Difícil que el chancho chifle

Los mayores de 70, en el sitio de mamertos.

 

La cuarentena que el gobierno nacional dispuso tempranamente con rápidos reflejos y una responsabilidad social a la que el macrismo nos tenía absolutamente desacostumbrados, viene preservando a la Argentina de un desastre similar al que sufren algunos países desarrollados que hoy muestran su lado B de manera descarnada. En medio de este panorama, la idea del gobierno porteño del Sr. Horacio Rodríguez Larreta de obligar a los mayores de 70 años a pedir permiso para salir a la calle con la excusa de evitar contagios es un gesto de discriminación estilo Pogrom regurgitado en tiempos de un Dios muerto y un diablo vuelto virus, que pone a los mayores en el sitio de los mamertos. Pero además es un gesto de insalubridad suprema que llevará a cientos de “adultos mayores” –como eufemísticamente se da hoy en llamar a los viejos– a hacer colas en las guardias para atender sus estreses, infartos, depresiones y una cantidad de síntomas adversos, sumados a los consecuentes contagios que producirán estas aglomeraciones en los hospitales.

La norma –al decir de Eugenio Raúl Zaffaroni– no es sólo “discriminatoria y paternalista, sino también ilícita porque, conforme a la Constitución Nacional y a la Constitución de la Ciudad, ningún ejecutivo puede crear contravenciones ni delitos por su cuenta". Pero, además, es un error pensar que los mayores de 70 como yo somos el grupo de riesgo que más se contagia, cuando la única realidad comprobada hasta hoy es que somos el grupo que más muere. Contagian todos: los chicos contagiados, los grandes contagiados, los mayores contagiados. Contagian los Rapi, los Glovo y los cientos de deliverys soltados como palomas por la ciudad que llevan y traen virus de casa en casa. Contagian las manijas de los colectivos, los asientos de los taxis, los mostradores toqueteados, los cajeros automáticos, el supermercado, los sachets de leche, las bananas, las tarjetas de crédito, los reclinatorios de las iglesias, los misales. Contagian los admirables trabajadores de la salud contagiados a pesar de ellos. Contagia todo, todos y todas, a todes. Y es precisamente el jefe de gobierno porteño, aliado indisoluble de un gobierno macrista que fomentó cuanto pudo el desguace de todos los programas de medicina pública de la tercera edad, quien ahora pretende limpiar su imagen con este súbito ataque de amor por los jovatos, hacia quienes dirige esta medida detestable. Justamente él, quien en plena conferencia de prensa y mientras su ministro de salud explicaba que hay que estornudar en el codo, sostuvo su propio estornudo con la palma de la mano frente a las cámaras.

 

Argentinos, Marcos Zimmermann, 2019

 

Y he aquí el punto central por el que escribo estas líneas. Sé que el gesto del Sr Larreta no fue consciente. La sencilla razón es que estos cuidados no dependen tanto de la voluntad como de su ejercicio reiterado y cotidiano en el tiempo. Lo sé por propia experiencia. Por eso –y contrariamente de lo que apunta esta medida– somos nosotros, nosotras, nosotres, quienes tenemos más tiempo sobre este planeta y no los nuevos en estas situaciones, quienes podemos enseñar cómo mantenerse con vida en un mundo que la mayoría de las veces nos fue hostil, ya sea porque la propia sensibilidad nunca coincidió con la mayoría o porque la historia de los últimos 60 años hizo de nuestro país un sitio siempre incómodo, lleno de obstáculos a esquivar, repleto de pandemias imprevistas y solapadas que todos tuvimos que aprender a sortear para continuar con vida.

 

 

Argentinos, Marcos Zimmermann, 2019

 

Paso a enumerar algunas de las sagas sorteadas por quien escribe, como ejemplo y prueba de los varios cursos intensivos de supervivencia que vengo realizando desde hace años, gracias a los cuales estamos más que entrenados muchos de los que hoy tenemos más de 70 y que hoy pretenden encerrar. En mi caso: la epidemia de poliomielitis de 1956; una infancia difícil en una familia de adultos mayores con marcadas dificultades para entender el nuevo mundo de los años 60 y ningún conocimiento previo en cómo gestionar las necesidades espirituales y psíquicas de su hijo más pequeño que crecía solitario en ese contexto familiar; la discriminación sufrida en mi adolescencia por mi condición sexual; las gambetas a los innumerables intentos de desfigurarme el rostro a trompadas, de robarme y hasta de matarme, perpetrados por chongos heridos en su hombría luego de haber tomado conciencia –apenas concluida una relación– de haber gozado más conmigo que con su compañera; el haber evitado sucumbir bajo los escombros de las bombas de los años 70 que explotaban aquí y allá; haber eludido la metralla de la Triple A y la ignominiosa dictadura asesina de miles de jóvenes que hoy tendrían mi misma edad, de cuyo valor y convicciones nuestro país se privó para siempre; haber sorteado hasta el presente la pandemia del SIDA gracias a molestas y cuidadosas prevenciones tomadas sin tregua durante más de treinta años, sin noche de embriaguez o depresión que justificaran excepción alguna a estos cuidados; continuar en este mundo a pesar de los dos atentados más grandes que se consumaron en la Argentina (me refiero a la Embajada de Israel y la AMIA); haber salido poco herido del Rodrigazo; entero del 2001; vivito y coleando de la hecatombe liberal macrista… Y esto para no contar cómo logré escapar –por haber corrido a tiempo más rápido que Usain Bolt– de dos negros que me partieron en la cabeza un cajón de cerveza para robarme, en plena noche de una desolada Houston, mientras volvía inocentemente de presentar un libro. A pesar de todo lo dicho, estimados, todavía conservo las patitas en este mundo. Y no lo digo para darme corte. Es sólo que a esta altura creo tener alguna experiencia en cómo lograrlo.

 

 

Argentinos, Marcos Zimmermann, 2019

 

 

Es así. Vivir requiere aprendizaje, ejercitación y tiempo. Y hasta donde yo sé, la experiencia la proporcionan sólo los años, esos que pueden transformar errores en destrezas. Por eso, es bastante improbable que un pibe de 18 años –desde un call-center, muerto de miedo por el contagio– pueda explicarle a un adulto como yo qué hacer para sobrevivir a esta peste. Es de ingenuo –sino de perverso– obligarnos a que un imberbe que seguramente repetirá del otro lado de la línea un protocolo al que siempre le falta la experiencia práctica, le dé permiso para salir a la calle a un huevón como yo que las pasé todas y sé mejor que todo el call-center junto cómo cuidarme de esta peste impiadosa. Sería una falta de respeto, por otro lado, que una voluntaria que vive hace más de un mes encerrada en un departamento de dos ambientes --con un marido que la faja cuando se pone nervioso mientras sus nenes, histéricos por el encierro, se comen a escondidas la tierra de las macetas del balcón, espolvoreadas hace apenas un momento con los virus de la vecina que barre el de arriba– pueda explicarle qué medidas de asepsia tomar a un viejo zorro y experto en esquivar bacterias, virus y cuanto bicho malvado sin y con patas anda suelto por el mundo. Y, mucho menos aún, que un asistente social toque el timbre y quiera explicarle cómo entretenerse a un viejito como el que escribe, que en este mes de cuarentena terminó un yacuzi de madera en el que toma baños a la tardecita, realizó una estantería, una biblioteca, una mesa de luz, hizo la mesada completa para la cocina, pintó un baño, recauchutó instalaciones varias de electricidad, gas y plomería de la casa, cuidó a una hermana con discapacidad visual, hizo las compras para ambos, limpió hogar y patio a diario, cocinó mediodía y noche, amasó pan para la mañana, lavó la ropa, escribió varios textos, miró cine, pagó todas las cuentas por internet, se realizó un plan económico de contingencia y hasta hizo el amor por teléfono, casi a diario, los 30 días que viene durando esta pesadilla, tal como lo recomendó un funcionario. Mucho de todo esto –estoy seguro– lo hicimos la mayor parte de los mayores que ahora quieren encerrar porque “no sabemos gestionarnos y somos un peligro para los demás”.

Por eso, me produce risa y odio al mismo tiempo, un cocktail que me podría llevar a la muerte más rápido que el coronavirus, que esa horda de pelotudos con onda “sí se puede” crean que le puedan explicar la manera de sobrevivir a esta pandemia a jóvenes de más de 70, acostumbrados a hacer lo que siempre hicimos: luchar a brazo partido por la vida. Por la propia y por la ajena. Respetando la de los demás tanto como respetamos la propia. Con el arma intransferible que el vivir nos proporcionó junto con la edad: la experiencia que nos dio el tiempo. Esa que hoy nos impulsa a esta cuarentena, que en muchos casos no respetamos sólo por ser obligatoria, sino por entenderla un acto de solidaridad y de conciencia ciudadana.

Encerrar al viejito para enseñarle… ¡Difícil que el chancho chifle!

 

 

 

Argentinos, Marcos Zimmermann, 2019.

 

 

* Las fotografías pertenecen al libro Argentinos, de Marcos Zimmermann, editado por Ediciones Larivière, 2019.

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