Diario de mis vidas (III)

 Mi vida como observadora de aves

 

Tercera entrega: Formas de dignidad

 

No sé en otros lugares, pero en el barrio Norte casi todas las señoras muy mayores tienen su correspondiente mujer originaria que las acompaña al coiffeur, a la manicura, a hacer compras en el supermercado y a registrar la supervivencia en el banco donde cobran la jubilación. Conozco a una de ellas que fue entrenada para tareas de mayor responsabilidad y hoy le hace a su patrona masajes en los pies y le aplica tintura casera en el pelo, lo que significa un considerable ahorro de dinero, ahora que todo está tan caro. Se tiene conocimiento de otras que fueron instruidas para quehaceres más comprometidos, como golpear una cacerola en manifestaciones de vecinos indignados.

Hay algunas privilegiadas que no tienen una sino dos. Mientras una se ocupa de hacer las compras, la segunda reduce a la señora cuando amaga con montar un escándalo por el aumento de los precios o evita que se meta una lata de tomates en la cartera.

La joven nativa es estoica: acepta trabajar en negro y la habitación sin luz ni aire de dos por dos al fondo de un departamento de cinco ambientes atestado de bibelots, mesitas, biombos y alfombritas. Cumple en silencio las muchas horas de trabajo y las pocas de descanso y no se queja por vivir separada de su familia, de su pareja o de sus hijos, porque casi todo es preferible a ser esclava en un taller de costura o en una whiskería. Pero la señora mayor no ve nada de eso. Y si lo ve no la perturba, porque ningún sufrimiento es comparable con sus propios problemas, que no recuerda cuáles son pero seguro son más importantes.

 

 

Entre la población estable del barrio se cuentan varios pájaros sin nido. No me refiero a los que no tienen casa ni trabajo y viven en la calle con sus pertenencias pidiendo ayuda para volver a entrar al mundo de donde han sido expulsados. Hablo de los que ya no saben cómo ni para qué volver. Ellos en realidad no son pordioseros; no piden nada, pero aceptan con elegancia algo para comer, una frazada en invierno, una botella de agua en verano y que los dejen tranquilos con sus pensamientos. Son los que Alfredo Moffat llama locos del bolsillo.

Hace por lo menos quince años que una mendiga ad honorem vive en el barrio. En ese tiempo yo he envejecido en forma visible, pero ella se conserva siempre igual. Parecía de cincuenta años en 2003 y a lo sumo de cincuenta y uno la semana pasada.

Hace varias décadas que no se baña: tiene la piel casi negra y el pelo pegoteado, revuelto y enmadejado, envidia de los rubios aspirantes a rastafari que abundan en el barrio.

Es difícil explicarlo, pero a pesar del deterioro profundo y sin retorno de toda su persona, es una mujer atractiva. Tiene una cabeza hermosa, la mandíbula cuadrada y una nariz bien formada. Está vestida con harapos ennegrecidos y casi siempre anda descalza, aunque a veces lleva unos zapatos incongruentes, regalo de los solidarios del barrio: mocasines de hombre, zapatos de noche de charol negro, botitas cancheras de diseño. Siempre se los miro porque me intriga saber qué pasa con esos zapatos, que desaparecen a los pocos días y son reemplazados por otros aún más disparatados.

Una de las características más notables de esta mendiga es que no mendiga. A veces hay en el piso un vasito de plástico con unas monedas adentro, pero ella nunca pide. Ni siquiera mira a la gente que pasa. Es como si dijera vaffanculo, si querés me das y si no, no me importa. Eso es parte del aura aristocrática que trasciende de su persona.

Otra cosa llamativa es que está siempre acostada en la vereda y muchas veces con las piernas en alto y los pies apoyados sobre una pared. Va ocupando lugares rotativos: la vereda del hospital, el portal del banco, la entrada de la galería y se queda en cada uno varios días. Durante algunos meses acampó en el umbral de un centro de estética de aspecto completamente antiestético. Se ve que le gustaba la entradita estrecha, donde le cabía justo la espalda y podía encajar las piernas bien verticales hacia arriba. En esa posición la veías durmiendo o despierta días y días. Un día la dueña, que si el cartel de su local es verídico es una rubia de mamas hipertrofiadas llamada Jennifer Vázquez, clausuró la entrada a la escalera con una verja de hierro y la mendiga pasó a dormir en la misma posición pero en la vereda, al lado de la verja.

Yo la entiendo a Jennifer: no podés regentear un centro de estética cuya entrada está obturada por una mendiga que duerme patas arriba y que –esto es un detalle importante— se rasca desesperadamente todo el tiempo. Tiene la ropa levantada y se frota y se rasquetea la piel del pecho, de los brazos, de las piernas, día y noche, hasta que le sale sangre. Hasta dormida tiene una expresión de angustia terrible mientras se araña entera con las uñas negras y largas como de mandarín chino.

Lo curioso es que sucia, con sarna, loca y desquiciada, la mendiga ad honorem es infinitamente más estética que todos nosotros, incluida la esteta Jennifer Vázquez, no te quepa duda.

 

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