desde que entramos en la era del capital financiero, de la mano de Martínez de Hoz y sus sucesores, la demagogia dejó de ser un pecado peronista, y se convirtió en una práctica sistemática de los gobiernos neoliberales. Desde hace décadas, la forma de “adular a las masas” consiste en vender dólares baratos para que parte de la población los gaste en consumos suntuarios e importaciones. La derecha local, hace ya tiempo, ha descubierto que una forma de generar oficialismo para las políticas del capital financiero es inventar ficciones de prosperidad transitoria.
Si entendemos eso, veremos que la falsa salida del “cepo” del 11 de abril sería un caso flagrante de demagogia financiera. Pero antes de abril, promover el atraso cambiario que tanto perjudica a la producción industrial nacional para abaratar los consumos importados es otra forma grosera de demagogia preelectoral. Como la eliminación del Impuesto País, que cumplía una función de regulación del comercio exterior y de aportar fondos a las arcas del Estado: se pudo haber renovado, pero se presentó su vencimiento como otro acto gubernamental “pro consumidores” de bienes importados.
Es importante, para quienes se dedican al análisis político y social, que en el mundo de las políticas económicas hay formas nuevas de demagogia, de derecha, que tienen la particularidad de hacer converger –transitoriamente– los intereses de los consumidores con los de los financistas, los importadores y los fugadores de divisas.
Nada es lineal
Ya se señaló reiteradamente en El Cohete que el gobierno mileísta optó por jugar todas sus fichas económicas a mantener en baja la inflación, para lo cual sostiene un costoso control sobre un dólar que no responde a las necesidades de la economía real. En julio, sin embargo, el dólar oficial seudo flotante pegó un salto del 14%, reflejando las tensiones y dudas existentes en la economía. Para evitar que esa tendencia ascendente se transforme en un movimiento que desborde las posibilidades oficiales de control, el gobierno viene ofreciendo tasas altísimas para que los grandes inversores continúen apostando a títulos públicos y no se vuelquen a la adquisición de divisas en cualquiera de los mercados existentes.
La decisión política de incrementar las tasas de interés a niveles astronómicos puede mantener el atractivo para que los financistas no presionen sobre el valor del dólar, pero tiene un efecto grave sobre la economía real: aumenta la morosidad de todos los endeudados –tanto individuos como empresas–, se reducen los fondos disponibles para el crédito productivo, crecen las dificultades personales para cubrir gastos y pagar las deudas, se ajusta el nivel de actividad hacia la baja, cae el consumo –un comentario que se reitera cada vez más en los comercios de los grandes centros urbanos–, se incrementan las quiebras de pymes o se paralizan las empresas más grandes, mientras crece el desempleo y los salarios reales no cesan de perder poder adquisitivo.
El gobierno sacrifica actividad económica para controlar la ida hacia el dólar, pero el costo es alto en términos sociales. Si lo único que le importa a la gente es la inflación, la apuesta política de Milei es la correcta. Si también pesa el tema del nivel de los ingresos, el empleo, la pobreza o el desamparo, el cuadro político cambia significativamente.
A esto hay que agregar la situación de la propia inflación: en mayo el IPC arrojó el 1,5%, en junio 1,6%, el de julio muy probablemente esté cerca del 2%, y los movimientos del dólar, tarifas y otros precios puede que empujen al de agosto hacia el 3%, siendo prudentes en la estimación.
Lo cierto es que se sabe cómo irá pegando la actual política económica en términos sociales –en forma claramente negativa–, pero no se sabe cómo esa realidad social –que se irá configurando acumulativamente, semana a semana– afectará las formas de votar –o de no votar– de la población.
La traducción de la realidad social a posiciones electorales no es lineal.
La invisibilidad de los lazos sociales económicos
Una de las razones por las cuales Milei, a pesar del daño realizado a millones de argentinos y a múltiples sectores de la sociedad, conserva la lealtad de una parte del electorado, es porque importantes sectores no son capaces de vincular nada de su realidad individual con lo que ocurre en la esfera económica.
Como el aparato mediático jamás contribuirá a esa comprensión, simplemente viven desconectados de las implicancias de las decisiones políticas sobre su propia vida.
¿Cuánta gente se alegró con los anuncios de “motosierra” de Milei sobre gastos públicos imprescindibles, como salud, educación, obra pública, fondos a las provincias? Evidentemente, si eran ciudadanos comunes, toda esa motosierra estaba dañando bienes y servicios que los ayudaban a vivir mejor, y que dejaron de hacerlo.
Según especialistas de Vialidad Nacional (organismo público que se está por salvar de la salvaje motosierra gracias a la acción legislativa), el 60% de las rutas nacionales estará en mal estado hacia fin de año, incrementando drásticamente el número de accidentes. ¿Cuántos argentinos necesitan usar esas rutas por trabajo, por turismo, para mover la producción? ¿A cuántos les pareció formidable la acción del titán de la motosierra?
Se puede leer en muchas etiquetas de productos un dato adicional insólito: “Precios sin impuestos”, que implícitamente sugiere “¡cuánto más barato se podría comprar este producto si el maldito Estado no nos cobrara impuestos!”
Se trata de otra tontería incalificable, también basada en la incapacidad de conectar que tienen muchos ciudadanos entre el entramado económico social en el que viven y su propia realidad personal.
¿A dónde creen que van los impuestos? (aquí empalma bien con otra tontería suprema, que es que “los políticos se roban la plata”). En vez de mirar y estudiar el Presupuesto Nacional o provincial, prefieren no entender nada y odiar a los políticos, que por otra parte no hacen demasiado para terminar con la confusión.
Pero, ¿cómo sería una sociedad sin impuestos, es decir sin Estado? ¿Cómo se imaginan que se podría salir a la calle sin todos los servicios y todas las redes productivas que sostiene el Estado –cualquier Estado– para que la sociedad pueda funcionar?
Simplemente no habría sociedad, en el sentido de la organización moderna, basada en una gigantesca división del trabajo que conocemos hasta hoy. Terminar con el Estado no deviene de ninguna inquietud emancipadora, como sí la era en el movimiento anarquista, sino de un individualismo feroz y antisocial, tan dañino como irreal en cuanto a su pretensión de eliminar los impuestos.
La propaganda anti impositiva es un triunfo de la hegemonía de una clase dominante lumpen, como la de Argentina, que no considera que necesite un Estado nacional que funcione, cosa que coincide extraordinariamente bien con la prédica ideológica del capitalismo globalizante, que quiere ver países periféricos débiles a los que se pueda subordinar sin mayor esfuerzo.
La otra expresión que se escucha con mucha frecuencia es “no entra nadie al negocio”, “no se está vendiendo nada”, “la calle está vacía” o “si sigo así, voy a tener que cerrar”.
Esto ya pasó en el menemismo, en el que la propaganda individualista era tal que la gente veía que algunos tenían éxito y se culpaba a sí misma por no tenerlo. Era la época de la revista Caras y la exhibición en tapa de las mansiones de los exitosos. Estos cientos de miles de pequeños comerciantes, profesionales y empresarios parece que no tienen capacidad de ver el entorno macroeconómico en el cual ocurren o no los hechos económicos que definen su propio destino. Claro, prenden la radio, o la televisión y les dicen: “La macro está bien, está ordenada”, incluidos supuestos economistas progresistas. Sería un valorable aporte de la política popular ayudar a suturar esta incapacidad de conectar lo personal con lo social, que es también lo económico.
Debe quedar claro que apoyar la “macro” de Milei es apoyar la fundición colectiva de los argentinos.
No hay inversión por los kukas
Es la cuarta vez que se anuncia, con bombos y platillos, que por fin se viene una “revolución capitalista” en la Argentina, y que ahora sí vamos a ser Estados Unidos. El cuento, al que siempre una parte de la sociedad desea escuchar, dice que basta con sacarle las trabas al capital para que este se abalance sobre el país, llenándolo de industrias, producción y trabajo.
Nunca ocurrió así.
Siempre por algo falla, pero nunca le queda claro a la población, en forma contundente, por qué no ocurrió lo que con seguridad absoluta les contaron que iba a pasar.
En este año y medio largo de Milei hay una parte del aparato productivo al borde de la quiebra, hay sólo seis proyectos aspirantes al RIGI, en general de origen local. No viene la inversión extranjera, y por el contrario ya son varias las empresas extranjeras que anuncian su retirada del país. La Argentina fue una sociedad de desarrollo intermedio, con industria, progreso e inclusión social, cuando el Estado nacional jugó un papel central como locomotora del conjunto productivo.
En los ‘90 ese Estado fue desmantelado (en la segunda gran revolución capitalista) y sin embargo la locomotora pública jamás fue reemplazada por algo parecido proveniente del sector privado. La actual “verdadera y definitiva revolución capitalista en serio total” cree que se puede crecer sólo con hidrocarburos, minería y agro, sólo con inversión extranjera, en particular norteamericana. Mientras espera, se dedica prolijamente a podar todos los brotes de otras actividades que podrían tener un gran futuro si hubiera políticas inteligentes de largo plazo.
La explicación de por qué la carroza privada nunca llega la van cubriendo con cuentos del tipo “riesgo kuka”, es decir, que el capital privado no viene porque hay un cuco que los espanta, un cuco redistributivo o expropiador. Es otra excusa para la gilada de una clase empresarial fallida, que viene apostando por proyectos económicos calamitosos, como el actual.
¿Podrían acaso confesar que son –en términos comparativos– una burguesía fracasada, que teniendo un país con un potencial extraordinario como el nuestro, vienen apoyando experimentos económicos catastróficos? Nunca están seguros de invertir porque en realidad pretenden ganancias garantizadas –por el maldito Estado– y riesgo cero.
Son previsibles nuevos tropiezos de estas políticas rentísticas y financieras de corto plazo. Y un creciente malestar general. Lo que se necesita para que ese malestar se vuelva productivo es que aparezca, con fuerza y convicción, un proyecto creíble de país inclusivo. Y que se difunda una explicación alternativa de la vida social, para salir de una vez del país Jardín de Infantes que dejó la dictadura, donde crecen en paralelo la miseria y las fantasías alucinadas de un progreso mágico.
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