Disputas barriales y culturas de la dureza

Violencias desiguales, combinadas y focalizadas

 

En nuestra nota anterior dijimos que no hay que acotar la violencia altamente lesiva a la violencia letal, que cuando eso sucede tendemos a leer la violencia a través de los homicidios dolosos y perdemos de vista no sólo a las otras violencias sino que estamos cada vez más lejos de comprender las dinámicas que tienen las violencias, sobre todo en determinados territorios.

Cuando hablamos de violencia no estamos pensando en un atributo personal que cualifica a una persona sino de una relación social que tramita sus intercambios a través de la fuerza.

Hannah Arendt decía que allí dónde se acababan las palabras empezaba la violencia. Si esto es así, la pregunta que sigue cae de madura: ¿Por qué nos quedamos sin palabras? Hablamos de una violencia paradójica, puesto que no sólo desordena la sociedad sino porque a veces tiene la capacidad de ordenarla. Tal vez la palabra “orden” le quede demasiado grande a la violencia y deberíamos hablar de “regulación”, de violencia regulacional: la violencia encuadra y organiza las relaciones de intercambio entre personas y grupos de personas. Por supuesto que no es solamente la violencia, hay otros marcos que también deberíamos leer al lado de la violencia para evitar reduccionismos. Se sabe: si todo es violencia nada es violencia. Pero lo cierto es que en determinados territorios los repertorios violentos empiezan a ganar cada vez más terreno, suelen ser recursos al alcance de la mano para enmarcar las relaciones.

Cuando hablamos de violencias altamente lesivas estamos pensando que hay un exceso de violencia muy diversa que pide ser explorado. Un plus de violencia que no parece que persiga fines utilitarios y, sin embargo, no se agota en sí mismo. No se sabe si estamos ante una tendencia y tampoco conocemos sus dinámicas y condiciones de posibilidad. Tenemos algunos indicios, pero se necesitan más investigaciones para sacar conclusiones.

 

Comencemos por distinguir distintas dimensiones de la violencia que merecen ser tenidas en cuenta a la hora de explorar y comprender experiencias vertebradas a través de la violencia o que en determinado momento recurren a la violencia y no necesariamente como última ratio.

Por un lado, hay que destacar la dimensión instrumental de la violencia que se utiliza para alcanzar un fin determinado. Es la violencia, por ejemplo, que usa una persona para amedrentar a la víctima, neutralizarla, y de esa manera realizar su cometido sin resistencia. No tiene demasiado misterio y suele ser una dimensión que se da por supuesta: si hay violencia es porque se quieren alcanzar determinados objetivos, la violencia es un medio para alcanzar determinados fines.

Sin embargo, en la última década, en determinados lugares de los conglomerados urbanos, se han empezado a notar violencias que no guardan proporción con los fines que se persiguen, que los exceden. Vaya por caso los robos que llegan con lesiones graves o están investidas de violencias simbólicas que, más allá de que no dejen marcas en el cuerpo, tienen un gran impacto en la subjetividad de las personas agredidas; o los allanamientos de moradas o entraderas que terminan con daños a la propiedad y objetos que hay en la casa que ha sido asaltada; lo mismo que la vandalización de escuelas y centros de salud; o los destrozos de equipamientos urbanos; la ostentación y disparos de armas de fuego. Se trata de hechos muy distintos, de diferente envergadura; sin embargo, cuando las miramos de cerca nos damos cuenta que tienen o pueden tener algo en común.

Más aún, el hecho de que sean violencias desproporcionadas no debería llevarnos a concluir que estamos ante violencias caóticas, meramente irracionales, y repostular el estado de naturaleza para los hechos y a los agresores como hombres-lobos del hombre. Una violencia desmedida o inútil, que va más allá de los fines aparentes, que tiene un plus de violencia que ya no puede cargarse fácilmente a la cuenta de la violencia instrumental. Esas violencias siguen determinados criterios, están enmarcadas en rituales que asignan papeles y les dan sentido. Esos otros costados de la violencia son las dimensiones emotiva y expresiva.

Con la dimensión emotiva o lúdica queremos aludir a las energías furtivas que se ponen en juego durante dichas transgresiones. Porque hablamos de violencias que también divierten, que pueden ser un gran atractivo porque producen adrenalina, alegría, euforia, fascinación, goce, hacen reír, nos sacan del aburrimiento y motorizan la grupalidad. La violencia suele ser una fuente de energía que no hay que desdeñar, sobre todo en las interacciones juveniles, porque suelen ser la oportunidad de demostrar y demostrarse coraje y destreza física, de averiguar –como dice el amigo César González– “lo que puede un cuerpo”. Meter miedo y pilotear ese miedo, aprender a remar la paranoia o sentirse observado, a surfear el nerviosismo, los escalofríos y la ansiedad, la humillación de ser atrapado, forman parte del campo de experiencias de estos jóvenes. Destrezas y habilidades que se aprenden en la calle, a través de la victiminzación furtiva y predatoria.

Las intrusiones a los domicilios, los arrebatos repentinos y actos de vandalismo, dijo Jack Katz en su clásico libro Crímenes de estilo, suelen seguir la estructura de un juego eróticamente evocador. Sus protagonistas no persiguen ningún fin que se desplace en el tiempo: la satisfacción es casi instantánea. Estas transgresiones despiertan picos emocionales. Salirse con la suya, estallar de euforia y suspirar de alivio, convierten a las transgresiones en experiencias excitantes. Estos delitos son una forma de emoción. No todo es razón, hay una compulsión irracional, existen emociones profundas que son catalizadas con violencias puestas en juego en aquellas transgresiones. No siempre hay un objetivo utilitario, a veces los eventos son eminentemente mágicos. Sentirse seducidos o fascinados por objetos encantados, estrellar contra la pared un iPhone que acaban de robar, arrojar un bote de pintura en las paredes interiores o cagar en medio del living de la casa que acaban de asaltar, convierte a las transgresiones en un impulso abrumador, en prácticas maravillosas o exquisitas.

Pero conviene no sobreactuar nuestra indignación. Como sugirió Katz, “las consecuencias de las emociones furtivas no suelen ser el lanzamiento hacia carreras criminales o la definición del yo furtivo”. Por el contrario, lo que se busca son nuevas posibilidades ampliadas del yo a través de formas que antes parecían inaccesibles. La violencia, entonces, como laboratorio, un campo de experiencia corporal.

En cambio, con la dimensión expresiva hacemos referencia al carácter performático que pueden tener esas mismas experiencias. Hay una gramática en la violencia que tampoco hay que desdeñar, un mensaje cifrado que no siempre podemos o queremos escuchar. Dijimos que la violencia suele ser muda. Sin embargo, así y todo, tienen un potencial expresivo que no se les escapan a los más jóvenes. Es una violencia que puede comunicar, que a veces consigue comunicar algo. No es una violencia utilitaria sino una violencia con estilo, que a veces lleva una firma, una huella reconocible o tiene un modus operandi para emitir un mensaje.

Como ha sugerido Rita Segato en su libro La estructura elemental de la violencia: “ningún delito se agota en su finalidad instrumental. Todo delito es más grande que su objetivo: es una forma de habla, parte de un discurso que tuvo que proseguir por las vías del hecho; es una rúbrica, un perfil. (…) Siempre hay un gesto de más, una marca de más, un rasgo que excede su finalidad racional”. Y agrega: “el cuerpo agredido es un intermediario mediante el cual se trasmite un mensaje a toda la sociedad”. Hablamos de una violencia dialógica con varios destinatarios, entre los cuales, según Mijaíl Bajtin, pueden distinguirse tres destinatarios:

  1. la víctima concreta o destinatario segundo. Acá la violencia se presenta como castigo o venganza. El agredido, en tanto cuerpo frágil o vulnerable, es un cuerpo-sacrificio. A través de su cuerpo hablan otros actores y se hablará a otros cuerpos;
  2. la víctima genérica: la violencia como agresión o afrenta a otro genérico cuyo poder es desafiado, usurpado. Es el interlocutor en las sombras. La violencia se vuelve alegórica, una violencia metafórica. Y finalmente,
  3. superdestinatario o tercero invisible: La violencia como demostración de fuerza y virilidad ante una comunidad de pares, una violencia empleada para acumular prestigio que le permita ganar la atención, el respeto y reconocimiento de sus pares con los cuales se identifica y se siente cuidado. Son los coautores de la enunciación, los socios de la violencia. Para Segato el superdestinatario es el interlocutor principal del acto violento. Se trata de una violencia que alimenta las masculinidades y el poder asociado a ellas. Una violencia que se usa para adquirir estatus, respeto al interior del propio grupo de pares, para demostrar que sabe hacerse respetar y ganarse el respeto de sus pares, “sacar chapa”. El agresor y la colectividad comparten el mismo imaginario, hablan el mismo lenguaje, pueden entenderse. Entonces el agresor se dirige a sus pares, y cuando eso sucede la víctima directa se vuelve una víctima sacrificial, una víctima inmolada en un ritual. La víctima sacrificada es dadora de “chapa”, otorga un “cartel”. En este juego ceremonioso, espectacular, la víctima es un desecho, una pieza descartable. Pero la víctima es un cuadro o lienzo sobre el que se escribe un mensaje más o menos cifrado, a veces destinado a los propios pares o a los grupos con los cuales mantienen alguna rivalidad, y otras veces al resto de la comunidad entera.

Dicho esto, hay que tener en cuenta que las caligrafías no siempre tienen el mismo trazo, la misma dramaticidad e intensidad. En ese sentido, no pienso que estemos frente a ultraviolencias como las que azotan en otros países o ciudades de Latinoamérica, donde la violencia cruel se ha vuelto, como dijeron Rossana Reguillo, Sayak Valencia o Sergio González Rodríguez respectivamente, pornográfica, gore o siniestra. La crueldad es una tentación, pero no me parece que se haya convertido todavía en un repertorio de rigor que enmarca las acciones de grupos en sus disputas territoriales. La crueldad no va más allá de las disputas interpersonales. Puede que el resentimiento y la diversión se unan en cada acto y haya mensajes oblicuos. Por ahora se trata de actos catárticos para manifestar la rabia y devolver los golpes simbólicos recibidos en cómodas e imperceptibles cuotas, y también de reírse un rato. Pero los actos permanecen todavía desenganchados de otras experiencias, no se han convertido en un engranaje fundamental de las organizaciones territoriales, es decir, en un recurso productivo. Las disputas interpersonales y las disputas territoriales se acercan sin confundirse. Sin embargo, cabe hacerse las siguientes preguntas: ¿Cuán lejos estamos de que las disputas interpersonales (expresivas y emotivas) se conviertan en los instrumentos de las disputas territoriales? Más aún: ¿cuán lejos estamos de que las disputas interpersonales se resuelvan bajo los códigos “narcos”, es decir, con sicariatos?

 

Las violencias expresivas y emotivas forman parte de la cultura de la dureza desplegadas por distintos actores en barrios focalizados de las grandes ciudades. No son violencias difusas sino dinámicas que tienden a concentrarse en lugares determinados donde la desigualdad social, la segregación espacial, la fragmentación y desconfianza hacia las instituciones siguen siendo persistentes. Violencias que hay que leer al lado de otras violencias muy diversas, por cierto protagonizadas por otros actores (policías, vecinos, jóvenes y grupos de jóvenes, etc.). Diversas porque son heterogéneas (físicas, simbólicas, psicológicas) pero también porque resultan desiguales (tienen distintas escalas). Pero son violencias que hay que evitar andarivelizar: violencias combinadas, que hay que leer una al lado de la otra. No para postular encadenamientos sino para comprender las lógicas que se imponen en determinados territorios donde circulan. Violencias que hay que leer también al lado de otras prácticas vitales (no violentas) vinculadas a la religión, la política, el ocio, etc.

La cultura de la dureza y sus machismos no está para agregarle pintoresquismo a los agresores, sino que les permite, por un lado, estar en el espacio público, pero además organizar sus relaciones de intercambio. Como señaló el criminólogo anglosajón Jock Young, son una manera de protegerse contra las humillaciones acumuladas, una cultura de resistencia que termina atrapándolos en su difícil situación. En efecto, la violencia suele ser una manera de acumular respeto, un insumo moral para ganar prestigio, sacar chapa de duro que luego le permita evitar ser ventajeado por otros grupos de pares, ser hostigados por las policías o delatados por los vecinos. Cuando hablamos de “resistencia” hay que sortear su romantización, puesto que generan círculos viciosos que terminan reproduciendo las condiciones para que se produzcan esas situaciones. Aquí se puede decir que la violencia genera violencia o, mejor dicho, que la violencia tiende a generar violencia. Son violencias que no tienen capacidad para detener la violencia. Desde el momento que retroalimentan las humillaciones recrean las condiciones para perpetuarlas en el tiempo.

Lo dicho hasta acá tiene que servir para no confundir las disputas territoriales con las disputas interpersonales. Lo digo porque la violencia letal suele cargarse a la cuenta del “narcotráfico”, de las “disputas narcos”. Y que conste, además, que cuando decimos “disputas interpersonales” no estamos hablando solamente de las disputas entre jóvenes y/o grupos de jóvenes. También estamos pensando en las broncas y picas que pueden existir entre los vecinos y familiares. Pero lo cierto es que todavía sabemos muy poco sobre estas disputas y lo que sabemos suele ser muy fragmentado y discontinuo. Para ponerlo con algunas preguntas que nos ayuden a calibrar el tamaño de los problemas con los que nos estamos empezando a medir: ¿Dónde terminan las disputas territoriales y comienzan las disputas interpersonales? O al revés: ¿Cuándo las disputas interpersonales se transforman en disputas territoriales? Porque vale recordar que estas disputas suelen llevarse a cabo en los mismos barrios, o entre actores que viven o han vivido en los mismos barrios. Quiero decir: ¿Qué relación existe entre las disputas territoriales y las disputas interpersonales? ¿Las disputas interpersonales se alimentan de las disputas territoriales? Y las disputas territoriales, ¿encuentran en las disputas interpersonales un insumo para resolver sus propios intereses? No se trata tampoco de saber qué fue primero, si el huevo o la gallina. Lo importante es explorar estas cuestiones sin perder de vista tanto las condiciones estructurales en las que se desarrolla la vida territorialmente como las vivencias de esas condiciones. No son preguntas abstractas, estoy pensando en las cifras de la ciudad de Rosario: 98 muertos en lo que va del año (La Capital, 30/05/2021). Tampoco estoy diciendo que lo que está sucediendo en Rosario esté pasando o vaya a acontecer en el resto del país. Sin embargo, ya se encendieron luces de alarma en el Ministerio de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires por la circulación de violencias altamente lesivas en algunos barrios del área metropolitana. Aquí hay un universo que debemos explorar mejor, y me parece que las sociologías y las antropologías están mejor preparadas para responder estas cuestiones que los operadores judiciales que llegan a estas preguntas con otras tareas.

Lo dicho hasta acá no debería llevarnos a subestimar las disputas territoriales y tampoco a sobrestimar a las disputas interpersonales. Lo digo además porque uno de los riesgos que corremos los académicos cuando nos enamoramos de un marco teórico es pretender encajar la realidad a la jerga que nos maravilló, a la novedad teórica de turno. En ese sentido, la palabra de los referentes de las organizaciones territoriales, que viven en el barrio, puede ser de gran ayuda para calibrar las respuestas y para narrar los problemas sin contarse cuentos. Esos referentes no son meros “informantes claves” sino la mejor brújula para que los investigadores no deliren.

 

* Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros de Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.
** La ilustración de esta nota fue especialmente realizada por el artista Augusto “Falopapas” Turallas.

 

 

 

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