Economía mata Nunca Más

La ciudad contra los recuperadores de residuos reciclables

Foto: revista Cítrica.

 

En 1789, poco después de la Revolución Francesa, el activo movimiento emancipador proclamó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Fue el antecedente de la doctrina contemporánea de los derechos humanos formulada tras la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto, que llevó mucho después a la adopción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1948.

En la Argentina, en diciembre de 1983, apenas cinco días habían pasado desde la asunción del gobierno de Raúl Alfonsín cuando el propio Presidente anunció la conformación de un grupo de ciudadanos notables a efectos de relevar las violaciones de derechos humanos ocurridas durante el período dictatorial inmediatamente anterior. El resultado de ese trabajo fue el informe Nunca Más, que desde el mismo título aspiraba a asentar para siempre que las violaciones a los derechos humanos no fueran más que una materia del pasado, algo que una vez investigado nunca más volviera a ocurrir. Ello suponía que el mero esclarecimiento de las aberraciones cometidas por las fuerzas armadas en connivencia con sectores del poder económico, mediante los juicios de lesa humanidad, iba a ser suficiente para impedir repeticiones. En otras palabras, iba a permitir que el Nunca Más tuviera efectos duraderos.

A poco más de 40 años de aquel grito popular, las violaciones a los derechos humanos siguen ocurriendo a lo largo y ancho del país, bajo formas más sutiles, menos explícitas. Me refiero en particular a las que afectan ampliamente a los grupos sociales de menores ingresos, por ejemplo el hambre y la vivienda digna, mediante políticas públicas que no cubren efectivamente esas necesidades aun cuando –mayormente en gobiernos populistas– se plantean como objetivos explícitos de dichas políticas de Estado.

Lo anterior remite en materia de política en general a la falta de correspondencia entre las propuestas eleccionarias y las concreciones a la hora de gobernar. Si bien es cierto que muchas veces ello responde al escaso poder real que tienen los gobiernos que asumen victoriosos de elecciones poco atractivas para el electorado, generalmente la población votante no tiene manera de controlar ni exigir que el gobierno lleve a cabo lo que propuso y por/para lo cual fuera elegido.

En los siguientes párrafos trataré de argumentar otro tipo de condicionamientos que hacen que exista semejante discordancia entre propuestas y concreciones. Me referiré al chaleco de fuerza que implica el crónico endeudamiento externo del país y al rol del FMI como vocero de los acreedores financieros, indicando las políticas a llevar adelante por los gobiernos vernáculos, que deben ajustarse a la imposición de parámetros fiscales estrictos de manera de asegurarles el repago de deuda y seguir condicionando el rumbo del país, incluyendo vetos a alianzas y relacionamientos con otros Estados soberanos.

Aquí es donde entra a tallar una dicotomía de hierro que pareciera insalvable: la que opone la sostenibilidad del repago de deuda con el sostenimiento de los derechos humanos, utilizados a modo de parámetro básico de lo que debería considerarse una vida digna de ser vivida: vivienda, entorno saludable, agua potable, cloacas, salud, educación. En este punto, como los acreedores son los que detentan el poder real, ellos privilegian recuperar los préstamos otorgados, condicionando la satisfacción de las necesidades básicas humanas a la existencia de superávit fiscal luego de pagar la deuda. En la práctica, ello nunca ocurre, ya que la deuda jamás termina de pagarse. Un caso especial se dio cuando el Presidente Néstor Kirchner –entendiendo cómo salir del dilema de la deuda– decidió repagar toda la deuda con el FMI, por lo cual durante un período breve su gobierno impulsó la atención de las necesidades populares, aunque al poco tiempo la crisis global de deuda del 2008 interrumpió la holgura económico-financiera y se descontinuaron esas políticas progresistas.

La argumentación hasta aquí indica que las políticas sociales, que tienden a responder a los derechos humanos de las mayorías, en el siglo actual prácticamente han dejado de tener cabida, quedando por ende millones de personas sin conexión tanto al agua potable como a cloacas y a gas de cañería, en un país productor y exportador de gas. En el siglo XX hubo gobiernos que las implementaron y esos períodos fueron de grandes logros y alegrías para el pueblo; por ello son tan bien recordados varias décadas después. Años en que además hubo crecimiento económico acompañado de desarrollo y movilidad social, en que inmigrantes o hijos de inmigrantes estudiaron en la universidad y llegaron a ser los primeros profesionales de la familia (la famosa época de “mi hijo el doctor”).

Eso fue hasta que la dictadura se instaló, torciendo para mal la historia y formulando algunas leyes desde entonces inamovibles (como la de Entidades Financieras, que da lugar a tanta actividad especulativa y parásita), que fueron moldeando un país diferente del anterior, cada año más dependiente del capital financiero internacional, además de otras políticas externas “ordenadoras” que subyugan férreamente a nuestros países latinoamericanos. Cuba y Venezuela son dos excepciones que confirman la regla, ya que fueron excluidas del orden financiero internacional por rumbear soberanamente, y luego boicoteadas por Estados Unidos en su arrogado carácter de gendarme del planeta, disciplinador de todos aquellos países que no le obedecen fielmente.

Mientras las políticas sociales quedaron prácticamente canceladas en el país, las políticas productivas tendieron a involucionar de manera análoga, dejando el crecimiento económico a merced de la evolución aleatoria y autónoma de grandes firmas trasnacionales (que van y vienen entre países según más se beneficien) y algunas pocas vernáculas. Ello se dio en el marco de argumentaciones ideológicas llegadas desde los países poderosos, que preconizan que no hay mejor paladín del crecimiento que las mismas empresas, por lo cual el Estado debe replegarse, excepto en su rol de garantizar la infraestructura productiva del país, de manera que las grandes firmas puedan rápida y económicamente llevarse los recursos naturales.

En lo macroeconómico, los ajustes fiscales exigidos por el FMI hacen que la recesión se profundice y aumente la cantidad de pymes que deben cerrar sus puertas por el achicamiento del poder de compra de la población. En consecuencia, cada día se ven más personas sin trabajo y sin ingresos, muchos de ellos se cansan de buscar nuevo trabajo y terminan cirujeando por los contenedores de basura de la ciudad de Buenos Aires (y otras metrópolis), buscando materiales para revender e incluso comida para llevar a los hogares.

En la Argentina se estima que unas 200.000 personas viven de la basura. Sólo en el Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA) rondan los 30.000, que recuperan aproximadamente 10.000 toneladas diarias de residuos reciclables. Son cartoneras y cartoneros, denominados recuperadores urbanos, que inventaron su propio trabajo para sobrevivir a las recurrentes crisis económicas y sociales del país. En los años ‘80 aparecieron los primeros cartoneros, se multiplicaron en los años ’90 producto de las políticas neoliberales y se consolidaron con fuerza a partir del nuevo siglo. Es así que el fracaso del modelo de país tras la reinstalación de la democracia representativa retrotrajo la situación de derechos de las mayorías al punto del hambre y hacinamiento. La frase “con la democracia se vota, se come, se cura y se educa” de Alfonsín no quedó más que en aguas de borraja.

La fuerza de la proto-organización cartonera llevó a que se sancionara en 2002 en la ciudad de Buenos Aires la Ley 992, por iniciativa del legislador Eduardo Valdés, por la cual se reconoció como servicio público a la higiene urbana y se incorporó a los recuperadores de residuos reciclables a la recolección diferenciada dentro del servicio público, reconociéndolos en su calidad de hacedores de un significativo aporte en materia ambiental por reducir la basura a enterrar en rellenos sanitarios.

En la actualidad, muy especialmente a partir del gobierno de Milei, las personas viviendo en la calle en las metrópolis del país –adonde llegan debido a cierto imaginario de encontrar posibilidades de trabajo y, antes que nada, en procura del descarte de la clase media– han aumentado día a día. Mientras tanto, las políticas de ajuste hacia abajo de todas las actividades productivas no-extractivas y la desprotección social y de salud han alcanzado inclusive a discapacitados y enfermos oncológicos, a muchos de los cuales se los encuentra en las manifestaciones de protesta, mientras otros más silenciosos viviendo en la calle han creado un panorama social de vulneración generalizada, que hace aún más difícil la actividad de los recuperadores.

En semejante contexto, el jefe de gobierno de la ciudad, Jorge Macri, acaba de dar instrucciones a la policía para que detenga a las personas que revuelvan el contenido de los contenedores en procura de comida con la excusa de que ensucian las calles, cuando estas se evidencian casi abandonadas por el sistema público denominado “Basura Cero” (está claro: los menesterosos afean el paisaje de la ciudad y más aun revolviendo basura al buscar comida). Al mismo tiempo, el gobierno porteño decidió dejar de cumplir el acuerdo para el traslado gratuito desde el Conurbano a la ciudad de los recuperadores urbanos inscriptos oficialmente como tales y ordenó cerrar un galpón donde una cooperativa de cartoneros separa materiales que van al reciclado, luego revendidos en la provincia, donde serán reutilizados en nuevas producciones, obteniendo entonces ingresos por su trabajo.

Evidentemente, la política relativa a la recuperación urbana de materiales de la autoridad máxima de la Capital Federal es deshonrar la Ley 992 y actuar bajo el dicho formulado por el propio Jorge Macri: “Si te gusta hurgar la basura, preparate para ir preso”, dejando pa’la gilada los decorativos lemas porteños de Basura Cero y BA Ciudad Verde.

Por todo ello, la ciudad de Buenos Aires, tan admirada otrora como faro cultural que alumbra al planeta en muchos aspectos desde este rincón sureño del mundo, con los retrocesos en cultura y demás –al menos desde comienzo de siglo– agudizados en la actualidad por el gobierno nacional, sorprende bastante a los extranjeros que llegan buscando la París austral si van algo más allá del café Tortoni y Puerto Madero. Si quieren ver con los ojos bien abiertos pueden rápidamente darse cuenta del deterioro social y económico que sufre la población argentina.

En síntesis, el faro iluminador de derechos humanos que arrojaba luz desde estas latitudes americanas apenas si emite tenues destellos, asemejándose a esas estrellas que todavía vemos iluminadas pero ya hace años dejaron de brillar.

Para retomar aquella senda virtuosa de adquisición de derechos por parte del pueblo argentino, el mundialmente famoso Nunca Más deberá ser activamente profundizado y renovado por al menos una buena parte de la sociedad (¿Cómo difundir? ¿Cómo educar a las nuevas generaciones para ese propósito?), de manera de estar a la altura del deber ético y fáctico que el mismo requiere, así como para poder seguir honrando y acompañando a familiares y compañeros de los desaparecidos en la búsqueda de verdad y justicia que sigue adelante. De esa manera el Nunca Más volverá a resonar desde este sur del planeta para una vez más iluminar dignamente, como supo hacerlo en su momento.

 

 

 

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