Dos, tres, muchos Napalpí

Sentencia histórica en Chaco por una masacre indígena del añorado país liberal

 

Los juicios cuentan historias. No es su función hacerlo. Pero los historiadores e historiadoras encuentran en ellos una ventana por donde mirar a la sociedad en un tiempo determinado. El inédito juicio por la masacre de Napalpí cometida en 1924, que acaba de finalizar este jueves con una histórica sentencia, tiene la virtud, entre otras, de mostrarnos un tiempo largo, tan largo como la historia de nuestra Argentina moderna, un tiempo con una piel saturada de violencia y racismo, una piel rasgada por incansables luchas, rasgos que, en ocasiones, saben hablar de justicia. Acá está Napalpí y un cúmulo de retratos de nuestra sociedad.

 

La foto del presente

Después de escuchar los alegatos de la fiscalía y las dos querellas del juicio y tras casi dos horas de deliberación, la lectura de la sentencia se extendió por espacio de una hora más. Durante ese acto, la jueza federal Zunilda Niremperger estuvo acompañada por su secretario Sebastián Kapeika, pero también por Néstor Díaz y Victorio Ramírez, dos intérpretes indígenas que tradujeron sus palabras en simultáneo a las lenguas moqoit y qom. Fueron, quizás, quienes tuvieron la parada más difícil.

 

La jueza y los intérpretes. La lectura de la sentencia en castellano, qom y moqoit. Foto: Victoria Aranda, Secretaría de Derechos Humanos y Géneros de la Provincia del Chaco.

 

El auditorio del Hotel Gala y Convenciones estaba repleto: mitad población indígena y la otra, criolla. En el exterior, como en la apertura del juicio un mes atrás, miles de personas, de movimientos sociales e indígenas, veían y escuchaban la audiencia por pantallas gigantes, garantizadas por la Secretaría de Derechos Humanos y Género del Chaco.

Esta Secretaría conformó una de las querellas, asumiendo contradicciones necesarias y el imprescindible rol de autocrítica del Estado. La otra representaba a las comunidades indígenas por medio del Instituto del Aborigen Chaqueño, entidad provincial cuya autoridad es elegida por medio del voto directo de los 80.000 indígenas de la provincia. La fiscalía construyó el proceso acompañando las iniciativas y atendiendo las demandas de las comunidades. Ejemplo de ese compromiso es el testimonio de una de las abuelas, Felipa Laleqori, tomado en su casa de un paraje de Charata, ante la presencia de un centenar de curiosos y curiosas de la comunidad.

De las siete audiencias que tuvo el juicio, cuatro se realizaron en Resistencia, una en Machagay y dos en Buenos Aires. La voz indígena tuvo un lugar central: en los actos públicos, en la prensa, en los conversatorios y en el estrado. Se escucharon los testimonios de 23 longevos y longevas sobrevivientes, familiares e investigadores indígenas, la mitad menos uno del total de declarantes. La jueza, con absoluta paciencia, se aprestó a oírlos en sus lenguas por medio de intérpretes. El equipo de psicólogas de la Secretaría de Derechos Humanos y Género provincial los y las acompañó en todo momento.

El equipo del Comité Provincial de Prevención de la Tortura acompañó el proceso desde sus orígenes. Antes de iniciarse la última audiencia, Darío Gómez, uno de sus comisionados, compartió con algunos presentes sus expectativas por el resultado del juicio, pero no dejó de recordar los terribles casos de abusos que sufren en la actualidad poblaciones vulnerables, especialmente indígenas. El año pasado, cuando todavía estaba en dudas la apertura de la instancia judicial, el Comité tomó la iniciativa, junto a otras instituciones del Estado, de iniciar un Plan Provincial Contra el Racismo y la Discriminación. En ese momento tomaba estado público el violento conflicto por tierras en la localidad chaqueña de Miraflores, teñido de odio y racismo, que atravesaba a comunidades indígenas y a criollos.

En la sentencia, la jueza captó bien la demanda específica de la fiscalía y las querellas. Reconoció el carácter reparatorio de varias medidas tomadas por el Estado chaqueño desde 2008 y ordenó algunas en el mismo sentido, como la de publicar y difundir el juicio a nivel nacional e internacional, incorporar el tema en la currícula en las escuelas, terciarios y universidades, realizar desde el Estado nacional un acto público de reconocimiento de responsabilidades y capacitar a las fuerzas federales y provinciales en temática de derechos humanos de los pueblos indígenas. Asimismo, se exhortó al Estado nacional a implementar un “plan de políticas públicas concretas de reparación histórica” y a “fortalecer las políticas públicas de prevención y erradicación del odio, racismo, discriminación y xenofobia”, lo que implicaría en primer lugar reimpulsar el plan nacional contra la discriminación de los primeros tiempos del kirchnerismo. Por otro lado, exhortó también a crear espacios de investigación para que docentes e investigadores indígenas puedan desarrollar estudios y elaborar materiales de difusión sobre sus historias.

 

Las querellas: la Secretaría de Derechos Humanos y Géneros de Chaco (al frente) y los representantes del Instituto del Aborigen Chaqueño. Foto: Victoria Aranda, Secretaría de Derechos Humanos y Géneros de la Provincia del Chaco.

 

 

La foto del pasado

Los hechos que se juzgaron y que desde El Cohete hemos narrado en varias oportunidades ocurrieron en 1924. Los nombres de los responsables de la masacre, máximas autoridades nacionales y del territorio chaqueño y de civiles, fueron enunciados por las querellas y fiscalía durante el juicio, pero no fueron acusados porque están fallecidos. Es justamente por este motivo que el formato del proceso debió ser el del Juicio por la Verdad, con el fin de reconstruir los hechos de la forma más minuciosa posible, aportar una verdad penal y escuchar las voces de las víctimas, en este caso, de algunos sobrevivientes y familiares.

Este último aspecto del juicio fue en sí mismo reparador. Si los juicios son una ventana hacia la sociedad en un tiempo determinado, este proceso ofreció una doble vista. Uno de los principales documentos probatorios analizados fue justamente el expediente de un juicio llevado adelante luego de ocurridos los hechos. Esta ventana enseña mecanismos entonces vigentes que garantizaron la impunidad y el forzoso olvido de los hechos. También la relación que tenían en aquel tiempo las clases dominadas, especialmente los pueblos indígenas, con la Justicia y el orden legal.

Aquella investigación se había iniciado a pedido de la gobernación y a los fines de tergiversar lo sucedido, toda vez que no había podido ser ocultado. La instrucción del proceso fue realizada por los propios policías agresores, organizando una versión oficial que se reprodujo en la prensa oficialista. Pero la barbarie había sido tan desmedida que se debió tramar la intervención de un fiscal, designado en aquella misma circunstancia por el Presidente Marcelo Torcuato de Alvear, para ampliar las medidas y responder a las comprometedoras denuncias que llegaban al Congreso Nacional. Cada una de las acciones tomadas, declaraciones de agentes y civiles que participaron de los hechos, exhumación y autopsia de los únicos cuatro cadáveres reconocidos oficialmente (presentados como asesinatos inter-étnicos), estuvo pensada para negar la masacre. El fiscal emitió un dictamen pidiendo el sobreseimiento de los oficiales y agentes policiales, lo que incluía una declaración a favor de su “honorabilidad”, aún cuando el juicio, en su origen, tenía como imputados a los indígenas “sublevados”. El juez le dio la razón, mientras se negaba la conformación de una comisión de investigación en el Congreso, cuyos impulsores reclamaban a gritos que se convocara a declarar a testigos calificados y a los indígenas sobrevivientes.

En el juicio actual, la fiscalía pidió como medida reparatoria, con mucho sentido de oportunidad, la nulidad de aquel expediente. Pero aquella pieza judicial resultaba tan burda que la jueza consideró que ni siquiera merecía ser considerada causa juzgada írrita, una figura que se utiliza para desandar sentencias firmes cuando se verifica que se hizo contrariando los principios de la justicia. En este sentido, la jueza señaló como hecho probado que el Estado llevó adelante una estrategia de construcción de una historia oficial, a fines de negar y encubrir la matanza, con la colaboración de la prensa oficialista y el oficialismo en el Congreso, y que luego avaló la justicia local, “en un proceso en el que declararon solo los efectivos y civiles que participaron de la agresión, pero ningún indígena”. Este reconocimiento de los usos políticos de la Justicia en el pasado, en casos de crímenes masivos y brutales, es un candil de una potencia indisimulable.

Esta comunicación entre pasado y presente tiene como eje principal, en verdad, un reconocimiento de gran relevancia que fue el único y principal motivo de que el juicio pudiera realizarse: la jueza reconoció los hechos como delitos de lesa humanidad, habilitando su juzgamiento de acuerdo a las leyes y códigos vigentes en aquel tiempo que, vale la pena insistir, era el de la república democrática, con plena vigencia de la Constitución nacional del país liberal. Bajo esas circunstancias, la jueza reconoció que se organizó entonces un plan para cometer homicidios agravados con ensañamiento e impulso de perversidad brutal, en hechos que terminaron con la vida de entre 400 y 500 personas. Pero además, la jueza reconoció el delito de servidumbre ejercido por el sistema de reducciones estatales de indios, con dirección civil del Ministerio de Interior, sistema que funcionó durante gran parte de la primera mitad del siglo XX. Más importante aún, estos delitos fueron cometidos, afirmó la jueza, en el marco de un proceso de genocidio. La fórmula utilizada que expresa parte de este reconocimiento dice así: “Producto de ello y de una sistemática opresión, las generaciones posteriores de los pueblos Moqoit y Qom sufrieron el trauma del terror, el desarraigo, la pérdida de su lengua y cultura”. Es la primera vez que un poder del Estado reconoce de forma oficial el genocidio indígena como proceso histórico.

 

Los fiscales federales. Foto: Victoria Aranda, Secretaría de Derechos Humanos y Géneros de la Provincia del Chaco.

 

 

 

La foto del futuro

Cuando menguaban los largos aplausos tras finalizar la audiencia, un viejo dirigente kolla decía a quien quisiera oír que este fallo era una “punta de flecha” para los pueblos indígenas. La metáfora fue traducida a otros términos, con igual entusiasmo y algo de preocupación, por los protagonistas del juicio, en una especial cena celebratoria, en la cual uno de ellos reflexionó que el fallo los desafiaba a saber si serán capaces de ejecutar todo lo que habilita la sentencia. En esa misma cena, sin descanso, ya se armaban hipótesis para conformar la unidad de supervisión ordenada por la jueza para que el fallo no se transforme en un esqueleto etéreo.

Esta inquietud tiene la forma de inconformismo en quienes siguieron el proceso judicial con una mezcla de entusiasmo y desconfianza. La realidad del acceso a la tierra para las comunidades indígenas del país no admite tranquilidad alguna. Pero este juicio se circunscribió a los hechos ocurridos en Napalpí, a comunidades específicas que padecen hoy importantes insuficiencias, como la del acceso al agua corriente, pero no la de la tierra, que tiene en Colonia Aborigen (Napalpí), desde 1990, el carácter de comunitaria. Se trata de unas 20.000 hectáreas entregadas en concepto de “reparación histórica”. Es por ello que la fiscalía no refirió al tema de las tierras en las demandas, como tampoco lo hicieron las querellas, lo que incluye a la representación indígena. La jueza Niremperger hizo, en este sentido, una afirmación importante que hace un guiño a otros casos donde no ha existido este tipo de reparación: la Reducción se creó “con el objetivo de culminar el proceso de ocupación del territorio de las poblaciones indígenas y su sometimiento a la explotación laboral”.

Las realidades de las comunidades indígenas del país son, por cierto, muy variables. Lo han sido históricamente. No hay sayo que le quepa a uno y a otro exactamente. Las coyunturas y las tramas sociales de cada territorio presentan distintos y cambiantes desafíos.

En otras palabras, esta experiencia judicial por Napalpí no es fácilmente repetible. Un juicio de estas características tiene múltiples aristas. Se necesita, a grandes rasgos y seguramente quedándonos cortos, comunidad, investigación, archivos, funcionarios comprometidos y fuertes consensos. Este juicio tuvo una incuestionable legitimidad social, construida con sabia paciencia.

Pero ello no significa que no sea necesario plantearse el desafío. Al fin y al cabo, este juicio ya nos ha dejado ver por su ventana que uno de los patrones de conducta más recurrentes de nuestras clases dominantes y del Estado han sido los crímenes masivos y brutales, y no sólo contra poblaciones indígenas. Y después del mojón histórico emplazado el 19 de mayo, este es un reconocimiento que nos incomoda a todos, y debería hacerlo especialmente con los actores judiciales.

Dos, tres y muchos Napalpí quizás sirvan como herramientas para desnudar y avanzar sobre la problemática histórica del acceso a la tierra. Y quizás, con más seguridad aún, nos dé un importante empujón para combatir el racismo y la discriminación que enceguecen a nuestra sociedad.

 

David García y Arnaldo Lencina, compañeros de Juan Chico, impulsor de la causa, quien falleció hace un año. Foto: Victoria Aranda, Secretaría de Derechos Humanos y Géneros de la Provincia del Chaco.

 

 

 

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