EL CASO DEL ABOGADO HONESTO

¿Cuántos abogados honestos hacen falta para sellar la grieta que existe entre lo legal y lo que está bien?

 

De pequeño —nació en Massachusetts, en 1899—, Erle Stanley Gardner era fanático de una revista infantil llamada Youth's Companion, que producía una editorial llamada The Perry Mason Company. Todo indica que esas lecturas colaboraron a desarrollar en Gardner algo parecido a la sensibilidad social, porque años más tarde, cuando se graduó de abogado en California, decidió ofrecer sus servicios a gente que apenas podía costearlos: por ejemplo, inmigrantes chinos y mexicanos.

Previsiblemente, su experiencia profesional no evolucionó como soñaba. Ya estaba casado y era padre de una hija cuando decidió archivar el título y aceptar un puesto en una agencia de ventas. La oferta de asociarse a un estudio lo persuadió de volver a practicar la ley, pero no tardó mucho en comprobar lo que ya había intuido: lo apasionaban la preparación y desarrollo de los juicios orales, pero el resto de la tarea —su cotidianeidad, harto burocrática— le disgustaba visceralmente.

 

Erle Stanley Gardner.

 

 

Por eso se le ocurrió probar suerte con la ficción, creando un personaje que fuese una versión sublimada de lo que había soñado ser: un abogado defensor que salvaba las papas del fuego a gente acusada injustamente, a la manera del muy real Earl Rogers, que había representado a clientes en 77 casos, perdiendo apenas tres. Cuando tuvo que inventarle un nombre, recordó aquella revista que había sido la compañía de su primera juventud y le puso el apelativo que identificaba a la editorial: Perry Mason.

La primera de sus novelas —El caso de las garras de terciopelo— se publicó en 1933. El éxito de Perry Mason fue casi inmediato, primero como protagonista de una serie de films, luego de un radioteatro en los '40 y a fines de los '50 de una serie de televisión, interpretada por Raymond Burr, de la que tengo un vago recuerdo, debidamente moteado y en blanco y negro. Gardner escribió más de 80 novelas de Perry Mason, y todas ellas se intitulaban El caso de algo — de la novia curiosa, del obispo tartamudo, del amante holgazán, del testigo tuerto. Cuando murió, en 1970, era todavía el escritor más popular del siglo XX en los Estados Unidos.

 

 

 

 

Para varias generaciones, Mason se convirtió en el modelo del abogado ideal, íntegro e incorruptible. Pero la popularidad no distrajo a Gardner de su deseo original. Durante los años '40 fundó una organización llamada El Tribunal de Último Recurso (The Court of Last Resort), suerte de proto-ONG dedicada a contrarrestar los casos en que ciudadanos y ciudadanas habían sido condenadas injustamente, ya fuese a causa de una defensa fallida, de errores en materia de evidencia forense o de acciones maliciosas de policías y fiscales.

Pasaron las décadas —mucha agua bajo el puente— y la percepción respecto de la ley y sus practicantes perdió la ingenuidad que caracterizaba al imperio naciente, esos Estados Unidos que durante el siglo XX impondrían su voluntad en todo el mundo. Ya nadie encuentra verosímil a un abogado como aquel de la serie de mi infancia. (Raymond Burr se había sometido a un casting para interpretar al adversario tradicional de Mason, el fiscal Hamilton Burger, pero Gardner consideró que merecía el protagónico porque tenía el physique du rôle ideal: grandote, un bloque sin fisuras, incapaz de albergar segundas intenciones.) Por eso, cuando supe que HBO y la productora de Robert Downey Jr. planeaban revivirlo en el marco de una nueva serie, imaginé que el personaje sería hoy muy distinto.

 

Raymond Burr, el primer Perry Mason televisivo.

 

 

Y vaya si lo es. A diferencia de la serie de la CBS, que transcurría como su producción a fines de los '50, el ciclo de HBO devolvió a Mason a su tiempo y lugar originales —la California de los años '30, con epicentro en Los Ángeles— y lo situó en un universo moral que no puede estar más lejos del blanco y negro de los televisores. El personaje literario ofrecía una ventaja, porque Gardner no se preocupó nunca por darle a Mason un pasado ni una historia familiar de peso. Lo cual facilitó a los productores de la serie nueva la tarea de escribir entre las líneas de las novelas, e inventarle la backstory que su autor había preferido escatimar.

Basta con ver la imagen de Raymond Burr y compararlo con su nuevo intérprete, Matthew Rhys, para anticipar cuán lejos está una versión de otra. Rhys —que fue protagonista de la gloriosa serie The Americans (2013-2018)— no tiene aspecto de estatua tallada a partir de una pieza de mármol, sino de tipo cualunque, despeinado y desprolijo, con pinta de acomplejado — por no decir víctima de depresión crónica. Lo cual le viene de perillas a este nuevo Mason, que durante la primera temporada ni siquiera es abogado. Veterano de la Primera Guerra —con sus traumas a cuestas— y reciente divorciado que padece el distanciamiento de su único hijo, oficia de investigador privado al servicio de otro leguleyo, E. B. Jonathan, que lo sabe competente aunque fallido — este Perry le entra a la bebida con ganas. Pero el suyo no es el único personaje que ha sido aggiornado. Su asistente, Della Street (Juliet Rylance), ahora es mucho más que eso: en la práctica es su socia y está mucho mejor preparada que él, y además debe disimular en sociedad que sus preferencias sexuales no son las convencionales. Y el detective Paul Drake (Chris Chalk), es negro, con todo lo que esa distinción trae aparejado en la sociedad segregada de los años '30.

 

El Mason poligriyo (Matthew Rhys) de la primera temporada.

 

 

Ya en el capítulo inicial se comprende que no estamos en el mundo square de las novelas, el radioteatro y la serie. Con inevitables ecos del caso Lindbergh, la primera temporada gira en torno a un crío que es secuestrado y aparece muerto, con los ojos cosidos para que no pueda cerrarlos. La dinámica que adquiere este caso que ocupa la primera temporada convence a Mason de apurar la carrera legal que en algún momento había iniciado. La completa por medios no del todo sanctos —¡hace trampas como un pibe del secundario, ayudado por un fiscal, Hamilton Burger (Justin Kirk), que ansía desbancar a su superior!— y así se convierte en el abogado que devendrá personaje popular.

Pero al comienzo de la segunda temporada —que empezó a difundirse el lunes pasado—, Mason sigue sin estar satisfecho. Ha tomado la precaución de apartarse de los casos penales para dedicarse a los civiles, que imaginó más redituables y menos escabrosos. Pero la dinámica a que se enfrenta en este ejercicio sigue siendo la misma que atraviesa la sociedad entera: siempre se trata de gente poderosa que cuenta con los recursos necesarios para cagar a quien llega a tribunales en inferioridad de condiciones.

 

Paul Drake (Chris Chalk) y Della Reese (Juliet Rylance).

 

 

Al final de este primer capítulo tiene lugar un intercambio revelador entre Mason y Burger, que finalmente ha logrado llegar a fiscal de distrito. Burger le dice a Mason que su problema es —paradójicamente— que todavía cree en la justicia. Mientras que por el contrario él, que ya ocupa un alto cargo en lo que sería el Poder Judicial de California, tiene claro que su tarea es por el contrario la de sostener la ilusión de que la justicia existe. "¿Todavía no entendiste qué es lo que vendemos?", pregunta Burger. "La fantasía de que la verdad prevalece, de que los tipos malos son atrapados por los tipos buenos que los encierran... Mientras exista este sistema que simula funcionar, yo interpretaré el rol que la ciudad me paga por actuar". A lo cual un indignado Mason, que está tratando de ahogar en whisky la frustración que le da haber hecho un buen trabajo para un cliente hijo de puta, le espeta: "¿Y quién carajo querría ser parte de algo así?"

En nuestro país, por lo pronto, mucha gente. Lo cual confina al bueno pero atribulado de Perry a la categoría de excepción. Tan raro resulta un abogado así, que merecería su caso propio.

El caso del abogado honesto.

 

 

 

 

¿Dónde está la prueba?

Cuando vi y repasé esa escena lo hice con el alma escindida, como le ocurría al protagonista de una tira cómica que se llamaba El otro yo del doctor Merengue. En esa creación de Divito, el protagonista era un correctísimo abogado —porque no era médico, sino esa otra clase de doctor—, que en cada ocasión, por comprometida que fuese, mantenía la apariencia de civilidad. Pero en el cuadrito final su alma se desdoblaba, para cantarle la justa respecto de lo que sentía y pensaba realmente, por debajo del barniz del disimulo.

 

 

Yo sentí la misma repulsa que el Mason de Matthew Rhys, porque me cuesta entender a quienes asumen la profesión legal sin la más mínima pasión por la justicia. Pero mi otro yo asomó entonces, para despeinarme de un grito y decir: Pero claro, gil. ¡La profesión legal es la mejor vía de ascenso y consagración social para aquellos que nacieron sin capital inicial para los negocios! Burger tiene razón: el sistema de justicia es una puesta en escena, y quienes se colocan bajo las luces interpretan un papel —muy conscientes de estar interpretándolo, además—, a cambio de un generoso estipendio y de los privilegios (¡y de las business opportunities!) que vienen con el cargo.

Escribo esto en la semana en que un jury destituyó al juez Carzoglio, por no haber cedido en el año 2018 a la presión del macrismo para que encarcelase a los Moyano. (Presión que practicaron, para que la cosa fuese más escandalosa aún, dos funcionarios de la AFI, o sea de la ex SIDE — de los servicios, bah.) Y en la misma semana del 9 de marzo, día que eligieron los jueces de la causa Vialidad para difundir los fundamentos de su condena a Cristina. Mil seiscientas dieciséis páginas de fundamentos, para ser preciso, y ni una sola flor. Deberían haberle mechado dibujos, al estilo de los libros de Wally, y editado el mamotreto bajo el título de ¿Dónde está la prueba? Se perdieron la oportunidad de ofrecer un premio jugoso a los lectores que la encuentren, a modo de gancho comercial. Total, nunca se verán en la necesidad de pagarlo.

 

 

Es más fácil encontrar a Wally que una prueba en los fundamentos de la causa Vialidad.

 

 

A mí me gustan los libros gordos, pero no soy abogado. Por eso esperé los comentarios de quienes sí lo son y se tomaron el trabajo de leer, aunque fuese a las apuradas. Por ejemplo, los de Aleardo Laría Rajneri en esta edición de El Cohete A La Luna. "Se pretende justificar la condena en base a una serie de indicios irrelevantes o frases polisémicas, que pueden avalar tanto una interpretación como la contraria", dice Rajneri. Graciana Peñafort subió un hilo a Twitter a las 3,14 de la madrugada del viernes 10, que debe haber sido la hora —alta hora— en que alcanzó el punto final del texto. "Leídos con atención los fundamentos de Vialidad, resalta especialmente la ausencia de pruebas y la sobreabundancia de adjetivos. Y lo deficiente que es en materia argumental... Defienden con uñas y dientes la prueba indiciaria, que no resulta válida para condenar a nadie", argumenta Grace.

Hasta donde entiendo, lo que llama prueba indiciaria es una figura legal que si algo subraya es precisamente la carencia de prueba real: lo que dice, más bien, es que existirían indicios de la prueba... ¡pero no la prueba palpable! Y sigue: "Abundan citas intentando justificar lo injustificable. Llama la atención el intento de la fiscalía de incorporar prueba que no había sido autorizada por el tribunal. La figura por la que condenan es 'defraudación', que requiere un perjuicio económico que el tribunal dice expresamente que no puede ponderar. Sí, sí, así como lo leen... Niegan la extracción de testimonios solicitados por las defensas. Le discuten todo a los peritos y arman sus propias conclusiones... ¡Insólito!! Jueces convertidos en peritos. Y así todo, 1616 páginas de pura falopa".

Una abogada que es capaz de concluir su intervención diciendo pura falopa. Me mata, Graciana. Lo que se está perdiendo HBO. Yo te firmo para escribir los guiones de Grace Peña mañana mismo. Todos los abogados de Cristina tienen perfil de personajes. Dalbón, el mediático. Ubeira, el que te arranca la cabeza a pura mala hostia. Beraldi, el que nunca pierde la elegancia. Y del otro lado, los que apestan a macchieta de villano. El juez Giménez Uriburu, experto en poner cara de boludo mientras chupa un mate del Liverpool. El fiscal Luciani, versión local de Punxsutawney Phil, el roedor que es la estrella del Día de la Marmota.

 

 

 

Periodistas especializados a quienes respeto dicen cosas parecidas. Que la conclusión de que Cristina "no podía no saber" no es lo que se considera prueba. Que la apelación a mirar "la película completa" —los jueces están pendientes de la entrega de los Oscar, se nota— encubre la manganeta de condenar a Cristina no por lo que consta en la causa Vialidad... ¡sino por lo que constaría, según ellos, en otras causas — como Hotesur y Los Sauces! Lo que equivale a culpabilizarte por afanar un paquete de figuritas, pero justificando la condena por la falta de pago del cable que es objeto de otro juicio... ¡que encima no concluyó aún!

Como diría Doc Brown, el científico loco de Volver al futuro, antes de partir en el DeLorean que adaptó como máquina del tiempo: "¿...Pruebas? Donde vamos no necesitamos pruebas".

 

 

 

 

El último recurso

Uno que arrancó como periodista especializado en Judiciales fue Charles Dickens. Eso se nota ya en su debut como novelista, The Pickwick Papers (1837), que se mofa del inextricable laberinto que construyeron las leyes inglesas, donde un ciudadano entra a su propio riesgo sin certeza alguna de salir algún día. Pero su crítica más aguda consta en una de sus novelas de madurez, Casa desolada (Bleak House, 1853), donde la emprende contra la Corte de Chancery, que no sólo existía en la realidad sino que además representaba la mitad del sistema legal. Por allí pasaban las causas que tenían que ver con testamentos y propiedad privada. Un caso típico podía durar veinte años, involucrar a cuarenta abogados y no estar más cerca de su resolución de lo que lo había estado el día uno.

Ya en su segundo párrafo la novela describe la niebla impenetrable que reina sobre Londres, una alegoría del ofuscamiento que supone el sistema legal. En Casa desolada, cuando Dickens habla de Chancery y del caso que entrecruza los destinos de sus personajes —Jarndyce & Jarndyce—, el panorama que pinta es pre-kafkiano: se trata de un sistema que, como dice Terry Eagleton, "tiene una existencia autónoma más allá del control de cualquier individuo" y en el cual "los procesos sociales ya no pueden ser rastreados hasta los agentes humanos que formaron parte de su origen".

 

Charles Dickens.

 

 

En ese contexto, es fácil comprender la frustración del Perry Mason de la serie de HBO. Las únicas opciones que hoy presenta el sistema judicial de una nación como los Estados Unidos o la Argentina son dos. La primera es la de colocarte en un lugar donde puedas usarlo en tu beneficio, lo cual concierne tanto a ciertos profesionales de la ley como a quienes cuentan con dinero para comprar favores, testimonios y hasta sentencias. La segunda es la que compete al común de los mortales, que permanecemos en el llano y quedamos librados al arbitrio de un juego tan sesgado como el bolillero de Bonadío, en la dirección de cagar a los más pobres y los más débiles. (En inglés, chance significa suerte, por lo cual la palabra Chancery cargó siempre con el retintín propio de un juego de lotería.)

El drama del Mason del HBO se torna opresivo porque el pobre Cristo ha perdido la fe en todo. En el amor, después del divorcio. En la familia, desde que su ex la complica la llegada al hijo en común. En la propiedad o en su propia capacidad de ser propietario. (Viene de malvender la casa y el terreno que era el único legado de sus padres.) En la única figura paterna con la que contaba. (El abogado Jonathan.) Y hasta en la pretensión que figura en las raíces de cada Estado moderno, según la cual es factible librar una guerra buena. (Mason tiene claro que aquellos a quienes su país envió a pelear a Europa eran pobretes como él — granjeros, esencialmente.) Por eso mismo, lo único que le queda, aquello a que se aferra, es su fe en la justicia. De la cual el fiscal Burger, como ya vimos, se burla ácidamente.

 

Mason jura servir a la Justicia.

 

 

Por supuesto, uno presume que con el correr de las temporadas le irá mejor y comprenderá que algo bueno puede suceder, aun en el seno de un mecanismo tuneado para fallar en favor de los más poderosos. Pero de momento, la fe de Mason en la justicia parece tan infundada como la que aquí alentaron durante décadas las Madres, las Abuelas y los organismos de Derechos Humanos. Todavía recuerdo la piedad que me inspiraba la porfía de esas mujeres, que reclamaban justicia con denuedo ante tribunales que —ellas lo sabían, claro— estaban regidos por magistrados que habían sido nombrados durante la dictadura o la habían consentido en silencio.

Y sin embargo esa paciencia rindió frutos cuando a su empuje se sumó la voluntad política, que encarnó por entonces Néstor Kirchner. ¿Sería esa la fórmula a repetir para acceder a una transformación como la que detonó en 2003, cuando derogó las leyes de Punto Final y Obediencia Debida? La fe en la justicia, o en un sistema de Justicia, vendría a ser el elemento innegociable, porque ¿qué nación puede subsistir sin un ordenamiento legal y sin agentes que lo lleven a la práctica? El problema es la absoluta falta de voluntad política de parte de los actuales funcionarios del Ejecutivo. La oposición dista de ser la única que está encantada con la proscripción de facto de Cristina.

El Poder Judicial no se auto-depurará, así como no se auto-depuraron los militares. La única salida es crear una masa crítica en materia de voluntad popular que sostenga, o convierta en inevitable, el saneamiento de esta corporación que ya ni disimula su sesgo oligárquico — y que cada vez es defendida de modo más desembozado por los poderes que son sus beneficiarios.

 

 

 

 

¿Podemos alentar la esperanza de que esa voluntad empiece a desplegarse, a pesar sobre la vida pública? El descrédito del Poder Judicial es generalizado, pero sus beneficiarios pretenderán que toda iniciativa de transformación profunda encubre una búsqueda de impunidad. Esa es otra de las razones por las cuales les conviene eternizar la persecución legal a Cristina: mientras dure, servirá además para boicotear cualquier intento de reforma profunda.

La popularidad de Dickens era tan grande, en la Inglaterra de mitad del siglo XIX, que sus novelas y su prédica pública empujaron en dirección a una reforma del sistema legal que se concretó en 1870. Aquí no contamos con escritores tan populares, pero sí con un pueblo que, a lo largo de la historia, demostró tener la energía y la capacidad creativa del autor de David Copperfield y Tiempos difíciles.

Yo creo que parte de nuestro pueblo entiende, o al menos intuye ya, que lo han arrastrado al barro del juicio de la Historia y que no le queda otra que defenderse. Porque, como dice Eagleton en el prefacio a Casa desolada de la edición de Penguin Classics, "si el culpable es el sistema, entonces no existe individuo alguno que pueda repararlo; y si nadie es responsable... entonces todos lo somos". Cuando el pueblo comprenda que no puede ser cómplice de su propia victimización (legal, en este caso, aunque también podríamos decir económica), lo expresará con contundencia y, mediando la voluntad política que lo interprete, sobrevendrá la transformación requerida, como en su momento sobrevino la de las Fuerzas Armadas.

 

 

Nos vendrían bien muchos Perry Mason. Pero lo que necesitamos, ante todo, el que el pueblo sea buen jurado en el caso de su destino común. En la Argentina actual, al pueblo no le queda otra que actuar como su propio Tribunal de Último Recurso. La verdadera grieta ya no es la que separa a sectores políticos, sino la que divide —como dice Mason y repite Della— lo que es legal de lo que está bien.

En una escena, Mason discute con Jonathan y le dice que la verdad está de su lado. Pero su mentor le responde: "La verdad es un viento que no alcanza ni para sacudir una campanita. Necesitamos más".

Eso es lo que necesitamos hoy. Algo más grande y más fuerte que la verdad.

Más.

 

 

 

 

 

 

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