EL BOXEADOR

Un Presidente desconcertado y enfurecido apela al clinch mientras mira la hora

 

Imagen principal: Púgil en reposo, Museo Nacional Romano, Siglo I, A.C., detalle.

 

Varios comentarios recientes coinciden en ver a Macri con la imagen de un boxeador, replegado a su rincón y perdiendo por puntos, que sale a cumplir con la orden de su entrenador de ocupar el centro de la escena, tirar un golpe tras otro y abrazar al rival para ganar aliento y frenar los embates. Una metáfora que acaso funciona, desde lo colectivo, como movimiento inicial para dejar atrás un mito que se tenía como relato ordenador: el mito del príncipe triunfador.

Hay quienes creen que en la producción colectiva de lenguaje nada hay de saber cierto, y que una metáfora no es más que una figura retórica que poco tiene que ver con la construcción de verdad. Quienes creen esto dirán que como Torito, el cuento de Cortázar que con un boxeador como personaje nos causa placer estético, las metáforas también son útiles para que el habla nos resulte placentera. Y nada más.

Pero es un modo parcial de entender la construcción transformativa del saber. Porque el tránsito de lo mítico, que está en el cuerpo de todo lenguaje, hacia la antesala del tomar conciencia racional de la realidad, transcurre en parte por el habla cotidiana y las metáforas. Por eso merecen nuestra atención. Después de todo, el pensamiento mítico explica mucho del inexplicable número de potenciales votantes de Macri.

 

El tiempo congelado

El Presidente venía de pasarlo mal en su última aparición. La espontánea irrupción de un desafiante desconocido lo había desconcertado. Había escuchado que alguien decía “Yo soy”, y había entrado en pánico al descubrir la existencia de un Otro encarnado. Había escuchado decir “Estamos (en crisis)”, y se había espantado al ver que debajo del manto que llamaba “populismo” se agitaba una masa de vivientes.

Y cuando se sumó el eco interminable de una conciencia que su poder no había logrado silenciar, diciendo: “No importa el gobierno pasado, haga algo usted ahora”, entonces abrazó para trabar. Y como aquel campeón que después de recibir un golpe de derecha al mentón en el segundo minuto de un noveno round miró desesperado el reloj, él también vio desencajado el tiempo congelado del instante eterno que marca la frontera entre el triunfo y la derrota. El tiempo, que ahora la cámara capta sin ardides ni simulacros.

 

Carlos Monzón vs. Bennie Briscoe, Luna Park, 11 de noviembre, 1972.

 

Tres días después, aún sin reponerse, debió enfrentar la pelea-exhibición de sus planes para el año. Esta vez, pensó, sería como hacer boxeo de sombra. Esta vez podría seguir con su exhibición virtual. Afirmó entonces que este era el último año de su título en la categoría, insinuando una disputa por una nueva corona. Y señaló las vulnerabilidades de su campaña del año anterior, que le exigían estar preparado y fuerte para la próxima.

Pero empezó a provocar a quienes le observaban: “Yo estoy acá por el voto de la gente”, acentuó apelando a los votos de un jurado que también le había dado sus títulos a quienes le respondían. Se enfureció y comenzó a lanzar golpes sin control. Y esta vez, todas las sombras de los otros se pusieron de pie: aplaudían y reían como una suerte de coro, burlándose de sus lanzamientos. Alcanzó a susurrar a uno de los suyos, sin que se distinguiera si era un pugilista o un aprendiz de torero que se enfrentaba a toros de lidia: “Están más bravos de lo que me dijiste”. Lanzó entonces una sucesión de golpes que buscaba impresionar a los jurados y se retiró, furioso e impotente.

 

Las manos que castigan

 

 

Para nuestra metáfora, ninguna figura muestra la perfección de la escultura en bronce llamada Púgil en reposo, del Museo Nacional Romano. Está fechada en el siglo I aC. y pertenece por tanto a ese período del arte llamado helenístico (323-30 aC). Esto resulta interesante por sus diferencias en el modo de concebir la belleza. Son diferencias que muestran distintas visiones del mundo y que son de ayuda para distinguir al príncipe triunfante del boxeador arrinconado.

La escultura griega clásica trata de la belleza ideal en figuras míticas y religiosas, dioses y diosas del Olimpo, atletas y héroes de la aristocracia guerrera. Pero la escultura helenística introduce figuras de un realismo social, antes considerado indigno o plebeyo, que se aleja de aquellas las obras idealizadas y aristocratizantes: sátiros, faunos, enanos, hermafroditas, pescadores, campesinos, niños, negritos, viejos, y esclavos que destacan, como el Púgil en reposo, la musculatura y los detalles anatómicos, aunque mostrando a la vez los gestos expresivos de diversos sentimientos.

Viendo esas diferencias, cabe pensar que el boxeador no emerge por casualidad en el imaginario colectivo para representar al Presidente hoy, con su furia agresiva hasta el descontrol plebeyo y hablando en idioma outlandish como el Sombrerero Loco en el País de las Maravillas. Un boxeador se diferencia de la aristocrática imagen idealizada de  príncipe distante e insensible, que supo (y supieron) sostener (le) hasta su último discurso. Macri ayer fue “un rey desnudo”, hoy es “un boxeador atontado”

El realismo naturalista del Púgil en reposo abunda en detalles. Las manos están envueltas con tiras de cuero que dejan libre el pulgar; en el antebrazo, una banda de lana sirve para secar el sudor; y los nudillos se cubren con tiras de cuero más gruesas, aunque no sabemos si su espesor señala que se trata de la variante introducida por los romanos de agregar suplementos de mayor dureza, incluyendo metales, para golpear más duro. Las manos están hinchadas por los golpes que ha dado a su contrario, muestras de que su castigo ha de haber hecho mucho daño. Así ha de haber dañado nuestro Presidente/boxeador, nos dice la metáfora.

 

Las marcas del rival

 

 

El Púgil en reposo convoca a ver su figura desde diversos ángulos. Nos pide ir girando alrededor suyo para hacerlo. No es la visión frontal de la imagen clásica que nos vuelve espectadores pasivos, sino que la cabeza gira para mirar hacia arriba (¿a su entrenador?) y hacer que el cuerpo se muestre en movimiento. Tampoco observamos la armonía serena del clasicismo sino que el Púgil muestra incertidumbre, inquietud y hasta dolor. Es un cuerpo que “siente”. No es un príncipe sereno en su dominio, sino un guerrero preocupado por el resultado. El rostro muestra cada detalle de los cortes que su contrincante le ha causado, hasta el color de la sangre dado con pigmentos, su oreja hinchada, su nariz rota.

Y es que todo boxeador, antes o después, recibe los golpes de sus rivales. Sólo a uno de ellos se le ha llamado, exagerando su mayor virtud, “el intocable”. Una rareza que a Macri le otorgaba el cerco mediático y judicial como una suerte de halo protector cual Nicolino Locche. Y también son muy raros los boxeadores invictos: uno de ellos fue Rocky Marciano, otro Floyd Mayweather. El Presidente también parecía gozar de impunidad ante todo castigo y derrota: hasta que se inició su caída, acusó los golpes, comenzó la cuenta y tuvo dudas del final del combate.

 

Una regresión escatológica

Pero, ¿a quién ha estado castigando y de quién ha recibido golpes el presidente? El Gatica que Macri, como si fuera Alfredo Prada, ha castigado buscando demolerlo, ha sido el fantasma que utiliza a la combinación trabajo-dinero como un uno-dos imbatible. Macri ha despreciado al trabajo hasta el olvido y ha pedido dinero hasta llenarse las manos, porque nunca consideró que cada préstamo recibido era un compromiso del trabajo necesario para devolverlo. Acaso por su biografía, creyó que el dinero nada tenía que ver con el trabajo, porque era el dinero el que producía al dinero. Y vivió como un príncipe la fiesta delirante de una realidad disociada. Pero era Presidente. Hasta que el uno-dos multiplicado en miles de desafiantes le marcó la cara.

Por eso Macri mostró un discurso inesperado ante el Congreso. Perdió el control. Mostró lapsus, errores y trastornos, con una regresión atávica como aquella de Tyson al arrancar con sus dientes  la oreja de su rival. Y furioso por no romper la combinación trabajo-dinero de sus rivales, buscó en sus viejos recursos: “Hace poco recibí un mensaje de una mujer que decía: ‘Quería contarles que este año, con mi esposo, no nos fuimos de vacaciones, pero conectamos las cloacas e instalamos el agua corriente. ¡No se imaginan lo que se siente!’”

Regresó entonces al Plan Cloacal de sus 29 años, aquel que fuera un negociado. Cloacas y dinero. Lo había dicho Freud: lo primero que el niño tiene para intercambiar, para darle a sus padres, es su caca. Es su “regalo”. Y es lo primero que puede atesorar como valioso. De allí que se relaciona a la erótica anal y a la caca con el dinero, el oro y la avaricia.

Es el final: en la caída plebeya del boxeador atontado la caca es dinero, porque si no se puede sostener el dictum principesco de negar al trabajo como unidad de medida del dinero en la realidad de la conciencia adulta, entonces sólo queda aferrarse a la simbolización infantil en la que los excrementos son dinero.

 

 

 

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