Entre el vaciamiento de la democracia y la persistencia del lazo colectivo, se juega la batalla más profunda: si la política se vuelve gestión de la miseria o si el pueblo vuelve a empujar la historia.
Este domingo la Argentina vuelve a las urnas en un clima enrarecido: entre la incertidumbre, el cansancio social y la sensación de que la política se juega, otra vez, en los bordes de lo posible. Más allá de nombres, listas y porcentajes, lo que está en disputa es el sentido del país.
En sus intervenciones más recientes, Cristina Fernández de Kirchner puso el foco en una mutación más amplia que la economía: se desarma una forma de organización social que durante dos décadas sostuvo comunidad, derechos y soberanía. Bajo el léxico de la eficiencia y la libertad avanza un orden político y cultural que reconfigura la relación entre Estado, mercado y ciudadanía.
Ese corrimiento que muchos analistas leen como parte de una ola continental no se explica solo por la crisis. Responde a una disputa de sentidos de larga duración: un neoliberalismo que vuelve con rostro libertario, financiero y tecnocrático para perseguir lo de siempre: la concentración del poder y la fragmentación de los pueblos.
El voto de este domingo no definirá únicamente una composición parlamentaria. Será, en realidad, una radiografía del ánimo social ante una pregunta urgente: ¿puede un pueblo sostenerse sin Estado, sin trabajo y sin horizonte compartido?
En una de sus exposiciones, Cristina sintetizó la fractura de época: no es una pelea de oficialismo contra oposición, sino entre quienes conciben la patria como proyecto y quienes la reducen a negocio. Esa frase encuadra el presente: meses de ajuste, despidos, licuación salarial y endeudamiento que se presentan como reforma mientras reordenan prioridades en favor de acreedores y no de ciudadanos; desmantelan políticas públicas a la vez que robustecen dispositivos represivos; cierran ministerios y abren mesas con fondos de inversión; criminalizan la protesta y premian la especulación.
Sobre ese fondo, la persecución política se volvió método de disciplinamiento. La proscripción de Cristina y su detención injusta marcan el punto más alto de una ofensiva judicial y mediática que busca expulsar de la vida democrática a la principal dirigente opositora. No es un ataque individual: funciona como advertencia del poder real para quienes se animen a confrontar sus intereses concentrados, para cualquier liderazgo popular que cuestione la desigualdad estructural que los sostiene.
La memoria latinoamericana conoce la mecánica: las democracias se vacían cuando a los pueblos se les quita poder. Promesas de igualdad devienen obediencia. Detrás del cuento del fin del Estado hay disciplinamiento. Detrás del eslogan del orden, miedo. Detrás de la modernización, el retorno de lógicas coloniales que la región padece desde siempre: exportar recursos, importar desigualdad.
Las experiencias actuales de gobiernos populares muestran que reconstruir la trama social no es automático. Exige tiempo, memoria y organización. En ese mapa, Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil, Claudia Sheinbaum en México, Gustavo Petro en Colombia, Gabriel Boric en Chile y Yamandú Orsi en Uruguay, con matices y ritmos distintos, comparten una convicción: la democracia solo se sostiene si garantiza derechos, redistribuye riqueza y afirma soberanía.
De allí que lo que se juega hoy en la Argentina también toque el equilibrio regional. Este tiempo es un campo de disputa. Se naturalizan desigualdades y se enfrentan modelos que chocan en su raíz: la financiarización de la vida frente a la defensa de lo común, la lógica del descarte frente a la reconstrucción del lazo social. Nada está cerrado. Lo que parece consolidado puede revertirse. Lo que luce irreversible puede abrirse desde abajo con organización y conciencia.
Cristina viene señalando desde hace años otro punto decisivo: la ofensiva no solo es económica, es cultural. Busca borrar la memoria de los derechos conquistados, naturalizar la desigualdad y convencer a los sectores más golpeados de que su pobreza es culpa individual.
Aun así, hay un sustrato que resiste. En los barrios, en los trabajadores, en los estudiantes, en los hacedores de la cultura, en las mujeres que sostienen los comedores, en los jóvenes que organizan la esperanza. Allí donde la organización no se rinde y el nosotros sigue vivo. En esa trama anida la posibilidad de reconstrucción: política como cuidado, solidaridad como horizonte, patria como pertenencia compartida.
Las derechas contemporáneas entendieron que el poder también se libra en el sentido común. Por eso no alcanza con denunciar injusticias. Hay que volver a narrar el país, reponer la épica cotidiana de un pueblo que no nació para resignarse.
Mientras se vota, los mercados miran. La escena habla por sí sola: la democracia convertida en dato bursátil, el sufragio leído por la reacción del dólar, la política subsumida a la cotización del día.
Sin embargo, incluso cansado, el pueblo guarda memoria. Cada avance popular costó organización, resistencia y conciencia. Cuando el Estado se repliega no desaparece. Otros intereses lo ocupan. La soberanía no se declama, se ejerce.
La pregunta de fondo vuelve entonces con más filo. ¿Cómo responde una sociedad cuando intentan vaciar de contenido la democracia y reducirla a trámite? Lo que está en juego es si el país seguirá rigiéndose por la lógica financiera o si podrá recuperar el sentido colectivo que da origen a la palabra pueblo. No es elegir entre futuros imaginarios. Es sostener en el presente la idea de una comunidad que no se resigna y que busca reponer igualdad como horizonte y dignidad como derecho.
En una de sus frases más recordadas, Cristina resumió el nudo político: “No hay destino individual sin proyecto colectivo”. Tal vez ahí esté la llave. Incluso en medio del desencanto, la historia argentina enseña una constante: cuando el poder real intenta clausurar el futuro, aparece un pueblo que rompe el cerrojo.
* Lorena Pokoik es diputada de Unión por la Patria.
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