Días de enero para no olvidar

A 24 años del asesinato de José Luis Cabezas y la muerte de Osvaldo Soriano

 

En enero de 1997 todos nos vimos sorprendidos por la muerte, inentendible entonces, de José Luis Cabezas. Una muerte no casual. Un asesinato.

Los periodistas, más sensibilizados tal vez porque se trataba de un colega, de un fotoperiodista, estaban –estábamos– dolidos.

También preocupados, aturdidos, extenuados, atormentados. Queríamos entender de qué se trataba esa muerte, esa maldad, esa crueldad, ese cuerpo sin vida tan maltratado, tan vejado.

Los periodistas en general, pero los reporteros gráficos en particular, peleaban y gritaban con sus cámaras en alto exigiendo –por millonésima vez en este país– justicia. La consigna era, y hoy sigue vigente, “No se olviden de Cabezas”.

Los días fueron meses y los meses años. Hoy a 24 años seguimos diciendo: justicia y “no se olviden de Cabezas”.

 

 

 

Por esos días de enero de 1997, la muerte, el asesinato de Cabezas por parte de policías sicarios, perversos rentados y mafiosos de cotillón, dejó espacio para otra gran pérdida. Moría de cáncer el gordo Osvaldo Soriano. Periodista, escritor. Único.

Osvaldo nació en Mar del Plata en el '43, y pasó su infancia y adolescencia mamando el peronismo, la argentinidad, el antiperonismo, el gorilismo y todo los “ismos” que generó el país hasta su exilio para preservar su vida.

Su primer libro, Triste, solitario y final (1973) consiguió atrapar al público y a los críticos aunque no a los académicos. Vivió en París desde 1976 hasta 1983 y allí pudo escribir sus novelas e historias más interesantes: No habrá más penas ni olvido (1978), Cuarteles de invierno (1980).

En Argentina publicó A sus plantas rendido un león (1986), la historia de un cónsul de un país bananero y una revolución que él imaginó llevada al cine con Alberto Olmedo, y El ojo de la patria, una historia de espías que parece de verdad. Ya más acá editó Una sombra ya pronto serás (1990) y La hora sin sombra (1995).

Sus trabajos periodísticos fueron luego recopilados en Artistas, locos y criminales, Rebeldes, soñadores y fugitivos, Memorias del Míster Peregrino Fernández (1998) y Llamada internacional. En casi todos esos libros prefería los diseños de Miguel Rep para sus portadas.

“Dejé de ser peronista en la adolescencia pero nunca pude ser antiperonista”, dijo Soriano.

Sus amigos, nenes de pecho en la literatura y el periodismo, no dejaban de sorprenderse con sus historias. Mempo Giardinelli, Tito Cossa, Paco Urondo, el viejo y querido Osvaldo Bayer, Cortázar, Pasquini Durán, José Pablo Feinmann, Galeano, Juan Gelman, el Tano Dal Masetto, el Negro Fontanarrosa, Horacio Verbitsky, son sus amigos contemporáneos y testigos de sus relatos.

Cada vez que el Gordo contaba algo todos los presentes intentaban descubrir en la mirada del otro qué parte de la historia era real y qué parte era inventada por Soriano. Y siempre se equivocaban: a veces todo era pura literatura y las cosas más fantásticas y extrañas en general eran el más duro periodismo ajustado a la verdad.

En sus historias había: gatos, Chaplines, Gordos y Flacos, peronistas y gorilas, el fútbol, su padre, el exilio. Había mujeres hermosas a las que no se les animaba por una timidez a prueba de balas. Las anécdotas del Gordo son miles.

Sólo funcionaba de noche. Con las primeras luces del amanecer se metía en su cama y hasta pasado el mediodía no se despertaba. Y ya se sabe que la noche da para encontrar historias. Cuando descubría algún nocturno como él, guardaba su número telefónico ante la posibilidad de tener un interlocutor eventual de madrugada, si fuera necesario.

Amaba a los gatos de tal manera que tenían un poder definitorio sobre él.

En una época, cuando terminaba de escribir, dejaba las hojas del primer borrador sobre su escritorio. Si el gato se acostaba arriba, se publicaba. Si el gato seguía de largo, se planteaba la duda de reescribir todo.

Una vez le dieron un premio literario que consistía en un lingote de oro puro. Lo utilizaba para apoyar los libros en un estante de su biblioteca.

A su hijo lo llamó Manuel en homenaje a Belgrano, y lo hizo hincha de San Lorenzo.

Cuando Soriano estaba ya muy enfermo, a Manuel se le murió una lagartija que tenía. El niño organizó un entierro con todos los ritos. Hasta con ataúd.

A los pocos días Osvaldo murió. Manuel llevó una carta al entierro para que su padre se la entregara en el cielo a su lagartija.

Sus novelas recorrieron el mundo en más de veinte idiomas y tres de ellas fueron llevadas al cine.

Murió un 29 de enero, con 54 años.

Fue a los pocos días del asesinato de José Luis Cabezas.

Tampoco nos olvidamos de José Luis, asesinado por el poder que no quería que se mostrara la mugre que esconde debajo de la alfombra.

Pero lo que nunca, nunca, nunca olvidaremos son las historias de Osvaldo Soriano, de sus gatos, de sus libros, de sus mentiras y de su sonrisa de gordo bueno.

 

 

 

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