DIALÉCTICA DE LA TORTA

Las acciones del CEO de Pfizer, las vacunas rusas y el lugar de la repostería en la lucha de clases

 

En el edificio de San Telmo, casi llegando a Barracas, donde vivo, hay pocos departamentos y algunos están más bien desocupados, así que los vecinos no somos muchos y nos conocemos con la cierta intimidad que permite la discreción de los palieres y la fina tensión de las reuniones de consorcio. De arriba hacia abajo somos: el chico dueño del taller de al lado, un astro rey que nos soluciona todos los imprevistos con sonrisa de lord inglés; un embajador que abre la correspondencia cuando va de subida y deja el sobre roto sobre el asientito tapizado en cuero de nuestro ascensor jaula, casi decimonónico; una pintora muy famosa que carga muchos años y varios apellidos fundadores, una psicóloga de familia con varios títulos académicos, un abogado jubilado del Banco de la Provincia siempre rodeado de un clan estruendoso, un profesor de historia bastante funcionario peronista y una pareja de empresarios, Gusti y Pastillita, tatuados y deportivos.

Debo confesar que cuando Gusti y Pastillita se acababan de mudar tuvimos algunos encontronazos. Poco fisonomista yo, no los reconocía si nos topábamos en la puerta de calle, así que si no venían con la llave en la mano no los dejaba entrar. Pastillita me acusó de no acordarme de tomar la pastilla para la memoria y de ahí el mote con que nos llamamos mutuamente hasta que, no hace mucho, nos conocimos el nombre. Diferimos también en conceptos estéticos por lo que yo desarticulé su moción de instalar arañas llenas de caireles, tipo el kitch de Philippe Starck, en los palieres. No pegaban ni con cola con el estilo academicista francés porteño que señorea toda mi cuadra desde los primeros años del siglo XX. Reconozco que tal vez interpreté medio sesgadamente a Spinoza y a Maquiavelo en lo de los derechos naturales y los derechos civiles y no habré estado excesivamente diplomática en el tratamiento de los hechos.

Pero hace algunas semanas Pastillita empezó con dolor de garganta, tos, fiebre, mareos, vómitos. Lo hisoparon, lo encontraron sí positivo, se lo llevaron en ambulancia, lo internaron, lo pasaron a terapia intensiva y finalmente lo conectaron a todos los tubos necesarios para que pudiera respirar, en el silencio blanco y solitario de una sala a la que todos los vecinos imaginamos con las tristezas y los miedos de lo incógnito. Gusti nos avisó en seguida por el guasap de consorcistas, con un dejo de ansia y de pena en la voz y hubo de hacerse tres hisopados hasta que el último le dio positivo aunque con síntomas leves. Preocupado porque hacía pocos días le había conversado a la señora del tercero mientras le sostenía la puerta de entrada, dejó su mensaje de alerta y aflicción y se encerró en su departamento cual contagioso de la peste negra, aislado e intocable, doliente y medieval, con la posibilidad negada de recibir y dar caricias de consuelo a su pareja interdicta.

Yo sentí la conmoción de imaginar a Pastillita en esa catalepsia inducida, impropia de su flagrante juventud, solo de toda soledad, inmerso en el siseo apenas perceptible de uno de esos astronautas sin rostro que lo cuidaría y me desvencijé temblando de lloros imprevistos con quejidos abstrusos ante semejante sopetón que se descerrajaba con tremenda insolencia ahí nomás, debajo de mi casa, sacudiendo la nueva verdad de que, entre los que me eran muy cercanos, también podía pasar.

Lo que necesites, Gusti, escribimos los vecinos en el guasap, aquí estamos. Yo también escribí, sin dejar de preguntarme qué podría necesitar de mí, qué ofrecerle, si lo único que sé hacer es estar aquí sentada, con los dedos pensativos sobre el teclado, envuelta en siete barbijos, escribiendo obviedades sobre la condición humana y habiéndoles arrancado, a los dos, con las expresiones duras que habré usado en su momento, la ilusión de sus arañas llenas de caireles.

Busqué razones y bálsamos en mi computadora, pero de pronto me di cuenta que los algoritmos que almacenan datos para dulcificar los sinsabores del prójimo, una matrona como yo –con más razón si es judía– los tiene en la cocina, en el fondo de las alacenas, en la heladera, en la frutera siempre abierta en la pantalla, en el desorden de la mesada, así que me calé el delantal y corté en cuartos un kilo de manzanas verdes, dispuesta a redactar una torta. Rebané los cuartos en palabras finas de una cierta acidez, para que penetraran la tristeza sin empalagar y escribí párrafos amplios que extendí ordenados en una asadera untada con manteca. Rallé los adjetivos de la cáscara de un limón, verdeamarillenta y olorosa, para perfumar su soledad y los entreveré con una taza de harina leudante y otra de azúcar blanca que fui rociando con una cuchara, cada vez que daba por terminada una página de manzanas. Después batí tres huevos con una taza de leche, esparcí cuidadosamente la mezcla para encuadernar mi torta en edición rústica y flexible, amable y deliciosa de leer, y la metí al horno, a doscientos grados, hasta que el aroma se escapó de la cocina, inundó todos los palieres y la superficie de la torta mostró un dorado pícaro y desparejo, encargado de arrancarle una sonrisa a los pensamientos amargos. La acomodé sobre el asiento del ascensor, apreté el botón del primer piso y le puse un guasap a Gusti, que le mandaba un cariño de manzanas recién horneado para que lo leyera y lo probara mientras estaba tibio. Cuando Pastillita mejoró y pudo recibir visitas me mandaron una selfie en la que se los ve deglutiendo alguna de mis tortas sucesivas. Se me calentó el corazón, y vieron que cuando a una se le calienta un qué-sé-yo en el pecho, se le cae una lágrima de algún ojo. Bueno, al menos a mí me pasa.

Hay otros ojos que no, que más bien se matan de risa desde los iris ideológicamente claros que rodean sus pupilas, como avisando que no es sensato esperar las novedades socialistas que Slavoj Zizek augura o desea para el futuro post-pandémico. Mientras yo ensayaba mi poética de las tortas, por ejemplo, Albert Bourla –su apellido bien pronunciado lo dice todo–, en su calidad de CEO presidente consejero del laboratorio Pfizer, vacunaba a Wall Street… a su manera. Ya había avisado, en agosto pasado, que vendería algo como el 63% de sus acciones el día que cada una llegara al valor de 41,94 dólares, cifra que alcanzaron casualmente el día que el laboratorio anunció el importante porcentaje de efectividad de su vacuna. Ese día las acciones llegaron a 41,99, pico máximo que por el momento nunca más reeditaron. Su vice-CEA Sally Susman también tenía programada, desde noviembre, la venta a igual precio. Si además se diera el caso de que el producto presentara algún inconveniente como negligencia del fabricante o efectos secundarios, el valor de las acciones vendidas y millonarias de Albert y Sally ya está resguardado. Y el que diga que no dieron un golpe de astucia financiera y global gracias a información privilegiada, que tire la primera piedra.

Del mismo lado de la geopolítica, la tesis de las grandes democracias wasp es disparar en un sprint hacia el arco, como el más rápido corredor de Los Pumas, agarradas al balón donde han amarrocado contratos por millones de vacunas, un capital generado por la sustanciosa plusvalía pandémica que le birlan a los pueblos más pobres. La antítesis, en tono épico, la da la emoción que usted, querido lector, tal vez haya sentido cuando vio aterrizar la aeronave de su línea de bandera, trayendo los avances simbólicos de una de las tantas vacunas tramitadas para nuestro país. Es más que obvio que la síntesis dialéctica que surja de estas oposiciones nunca será definitiva y que surgirán nuevas contrariedades y propuestas en ese andar constante de un paso atrás y dos pasos adelante.

Pero yo le dejo aquí, como información privilegiada, la receta de mi torta de manzanas porque, no le quepa duda, la repostería también tiene su lugar en la lucha de clases.

 

 

 

 

 

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