El subsecretario de Políticas Universitarias, Alejandro Álvarez, en su intento por seguir erosionando la credibilidad de las universidades públicas, desplegó esta semana una serie de aseveraciones que a simple vista podrían interpretarse como un ataque a los rankings de universidades. Sin embargo, al ver la escena completa, se habilitan otras lecturas.
La coreografía se inicia cuando el periodista Manuel Jove, en el canal TN, le pregunta al funcionario cómo interpretaba el leve descenso de la UBA en el ranking de universidades QS. Álvarez no responde a la pregunta, sino que instala el primer titular: “Esos rankings se compran, me gustaría saber cuánto gasta la UBA en ese ranking”.
Además de desinformar y de promover el enfrentamiento entre universidades, Álvarez logra colocar en escena y habilitarle el micrófono a Leigh Kamolins, director de Análisis y Evaluación de la compañía Quacquarelli Symonds (QS), para que vendiera la credibilidad de su producto. Este empresario, que vino desde Londres a presentar el ranking, organizó un evento cuyo principal orador fue Carlos Torrendell, actual secretario de Educación y, por lo tanto, jefe directo de Álvarez.
El gran pase de Álvarez le permitió al gran diario argentino construir la tensión necesaria para que la entrevista al empresario de QS no pasara desapercibida y pudiera negar que haya que pagar para que una universidad sea rankeada (lo cual no es tan cierto, pero tampoco tan lineal). El pase también le sirvió para hablar de la seriedad de su producto: “No se puede sostener un negocio 35 años sin integridad. Para nosotros la integridad no es solo una elección moral: tiene sentido empresarial. Si no fuéramos íntegros, estaríamos fuera del negocio”. De no haber existido el ataque previo, hubiera sido muy difícil que algún medio colocara en agenda la “integridad” del ranking QS, sin que fuera entendido como propaganda explícita.
En el campo académico-científico, el capitalismo no es tan burdo como para vender abiertamente y a plena luz del día un lugar en el podio de la “reputación científica”. Los mecanismos suelen ser mucho más sutiles y sofisticados, de manera de poder ocultarlos bajo el velo del “prestigio”. En términos simbólicos, a diferencia de un jugador de fútbol, donde los millones acordados en los contratos se capitalizan como valor deportivo, en el campo científico los millones explícitos desacreditan y restan legitimidad científica. De allí que el empresario lleva esta premisa al extremo al señalar que al ranking QS “nadie lo financia”, “lo llevamos adelante como un servicio público, principalmente para los estudiantes de todo el mundo”. Esta respuesta no parecería muy creíble, pero ¿qué es lo que realmente omite?
Al analizar la metodología del ranking y ver qué mide y cómo lo mide, el 50% del puntaje otorgado a cada universidad está asociado a productos de la compañía Elsevier, es decir, a mayor cantidad de artículos publicados en las revistas de la compañía Elsevier, mayor puntaje en el ranking. Esto queda en evidencia cuando, en la entrevista creada para responder a los dichos del subsecretario, Kamolins señala: “Trabajamos con nuestros socios de Elsevier, que tienen el mayor índice de datos de investigación del mundo. Miramos los papers que se publican, cómo son citados”.
Si habláramos de grandes grupos mediáticos y de las noticias que publican, probablemente las personas tenderían a pensar que en el armado de esas noticias operan ciertos intereses. Sin embargo, cuando hablamos de ciencias, y sobre todo de artículos publicados en revistas científicas “internacionales”, de compañías como Elsevier, o de la “prestigiosa” revista The Lancet, esa capacidad de intuir una trastienda mediada por grandes intereses económicos se desdibuja. El imaginario del progreso científico-tecnológico y de la neutralidad de las ciencias tiene una potencia tal que referentes de todo el espectro político caen rendidos ante un cientificismo colonizado que erosiona cualquier intento de crear agendas propias de investigación.
Al aplaudir de pie y legitimar exclusivamente cualquier artículo publicado por las denominadas big five –es decir, las grandes editoriales científicas como Elsevier, Springer Nature, Wiley, Taylor & Francis y American Chemical Society– de forma explícita o implícita proponen que la Argentina ajuste las agendas de investigación a los temas de interés de los grandes holdings internacionales, y destruya cualquier intento de generar sus propios escenarios de validación.
De hecho, el directivo de QS le devuelve el pase al subsecretario, al plantear un tema de gran interés para el actual gobierno: “Que las universidades busquen fondos más allá de los estatales: asociaciones con la industria, con otras universidades y con organizaciones internacionales, podrían complementar sus ingresos. Creo que hay una oportunidad para mejorar la forma en que se financian las universidades”.
Seguramente, el empresario no desconoce que las universidades públicas argentinas ya participan de investigaciones financiadas por fondos internacionales. La Argentina ocupa el puesto 39 a nivel mundial en el Nature index, que recupera la colaboración internacional según país, y permite ver cómo los grupos de investigación argentinos vienen trabajando en múltiples y diversas áreas de conocimiento, asociándose a otras universidades. Diversas universidades y hospitales públicos argentinos realizan investigaciones financiadas por los National Institutes of Health de Estados Unidos. El propio CONICET afirma que el 40% de la producción que lleva el sello institucional deriva de colaboraciones internacionales.
Si la Argentina ya tiene una amplia experiencia en colaboración internacional, ¿qué hay detrás de las palabras del directivo de QS? En primer lugar, fomentar el retiro de los fondos estatales de las universidades públicas, cuando ya se ha demostrado que el Estado es una pieza clave para sostener la investigación y las alianzas colaborativas a largo plazo, aun cuando las mayores dificultades se relacionan con los desincentivos generados por los problemas internos y burocráticos al interior de las instituciones.
En segundo lugar, como no puede decir abiertamente que para que las universidades argentinas suban de puesto en el ranking QS deberían pagar los denominados “acuerdos transformativos”, se invoca el recurso de la falta de colaboración internacional. Los “acuerdos transformativos”, que no son más que contratos exclusivos de publicación con editoriales como Elsevier, se han impuesto en las universidades de diversas regiones del globo, y han calado hondo en las universidades españolas. Desde el Departamento de Química Física de la Universidad Complutense de Madrid, Luis González señala que estos acuerdos “suponen un desembolso de 170 millones de euros en gastos de suscripción y publicación. Al precio de unos 2.500 € por artículo en abierto, nos abocan a un modelo completamente inasumible que costará cinco veces más que los actuales costes de suscripción de todas las bibliotecas universitarias”.
Tan enredados e inmersos estamos en ese imaginario del progreso científico-tecnológico y de la neutralidad de las ciencia que, a pesar de los efectos nocivos que estos procesos provocan en la desarticulación de las comunidades y de las agendas de investigación científicas, desde un gran abanico de racionalidades siguen abrazando la industrialización y la mercantilización del texto científico, que otrora fuera la arena de reflexión y de discusión colectiva, transfiriendo sus entornos de validación y de legitimación a las corporaciones internacionales, deslegitimando y desarticulando los propios escenarios nacionales de generación de consensos.
Al transferir los escenarios de validación científica a las corporaciones, además de aportar a las arcas de monopolios industriales científico-editoriales altamente concentrados, se terminan adoptando mecanismos interpretativos desarticulados de nuestros problemas, y los textos adoptan un aquí-ahora negado, es decir, un “no lugar”, en términos de Mac Augé, “que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico”, resquebrajándose la articulación entre las ciencias y la sociedad y las condiciones para desencadenar procesos colectivos, asociativos, basados en la discusión y la creación de consensos.
Las coreografías mediáticas siguen esta misma línea, proponiéndonos discusiones que buscan desarticular el tejido social. Álvarez, en su pase inicial, se esmeró en afirmar: “No sabemos si la Universidad Nacional de Córdoba o la Universidad Nacional de Tucumán son superiores a la UBA, porque la única que paga el ranking es la UBA”, argumento que se cae al consultar la página de QS.
Necesitamos poder interpretar estas jugadas, porque el gran desafío no es mercantilizar aún más la producción científica, sino volver a articular las ciencias con la lógica política de los problemas sociales emergentes en nuestros países que, aunque no parezca, es un proceso que está estrechamente vinculado a recuperar nuestros propios escenarios de validación científica.
* La autora es docente-investigadora del Instituto de Salud Colectiva, Universidad Nacional de Lanús. [email protected]
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