Doble degradación

Entre fronteras difusas y visitas incómodas

La resolución de Bullrich y Petri reabre una compuerta peligrosa que la democracia había cerrado deliberadamente.

 

La resolución conjunta 68/2025 firmada por los ministros de Defensa y Seguridad Nacional, que crea la denominada Mesa Conjunta de Coordinación, no puede analizarse de manera aislada ni en clave meramente técnica. Se trata de una disposición que, bajo la apariencia de un simple acto administrativo, implica un corrimiento sustantivo de las fronteras constitucionales que delimitan el poder del Ejecutivo frente a las competencias exclusivas del Congreso de la Nación.

La cuestión central es jurídica y política a la vez: ¿puede el Poder Ejecutivo modificar, reinterpretar o vaciar de contenido leyes orgánicas sancionadas democráticamente a través de resoluciones ministeriales o decretos simples? La Constitución Nacional, en su artículo 99 inciso 2, es categórica al impedir que el Presidente legisle por decreto violentando, de este modo, el espíritu parlamentario. Incluso en el caso excepcional de los decretos de necesidad y urgencia, el inciso 3 establece un procedimiento de control posterior, con intervención de ambas Cámaras. La resolución aquí analizada, sin embargo, no apela ni siquiera a esa herramienta excepcional: directamente sustituye la ley por la decisión administrativa.

En esa misma lógica, tanto los decretos 1107/2024 y 1112/2024 como la resolución 68/2025 reconfiguran ese esquema sin sanción legislativa. De hecho, la resolución hace permanente la coordinación interministerial, creando un órgano que no estaba previsto por ley. Este nuevo plexo normativo, para-parlamentario, se completa con los decretos 383 y 454 de 2025 de modificación de la ley orgánica de la Policía Federal Argentina y de la Gendarmería Nacional, respectivamente.

Esto vulnera palmariamente el principio de legalidad y la división de poderes: la excepción (militares en seguridad interior) se convierte en regla por vía administrativa, eludiendo, de este artero modo, el debate político en el Congreso. A esta altura, la elusión a la discusión política no parece ser un hecho aislado sino un método de gobernanza monárquico.

Este modo de gestión erosiona los fundamentos mismos de la democracia constitucional. Al gobernar por decreto allí donde corresponde legislar, se elimina el disenso, se suprime el debate público y se instaura una forma de autoridad que remite a prácticas premodernas. El resultado es una arquitectura normativa vidriosa en la cual las fuerzas de seguridad y las Fuerzas Armadas reciben facultades ampliadas sin los contrapesos legislativos que garantizan su legitimidad. Se diluye el principio republicano de división de poderes y se instala, de facto, un modelo de “seguridad sin control”.

Desde la perspectiva de la teoría del derecho, el análisis kelseniano de la jerarquía normativa resulta contundente: la Constitución se ubica en la cúspide, las leyes orgánicas ocupan un nivel inmediatamente inferior, y los decretos y resoluciones son meramente reglamentarios. Pretender que una resolución administrativa reconfigure el alcance de leyes como la 23.554 (Defensa Nacional) o la 24.059 (Seguridad Interior) constituye una vulneración formal y material del principio de legalidad. La democracia argentina no puede naturalizar que las reglas más sensibles de defensa y seguridad, que involucran el uso de la fuerza estatal, se dicten sin control parlamentario ni supervisión judicial.

 

Historia y memoria: los espejos retrovisores

La historia argentina, al igual que la de varios países de la región, ofrece múltiples ejemplos de los costos institucionales que surgen cuando se desdibujan los límites entre la defensa nacional y la seguridad interior. A comienzos de la década del ‘60, durante la presidencia de Arturo Frondizi, se implementó el Plan CONINTES, que permitió el uso de las Fuerzas Armadas para intervenir en conflictos de origen político y sindical. Esta medida trajo consigo la suspensión de derechos fundamentales y el afianzamiento de un rol castrense en la preservación del orden interno.

Con el correr de los años, este enfoque se profundizó bajo una lógica de seguridad que, influída por el contexto global de la Guerra Fría y por lineamientos estratégicos promovidos desde Estados Unidos, encontró eco en América Latina a través de la llamada Doctrina de Seguridad Nacional. Esta doctrina no surgió como una reflexión académica neutral, sino como una formulación ideológica que proponía identificar amenazas internas —antes que externas— como el principal peligro para la estabilidad del Estado. En ese marco, se legitimaron prácticas represivas orientadas al control social y la eliminación del disenso político. En el caso argentino, esa visión desembocó en el accionar violento y sistemático del Estado durante la última dictadura cívico-militar.

El retorno democrático en 1983 marcó un punto de inflexión. La dirigencia política de entonces, con amplio respaldo social, coincidió en la necesidad de trazar una línea clara entre el campo de la defensa nacional y el de la seguridad interior.

Ese consenso se plasmó en la Ley de Defensa Nacional (23.554, de 1988) y en la Ley de Seguridad Interior (24.059, de 1992). Ambas fijaron murallas normativas claras: las Fuerzas Armadas existen para enfrentar agresiones externas; las fuerzas de seguridad, para lidiar con conflictos internos. De esa manera se buscó evitar que las herramientas militares fueran utilizadas contra la ciudadanía. La resolución conjunta 68/2025, en cambio, abre nuevamente la compuerta que la democracia había cerrado deliberadamente. Y lo hace bajo un discurso de modernización que invoca “nuevas amenazas” —narcotráfico, terrorismo, ciberataques—, cuya vaguedad conceptual las convierte en categorías expansivas y maleables.

La experiencia regional advierte lo que está en juego. En México, la militarización de la seguridad en el marco de la “guerra contra el narcotráfico” derivó en decenas de miles de muertos, violaciones sistemáticas a los derechos humanos y un aumento exponencial del poder del crimen organizado. En Colombia, la intervención militar en la lucha contra las FARC degradó la capacidad profesional de las Fuerzas Armadas y prolongó durante décadas un conflicto interno. En ambos casos, la promesa de eficacia se transformó en un círculo de violencia interminable. La Argentina corre el riesgo de repetir ese camino si normaliza la participación militar en tareas de seguridad interior.

 

Foto: Télam.

 

Excepción y deseo de poder

La lógica política detrás de estas medidas es tan preocupante como el marco jurídico que las sustenta. Como desarrollara en una columna anterior, la tentación de lo excepcional transforma un recurso extraordinario y lo convierte en regla de funcionamiento cotidiano. La interpretación oficial del Código Procesal Penal Federal, según la cual los militares podrían detener personas en flagrancia “como cualquier ciudadano”, es un ejemplo de manipulación normativa. El artículo 397 del mismo código establece que esa posibilidad solo es válida en contextos de conflicto armado o zona de combate. Extender ese precepto a patrullajes de frontera en tiempos de paz es un abuso que desnaturaliza la excepcionalidad.

El riesgo no se limita a la ciudadanía. Los propios militares quedan expuestos a un escenario de inseguridad jurídica: formados para el combate convencional, se los coloca en funciones policiales sin la doctrina de empleo adecuada, sin reglas claras de empeñamiento y con la amenaza latente de responsabilidad penal individual por sus actos. El caso de Brisa Báez, la joven voluntaria de la Armada que sufrió daño cerebral en un curso antidisturbios, es un recordatorio doloroso de los costos de improvisar policías militares.

En este sentido, el gobierno parece haber optado por el camino más riesgoso: usar a las Fuerzas Armadas como herramienta de contención interna, en lugar de fortalecer a las fuerzas de seguridad civiles. La consecuencia es la doble degradación: se debilitan las instituciones policiales, incapaces de enfrentar por sí solas la criminalidad compleja, y se desnaturalizan las Fuerzas Armadas, que pierden su misión principal de defensa externa.

 

Fragilidad institucional

La militarización de la seguridad interior revela una fragilidad institucional más profunda; recurrir a los militares para resolver problemas policiales es el síntoma más claro de la incapacidad del Estado para robustecer a sus fuerzas civiles y resolver los conflictos sin la necesidad de apelar a la mayor expresión de uso de la violencia del Estado. La consecuencia es la consolidación de un modelo de excepcionalidad permanente: las Fuerzas Armadas ocupan espacios vacantes que dejan organismos debilitados o desmantelados, mientras el Congreso permanece marginado.

Esa fragilidad se expresa en varios niveles. En lo operativo, porque los despliegues militares carecen de protocolos claros, de reglas de empeñamiento transparentes y de mecanismos de rendición de cuentas. En lo institucional, porque el Ejecutivo concentra facultades que corresponden al Parlamento, debilitando el sistema de frenos y contrapesos. Y en lo jurídico, porque se reinterpreta la normativa para justificar actuaciones que la ley expresamente prohíbe. El resultado es un escenario de inseguridad normativa en el cual ni la ciudadanía ni los propios militares tienen claridad sobre los alcances de su actuación.

Como se ha advertido oportunamente, la militarización no solo erosiona la democracia, sino que fragiliza la propia capacidad militar, desviándola de su misión esencial de defensa soberana.

 

La dimensión geopolítica

La visita del jefe del Comando Sur de Estados Unidos en paralelo a la publicación de la resolución 68/2025 no es coincidencia. Es parte de un patrón histórico: la presión norteamericana para militarizar la seguridad interior en América Latina. El Comando Sur ha promovido en la región la lógica de la “guerra contra las drogas” y la “lucha contra el terrorismo”. El resultado fue siempre el mismo: mayor injerencia estadounidense, debilitamiento de la soberanía y erosión de las democracias locales.

La instalación de bases militares en Honduras o en Ecuador son ejemplos de cómo la agenda de seguridad norteamericana se impuso bajo la fachada de cooperación. En todos los casos, la narrativa fue similar: enfrentar amenazas transnacionales con apoyo logístico y doctrinario de Estados Unidos. La consecuencia: la subordinación de las políticas nacionales a los intereses estratégicos de Washington.

En la Argentina, el anuncio de una base naval conjunta en Ushuaia, realizado con funcionarios vestidos de uniforme militar en un acto nocturno, constituye un gesto simbólico de subordinación diplomática. La presencia del jefe del Comando Sur refuerza esa imagen de tutela externa. No se trata de cooperación entre iguales, sino de supervisión geopolítica en una relación asimétrica incontrastable. El riesgo es evidente: bajo el pretexto de “alianzas estratégicas”, la Argentina erosiona su soberanía en áreas clave como la Antártida o los recursos naturales del Atlántico Sur.

 

Escenarios prospectivos

El futuro abre tres escenarios posibles:

  1. El de la judicialización, en el que los tribunales intervengan para declarar la inconstitucionalidad de estas disposiciones. Sin embargo, el cuestionado sistema judicial podría permitir que la práctica se consolide en los hechos antes de ser revisada en derecho;
  2. El de la institucionalización definitiva. Si no hay frenos legislativos, la participación militar en seguridad interior podría convertirse en norma permanente, lo que significaría desandar cuatro décadas de consensos democráticos. La excepción se volvería regla y el modelo de seguridad argentino se alinearía con el de países militarizados de la región; y
  3. El único compatible con la democracia: el de la alternativa civil y republicana. Ello requiere invertir en la profesionalización de las fuerzas de seguridad, reforzar el control parlamentario sobre las actividades de seguridad y defensa nacional y, por último, recuperar la centralidad del Congreso como ámbito de debate político.

 

Facilismo de hoy, tragedias de mañana

La creación de la Mesa Conjunta de Coordinación es más que un detalle burocrático. Es el síntoma de un retroceso democrático mayor. Bajo la excusa de enfrentar “nuevas amenazas”, se vulnera la Constitución, se debilita al Congreso, se confunde defensa con seguridad, se expone a los militares a tareas para las que no están preparados y se abre la puerta a la injerencia extranjera.

La visita del jefe del Comando Sur es el telón de fondo que recuerda que ninguna doctrina importada es neutra. Detrás de la retórica de la cooperación, lo que está en juego es la soberanía nacional. La historia argentina y latinoamericana muestra con claridad el costo de esos atajos: más violencia, menos democracia, fragilidad institucional y pérdida de autonomía.

La pregunta final es inevitable: ¿está la Argentina dispuesta a resignar los consensos democráticos alcanzados desde 1983 para abrazar nuevamente una lógica de seguridad nacional tutelada por militares y bendecida por Washington?

La advertencia sigue vigente: “No podemos permitir que las soluciones fáciles de hoy se conviertan en las pesadillas del mañana”.

 

 

 

* El Mg. Roberto C. López es director de la Maestría en Seguridad Pública de la Universidad Argentina John F. Kennedy y coordinador del Área de Asuntos Estratégicos del Instituto de Políticas Públicas y Estado de la UNLa. Consultor.

 

 

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