El agente topo

La non ficción chilena que muestra la vida en un asilo de ancianos con una cámara de cristal

 

Hoy viene a mí la damisela soledad

Con pamela, impertinentes y botón

De amapola en el oleaje de sus vuelos

Hoy la voluble señorita es amistad

Y acaricia finamente el corazón

Con su más delgado pétalo de hielo

Por eso hoy

Oh melancolía, señora del tiempo

Beso que retorna como el mar

Oh melancolía, rosa del aliento

Dime quién me puede amar

(Oh melancolía, Silvio Rodríguez)

 

¿De qué trata la vejez o las vejeces? ¿Cómo se filma la diversidad de historias de mujeres ancianas viviendo en un geriátrico? ¿Le interesa a la sociedad lo que sucede dentro de ese mundo de encierro, de pérdidas, de olvidos, de falta de memoria, de escasez de palabras, de tristezas y abandonos?

En el documental El agente topo se destacan los detalles y las intimidades. La cámara se detiene en las manos agrietadas y arrugadas de las ancianas, en sus miradas tristes, en las sonrisas calmas, en los poemas que recitan invocando a madres muertas. Se focaliza en la calidez de los personajes, en el cariño construido entre esa comunidad femenina, en los silencios y las palabras; en el deseo de hablar y de ser escuchadas, en la fragilidad y la ternura. En la angustia profunda. En el amor deshojando margaritas, en las ilusiones/desilusiones de ver a lxs hijxs que nunca llegan, en el abandono, el encierro, las figuras religiosas, los cuidados, las celebraciones, los festejos y por supuesto la damisela soledad, como escribía Silvio. Todos estos elementos forman parte del entramado cotidiano que Maite Alberdi, directora del filme, construye en este maravilloso documental chileno.

 

 

Desde hace varios años los pasajes entre documental/ficción se eligen como formas narrativas para contar diferentes historias. Entonces, como espectadores, dudamos si lo que vemos es una ficción porque no estamos frente a lo que tradicionalmente entendemos como documental: no hay entrevistas a cámara, nadie ofrece testimonios sino que se filma observando, lo que llamamos modo observacional. Es decir, se prende la cámara y se muestran escenas cotidianas en que los personajes conversan, caminan, toman el desayuno, el tiempo transcurre más lentamente o con el ritmo propio de los sucesos. Esta modalidad juega con estrategias ficcionales en el sentido que la cámara parece invisible, filma lo que sucede, en los tiempos que sucede y da la sensación de que no hubiera montaje. Pero son estrategias fílmicas: hay recortes, hay montaje, hay una cámara presente. Lo que vemos forma parte de una porción de realidad que este equipo de filmación intentó representar. En este caso, la vida cotidiana de un grupo de ancianas que viven en el geriátrico San Francisco, del norte de Santiago de Chile.

 

 

Desde el comienzo, la directora devela que es un documental. La vemos en cámara cuando Rómulo, a cargo de una agencia de investigaciones, busca al agente que entrará al geriátrico para investigar, a pedido de su hija, si la madre está siendo bien cuidada y atendida. Decide girar la cámara y vemos al pequeño equipo: directora, camarógrafo y sonidista registrando las entrevistas de Rómulo a personas de más de 80 años para contratar a alguno de ellos como investigador. De esas entrevistas seleccionan a Sergio, quien será el protagonista y el agente topo.

 

 

Al mismo tiempo, se le comenta a Sergio que el equipo de filmación viene filmando hace cuatro meses en el geriátrico, que lxs conocen y que las personas están acostumbradxs a que anden con la cámara por los pasillos del asilo. Entonces hay dos estrategias: una claramente develada ya que las personas del asilo saben que están siendo filmadxs y otra que implica no contar que Sergio es una especie de espía, haciéndolo pasar por una señor más que viene a habitar ese espacio con la comunidad de mujeres mayores. Ellas no saben, pero ese no saber le permite al agente moverse con mucha naturalidad, conversar con mujeres exquisitas, descubrir sus miradas, sus miedos, sus dolores.

El documental se vuelve en un principio un juego de espías, acompañado de una banda sonora que nos recuerda a ese tipo de ficciones. Se prepara al personaje, se le da unos lentes que tiene una cámara para que filme lo que verá dentro del geriátrico y una lapicera que en realidad es un micrófono, que llevará en la solapa del saco. Lo transforman en agente y así ingresa.

 

 

La película es sumamente bella. Resalta la belleza de lo cotidiano: los camisones colgados volando cuando el viento los atraviesa como una especie de danza de telas, las sucesivas tomas de flores que forman parte del paisaje de ese lugar, las hojas de margaritas cayendo al agua cuando una de las mujeres la deshoja para saber si Sergio la ama o no. Las mujeres sentadas mientras les secan los cabellos con secadores. Los planos detalles que se enfocan en los pies de las ancianas para mostrar sus zapatos y medias.

 

 

Pero también es profundamente crítica, dura y triste. A medida que avanza el documental, Sergio se va olvidando de su trabajo como investigador y se incorpora a ese mundo de ancianas. Un mundo absolutamente femenino. Va entablando diferentes lazos de amistad y de cariño. Se siente querido y va aprendiendo a querer a esas mujeres. Las sucesivas conversaciones con ellas revelan la crueldad de llegar a ser viejxs y ser olvidadxs por los propixs hijxs. Los recursos que inventan las enfermeras para ayudar a calmar cierta angustia de Martita, por ejemplo, un personaje importante, que quiere hablar con su madre (por supuesto fallecida hace años) por teléfono, “lográndolo” cuando una de las cuidadoras se hace pasar por esa madre ausente. La damisela soledad aparece una y otra vez. En una escena paradigmática se remarca esta brutal sensación y la angustia que conlleva. Sergio conversa con una mujer que tiene Alzheimer. Rubi está asustada. Dice que se está olvidando dónde está, que no recuerda haber hablado con él antes. Se angustia y llora. La cámara se aleja, tomando distancia, y dejándolxs a ellxs en esa escena íntima, para que compartan ese momento de suma tristeza. Posteriormente, Sergio trata de calmar ese dolor profundo, le pide a Rómulo que busque fotos de lxs hijxs que su amiga no ve desde hace más de un año porque no van a visitarla, para que no lxs olvide totalmente, para que aunque sea lxs recuerde a través de imágenes. Y así Rubi recuerda. Se emociona cuando mira las fotos, va nombrando a sus hijxs, nietxs. Su mirada se enciende de nuevo.

 

 

Entonces el olvido juega de diferentes formas: es signo de enfermedad pero también se expresa en los olvidos sociales: el de lxs hijxs que no recuerdan visitar a sus madres, así como el del agente de cuál era su trabajo o misión. Pero ese último olvido, el de Sergio, está vinculado con el amor: busca aliviar el dolor, la tristeza, las angustias de sus amigas. Las escucha, las consuela, las abraza, se sienta con ellas a escuchar los recitados de poesías, baila en las fiestas que se organizan de diferentes celebraciones. Por eso cuando ya se está despidiendo del geriátrico, Sergio se entristece. Ha construido vínculos de amistad con cada una de estas mujeres y le duele dejarlas.

 

 

Hacia el final, le manda a Rómulo un mensaje altamente reflexivo y conmovedor. Su voz es acompañada por las teclas de un piano que calan hondo en lxs espectadores hasta hacernos quebrar. Dice Sergio: “Rómulo, sé que pediste datos objetivos y no opinión pero te la voy a dar igual y no me voy a quedar callado. Los residentes se sienten solos. No les vienen a visitar y algunos los abandonaron. La soledad es lo más grave de este lugar. No puedo darle a la clienta ningún delito para denunciar. Definitivamente su mamá está bien aquí. El blanco necesita cuidados especiales que no sabemos si la clienta puede darle. No entiendo cuál es el sentido de investigar. La clienta lo podría hacer ella misma, es su madre. Debe enfrentar su culpa. Eso es lo que no la deja vivir y visitar a su madre. Por último, ¿cuándo me voy? Comunícate pronto. Quiero volver a mi casa. Sergio”.

 

 

Sergio, a los días, se va, termina su trabajo, pero la damisela soledad queda entre esas mujeres, en ese asilo, entre nosotrxs ya que luego de una hora y media ha venido avanzando, despacio, sigilosa y nos ha dejadx, como diría Benedetti, consternadxs. Pensando en nuestrxs viejxs, en nuestrxs padres o abuelxs (en mi caso), en los días que pasamos juntxs o en las visitas que sólo puedo hacerle a la única abuela que todavía está viva y tiene demencia senil. En lo que compartimos desde las pocas palabras que ella puede pronunciar, pero en el amor y en el cariño que siente aunque no me reconoce cada vez que me ve y me dice: “¡qué linda chica!” En la Nelly, me quedó pensando y sintiendo. Creo que cada unx de nosotrxs, como espectadores, cuando vemos la película, inmediatamente reparamos en lxs vínculos afectivos con nuestrxs ancianxs.

Somos sociedades (la nuestra, la chilena) que olvidamos permanentemente, que lastimamos. Somos crueles. Dejamos, abandonamos, descartamos, desechamos a lxs enfermxs, a lxs viejxs, a lxs que tienen problemas mentales. No soportamos el sufrimiento de lxs otrxs ni el propio, ni la tristeza, ni la depresión ni la angustia. Sólo sirve lo que sirve, lo que funciona, lo que es productivo, lo que anda diez puntos, lo que te hace reír, divertir y entretener. Lo otro se tapa, se esconde, es mejor no verlo, dejarlo guardado, encerrado: debajo de un colchón, en una cajita de cristal, en un asilo, en una casa lo más alejado posible de la burda y tonta felicidad.

 

* La autora agradece a Raquel Ferreyra, Lisandro Levstein y Lucía Caisso por los aportes y sugerencias que enriquecieron el texto.

 

 

 

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