Disputar el derecho

Un instrumento criminalizante puede devenir en emancipatorio en manos de las mayorías

 

Las normas regulan conductas. Tienen un fin, perseguir la convivencia pacífica interpersonal y materializar la justicia social. La coexistencia armoniosa también es una característica no excluyente pero sí unívoca de los cementerios, al contrario de la justicia social que signa la igualdad de los desiguales, la distribución tendencialmente equitativa de la riqueza, los poderes sociales y las garantías. Es importante no fomentar a la academia jurídica –ingenua en ocasiones, a veces circunscripta a una endogamia purista– a expulsar la justicia social como objetivo del derecho, porque significaría privarlo de su finalidad emancipatoria. Entrañaría además ratificar y circunscribir la declamada “paz social” como el único objetivo del orden jurídico.

Para observar la trascendencia de esta limitación, en la actualidad la reforma constitucional impulsada en Jujuy es en aras de la paz, argumento a través del cual se limita la protesta social, el derecho a peticionar a las autoridades por medio de la movilización y el vaciamiento, hasta la proscripción, del derecho de huelga. La represión que asuela a Jujuy de manos del gobernador Gerardo Morales tiene por fin la paz social de grandes mayorías expulsadas y suprimidas, y el argumento es el respeto a la ley. Aunque también es ley –cuyo alcance no está determinado por una norma fundamental con contenido noumenal, sino por la disputa de sentido– una remuneración justa que satisfaga las necesidades básicas y asegure el goce de los derechos sociales y culturales, esparcimiento, educación, salud, etc. Un salario mínimo docente de 35.000 pesos violenta literalmente la ley: como expresión popular, mediadora de conflictos y garantía de acceso a la ciudadanía. Otro tanto sucede con las propuestas de reforma laboral precarizadora de Patricia Bullrich, Espert, Milei y todo el arco político de la derecha reaccionaria y conservadora.

En el Estado de derecho, el reconocimiento de los conflictos estructurales y los antagonismos deben tener modos de resolución, de lo contrario impera la voluntad del más fuerte, la violencia física: la ley de la selva, en definitiva.

La paz social, en este sentido, no necesariamente va de la mano de la justicia social y de la igualdad para todxs.

El derecho practicado por una parte conspicua del Poder Judicial se expresa hoy como una herramienta de apropiación del poder real para consolidar las relaciones de dominación, criminalizar a un enemigo interno constituido por un pensamiento que se pretende único y otorgar una apariencia de legalidad que consolida la desigualdad brutal.

Sin embargo, un instrumento elaborado para el crimen y el castigo puede devenir en herramienta de emancipación si es asumido en su consecución y, fundamentalmente, en su significación por las grandes mayorías populares. A lo largo de la historia de la humanidad, toda vez que el derecho se plebeyizó dispuso modos y formas de igualación que recibieron obvias cataratas de odio del poder real. El estatuto del peón, el aguinaldo, las vacaciones remuneradas, el salario mínimo, la estatización de YPF, Vaca Muerta, el matrimonio igualitario, la IVE, y un largo etcétera demuestran una vertiente plebeya del derecho correlativa a la plebeyización del poder.

La cuestión espinosa de la significación de los derechos es que el monopolio interpretativo le corresponde al Poder Judicial con ausencia de interdisciplinariedad y exclusividad de esa formación jurídica criminalizante. Y bien lo sabemos: no existe organismo de control ni escrutinio popular que en la actualidad pueda interrumpir por un instante esa condición exclusiva. Complementariamente, ese poder está sostenido por una suerte de sacralización y por la lógica del silencio que se construye alrededor suyo y que impera en él: signo de esto que decimos es la oración “lo dijo la Corte”.

Desde la conformación del Estado moderno (aunque antes también), en las disputas políticas y económicas, el derecho sostuvo la consolidación y la sedimentación de las relaciones de poder de los sectores dominantes. El derecho nace para suprimir la violencia privada y para que el Estado ejerza el monopolio de la violencia. Engels en este sentido tenía razón: el Estado es una fuerza especial de represión. Su sostén es la legitimación jurídica de la violencia. El derecho emplea la violencia –o su amenaza– para imponer las normas a través de un régimen discursivo que son las sentencias, acompañado por un régimen policial/carcelario. El Poder Judicial mantiene además su identidad mediante el ejercicio de la violencia sobre sus integrantes para garantizar un modelo de Justicia. La familia judicial sostiene ese poder. Si todo esto es cierto, no lo es menos el hecho de que el derecho puede proyectarse como una herramienta de emancipación, compensadora de desigualdades preexistentes generadas al amparo de ese modelo que llamamos capitalismo. Tanto en un caso como en el otro, el concepto de igualdad y libertad subyace a la concepción, legitimación y teleología del derecho.

 

Paradigmas

El paradigma asociado al hoy pensamiento conservador (empalmado históricamente con la Revolución Francesa y el racionalismo jurídico) se funda en la igualdad real de los sujetos que habitan una misma sociedad. Este paradigma homogeneiza la subjetividad, uniforma las necesidades y, fundamentalmente, iguala el punto de partida. En suma, no hay desigualdad estructural ni iniquidades previas que distingan a los sujetos.

Otro modelo, emparentado con el constitucionalismo social y el advenimiento de una concepción de sujeto constituido en la sociedad, reposa en la idea de una igualdad real y en la existencia de una desigualdad estructural producto de antagonismos radicales. Este paradigma entiende que los sujetos no comparten un mismo punto de partida.

De estas concepciones –del derecho y de su teleología– se deriva también una fuente de legitimación (a veces inconfesable y) disímil. Dentro del primer paradigma, la legitimación y el fundamento constituyen una especie de ficción, ya que se supone la existencia de un “acuerdo” entre iguales que implica la cesión del monopolio del uso de la fuerza al Estado y la elaboración de normas que procuren la coexistencia pacífica de la sociedad. La igualdad formal es regla (con prescindencia de la diversidad de los sujetos) y la función jurídica, pétrea. En el otro paradigma, la legitimación emana del pueblo (una suerte de pirámide kelseniana donde la norma fundamental es la voluntad popular) y el Estado es pensado en tanto interventor a fin de equiparar las desigualdades preexistentes.

De esto desciende que el derecho en el primer paradigma niega el conflicto, en tanto en el otro lo reconoce y lo institucionaliza. En la Argentina esta escena compleja implica un campo de disputa aún abierto.

 

 

 

--------------------------------

Para suscribirte con $ 1000/mes al Cohete hace click aquí

Para suscribirte con $ 2500/mes al Cohete hace click aquí

Para suscribirte con $ 5000/mes al Cohete hace click aquí