El 21 de julio del año 356 a.C., un pastor griego incendió el templo de la diosa Artemisa en Éfeso, ciudad ubicada en el Asia Menor (actual Turquía). Las llamas devoraron primero las vigas y otras estructuras de madera que sostenían los elementos de piedra y el edificio colapsó. El templo formaba parte de las Siete Maravillas de la antigüedad, según la lista iniciada por el historiador Heródoto un siglo antes. Varios siglos después, ya en época romana, el escritor Plinio el Viejo describió el templo como el mayor monumento del mundo griego, de 115 metros de largo y 55 metros de ancho. Según el escritor romano, la obra llevó más de 120 años, lo que nos da un indicio sobre los problemas casi eternos que mantienen los arquitectos con los plazos de obra.
El responsable del incendio fue apresado por orden del mismísimo Rey de reyes –el soberano aqueménida de Persia, Artajerjes III–, un zoroastriano menos interesado por el respeto hacia las deidades extranjeras que por el mantenimiento de la paz social en su vasto y heterogéneo imperio. El pirómano confesó bajo tortura –o al menos eso afirmaron sus verdugos– que el incendio buscaba que su nombre perdurara en la posteridad; es decir, ser nombrado y recordado después de su muerte (que en su caso no tardó mucho en llegar).
Existen otras hipótesis, surgidas a partir de la desconfianza que impulsó un testimonio conseguido bajo tortura. Además, la historia oficial generaba alguna perplejidad: ¿Cómo un pobre pastor habría podido eludir la vigilancia de guardias y sacerdotes, quienes tenían como misión proteger tantas riquezas y ofrendas atesoradas allí? Algunos, como Aristóteles, consideraron la posibilidad de un rayo. Otros buscaron explicaciones astrológicas, al recordar que el mismo día del incendio nació el alumno más conocido del filósofo griego: Alejandro de Macedonia. Escépticos, algunos historiadores apostaron a causas más viles, como la conjura de los propios sacerdotes para impulsar la construcción de un templo aún más fastuoso.
En todo caso, el Rey de reyes y las doce ciudades de Jonia prohibieron, bajo pena de muerte, mencionar el nombre del incendiario. Buscó la fama, le darían el olvido. Lamentablemente, no ocurrió así, como explica Miguel de Cervantes en Don Quijote de la Mancha: “También viene con esto lo que cuentan de aquel pastor, que puso fuego y abrasó el templo famoso de Diana (Artemisa), contado por una de las siete maravillas del mundo, sólo porque quedase vivo su nombre en los siglos venideros; y aunque se mandó que nadie le nombrase ni hiciese por palabra o por escrito mención de su nombre, porque no consiguiese el fin de su deseo, todavía se supo que se llamaba Eróstrato”.

Casi dos siglos y medio después del incendio, no sólo recordamos a Eróstrato sino que casi hemos olvidado a los arquitectos de ese templo maravilloso (fueron varios, teniendo en cuenta los plazos de obra). Es más, ni siquiera sabemos cómo diablos era la colosal estatua de la diosa que tantas peregrinaciones impulsó.
El pastor pirómano también es recordado por un mal que lleva su nombre, que resistió doblemente al olvido: el complejo de Eróstrato. Es un síndrome que se caracteriza por el deseo irrefrenable de reconocimiento; una pulsión hacia la posteridad que se traduce no por acciones virtuosas sino por decisiones destructivas.
Varios siglos después del incendio del templo de Artemisa, en nuestro país contamos con la posibilidad de analizar en vivo y en directo el complejo de Eróstrato, limitando, eso sí, sus efectos más devastadores. Me refiero al programa Gran Hermano, producido por la franquicia local del reality show neerlandés Big Brother. Su objetivo es casi tautológico: los participantes buscan fama para ser famosos. No se trata de ser inmortales a partir del manejo extraordinario de una disciplina deportiva o del descubrimiento de una nueva vacuna o, incluso, gracias al talento artístico. La fama llega a través de comentarios banales y escenas nimias. Pero llega, y eso es lo único que se pide y espera.
Hace unos días, la Corte Suprema de Justicia bonaerense dispuso una licencia por 90 días a la jueza Julieta Makintach, apartada esta semana del juicio por la muerte de Diego Armando Maradona. Durante ese lapso de tiempo, el procurador bonaerense deberá determinar si esa “conducta alejada de la sobriedad, la mesura y la corrección exigibles a todo servidor de este poder del Estado”, según los términos de la Corte, amerita un jury de enjuiciamiento. Lo que determinó el apartamiento de la jueza fue la prueba que expuso la fiscalía, donde Makintach apareció asociada activamente a la realización del documental Justicia divina, que pretendía mostrar detalles del juicio. En los videos que circulan por las redes sociales se ve a la magistrada –un retoño de casta, hija de un juez, egresada de la Universidad Austral y profesora de esa institución– prolijamente peinada y maquillada, mientras es dirigida por supuestos asesores en comunicación. No cuesta mucho imaginarla conversando en el living de Gran Hermano o bailando en algún programa de Marcelo Tinelli.
Además de conseguir que conozcamos su nombre, el síndrome de Eróstrato que padece la elegante jueza logró la anulación del juicio. Las pruebas presentadas a lo largo de las 19 audiencias deberán rehacerse y los familiares del Diego deberán volver a prestar testimonio, lo que generó su comprensible furia.
Al mismo tiempo que admirábamos el andar regio de la funcionaria judicial en todas las señales de televisión, el Consejo de la Magistratura archivó la causa de Lago Escondido, un escándalo asombroso, aun para el generoso estándar de nuestra justicia federal, que ilustra la existencia de nuestra Santísima Trinidad, conformada por los medios, los servicios y el poder judicial.
Como explicó Vanesa Siley, diputada de Unión por la Patria y consejera de la Magistratura, se trata del viaje a la propiedad del empresario Joe Lewis en Río Negro, pagado por el Grupo Clarín a –entre otros alegres viajantes–los jueces federales Julián Ercolini, Carlos Mahiques, Pablo Cayssials y Pablo Yadarola. Dichos jueces intervendrían luego en causas vinculadas al multimedios, por supuesto, a favor de sus accionistas.
No sólo sus señorías recibieron dádivas, sino que, luego de que el simpático tour se hiciera público, “los jueces (...) acordaron mentir que ellos habían pagado por su viaje en un avión privado el 13 de octubre a Bariloche, y por su alojamiento en Lago Escondido, la propiedad de Joe Lewis frente al lago, y ocultar que fueron transportados en helicóptero al centro de esquí”.
Por mayoría, los humoristas del Consejo de la Magistratura consideraron que no hay allí ni siquiera la posibilidad de una pequeña falta ética.
Es por eso que lo más notable del episodio llevado adelante por Makintach –cuyo nombre recordaremos de la misma forma que olvidamos los de Ercolini, Mahiques, Cayssials y Yadarola– es que incumplió la primera ley no escrita del cardumen judicial de nuestro país: la discreción.
El verdadero poder se ejerce en las sombras.
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