Ecos del 2001

¿Qué reverbera de aquel diciembre en este presente?

 

Hay algo que inquieta, que perturba, más allá de la rememoración de las consecuencias económicas y en vidas humanas –el gobierno de la Alianza, ya con Domingo Cavallo como ministro de Economía, decretó el estado de sitio y las fuerzas represivas sintieron el llamado ancestral de la sangre– de la aplicación del tercer estadio neoliberal en la Argentina. Es la pregunta por esa potencia que supuso un límite al ciclo de endeudamiento, pobreza, hambre, represión y muerte, que la dictadura cívico-militar de 1976 inició a través del establecimiento del Consenso de Washington –el Estado mínimo y asesino– y que el neoliberalismo del menemismo y la Alianza continuaron como el signo trágico de la Argentina que culminó en la crisis del 2001. Quizá ese estallido haya expresado que la multitud en las calles se rebelaba ante la decisión del Presidente que nunca se asomó al ventanal de la Casa Rosada de dictar el estado de sitio. Hecho vital que contrasta con la realidad en sentido fuerte: Fernando de la Rúa es responsable de las 39 vidas sesgadas por esa decisión tomada como un último y cruel intento de sostener una gobernabilidad ya evaporada. La imagen final de palacio es la huida y el helicóptero; la de la calle, los gases lacrimógenos, la caballería de la Policía Federal embistiendo a la Madres, las Itakas y los disparos, la angustia, el dolor y la muerte. 39 vidas arrancadas por los verdugos del poder.

La pueblada de diciembre rompió los límites de la representación política, de la democracia representativa, pero en la rebelión de 2001 la diferencia sustancial pasó por la negación de lo político sin alternativa alguna, hecho que quedó plasmado en la consigna de esos días: “Que se vayan todos”. Un fraseo capaz de expresar intereses y deseos llevados a la acción, que al quedar en la encerrona de una dialéctica trunca condujo a la disolución de ese acontecimiento, como quedó revelado en la extinción de formas asamblearias de gobierno. Es decir, el sentido fuerte de realidad de aquel 2001 se redujo a la noción de destrucción, a una primera y única negación de ese perverso sistema de relaciones económicas, sociales, culturales y subjetivas que el neoliberalismo impuso.

El proyecto alternativo al neoliberalismo debía ser, precisamente, un proyecto político que implicara una nueva organización de ese conjunto de relaciones y deseos del entramado social, hecho que no ocurrió porque en esa consigna, y en el propio desarrollo interno de los movimientos asamblearios, se condensó un profundo rechazo a los políticos como conjunto granítico –digamos, también, que ese visceral rechazo era comprensible–.

El 2001, entonces, evidenció en la práctica política de la rebelión una carencia para auto-imponerse un límite que diera lugar a un nuevo proyecto de organización social. El resultado fue que ese límite fue impuesto desde el espacio político rechazado, con lo cual podemos suponer que el germen de este límite, aparentemente externo, estaba contenido en el “que se vayan todos”, en la utopía coja, en la negación sin proceso dialéctico. La fugacidad de esta reacción popular se vio plasmada en otra consigna, que fue una veloz ilusión de comunión ecuménica entre clases o capas sociales: “Piquete y cacerola, la lucha es una sola”. La levedad efímera del ahorrista uniendo su suerte a las clases populares duró lo que puede durar el tiempo en que las capas medias estafadas por los bancos volvieron a posar su mirada en el espejo que siempre les devuelve, como efigie a desear, la imagen del amo. Nicolás Casullo me dijo en una entrevista que realicé en su casa: “Con el uno a uno, la clase media se sintió la reina de la creación; alma cavallista revitalizada por el uno a uno”.

La respuesta a la sublevación vino desde las estructuras políticas rechazadas, luego de que en cinco días se sucedieran tres Presidentes y dos representantes del Poder Ejecutivo. El nombre del límite: Eduardo Duhalde, el candidato que mordió el polvo en 1999, el senador de 2001 que asumió la Presidencia interina. Devaluación, gran distribución de ingresos, Plan Jefes y Jefas; todo ello conviviendo con la dolorosa realidad del hambre recorriendo la geografía del país. Una tragedia nacional. Para muchos de nosotros, el fastidio por la hipocresía de tantos que de pronto descubrieron que existían en la Argentina millones de pobres. Duhalde, el Presidente que vio acelerada su salida por la matanza de Avellaneda: formaciones policiales y de Gendarmería, escudos, cascos, bastones, balas de goma, gases y balas de plomo, ofrecieron en sacrificio los cuerpos de dos jóvenes militantes de agrupaciones de desocupados. Terrible paradoja para el poder: desocupados organizados con el objetivo de defender su derecho a existir y vivir. Darío Santillán y Maximiliano Kosteki, sus nombres.

El emergente del “que se vayan todos” y el Presidente interino fue, de nuevo, un político, muy poco conocido: Néstor Kirchner, quien irrumpió en la vida política nacional como una flecha anómala, que hizo centro en el corazón de una Argentina desmembrada. Una aparición que el destino nos arrojó sin certezas, como suele hacer siempre el destino, en el momento exacto en el que el infierno nacional no era para nada encantador. A Néstor Kirchner el destino le ofreció como única herramienta el hacer de las convicciones una práctica. Un martillo de constructor. Alrededor de él, las contingencias de un país abrumado por una sucesión de fracasos y traiciones políticas. Afrontó el destino y comenzó a construir, con aciertos y errores, pero comenzó. Y no paró más, pensando que el futuro era el presente. Y como acción real y símbolo incontrastable del camino que recorrería, queda la orden dada al jefe del Ejército, general Bendini, para que descolgase los cuadros de los genocidas Videla y Bignone del Colegio Militar. Un camino contrario al consenso internacional en torno a las economías de corte neoliberal. Resumamos la senda elegida por Néstor Kirchner: producción en lugar de especulación financiera; inclusión social frente a la exclusión que aconsejaban los reyes del mercado; generación de empleo en lugar de flexibilización laboral. Raros tiempos de incipiente esperanza. El kirchnerismo fue la alternativa política, la síntesis superadora, al “que se vayan todos”; la posibilidad de un futuro invitándonos a alcanzarlo.

 

Coda

Hay una pregunta más que hacerse: ¿Qué reverbera de aquel 2001 en este presente? Quizás una aproximación como respuesta al interrogante es esa alarma encendida en torno al resquebrajamiento entre lo común, la comunidad y sus representantes políticos. Un clima de hastío frente a ciertos privilegios. Nuevamente, clima de fastidio y bronca, también de desencanto y despolitización, que fue capitalizado por la irrupción de las derechas antisistema que, sin embargo, y como paradoja espectral, bregan por ingresar a la arena política; esto es novedoso, porque desde lo político en su expresión más brutal se elabora un plan de destrucción de nuestro pacto civilizatorio: arrasar con las políticas de ampliación de derechos sociales, laborales y de las políticas de derechos humanos, y romper todos los lazos que unen la práctica política con el bienestar común. En este 2023 no hay rebelión popular, ni estallido, sino una preocupante pendiente anti-humanista donde el “otro” diferente no es un adversario político sino un enemigo a destruir.

Allí el desafío de hoy: religar las comunidades, los pueblos, con prácticas políticas capaces de gestar un nuevo humanismo crítico que enfrente los múltiples rostros del terror capitalista; un humanismo crítico no como una solución progresista o desarrollista de izquierda, sino como una nueva forma de unidad para combatir esos rostros que producen las alianzas financieras, comunicacionales, jurídicas y estado-represivas.

“El hombre es un lobo para el hombre”, dijo el filósofo Thomas Hobbes en el siglo XVII, y la lucha que estas derechas autoritarias emprenden contra el prójimo/otro parece darle la razón en el siglo XXI.

¿Será este el germen de la rebelión de la dialéctica trunca, que expresó la manifestación popular del 2001?

 

 

 

* Conrado Yasenza es periodista, director de la revista La Tecl@ Eñe y docente en UNDAV.

 

 

 

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