El conservadurismo cultural

La revolución inconclusa sólo será posible si se subsidia la demanda en procura de justicia social

 

Uno de los aspectos más controvertidos vinculado a las políticas sociales deriva del enfoque aplicado al análisis de las mismas, es decir si se las aborda con una mirada conservadora o con una mirada progresista. Ello obedece a que, en líneas generales, para la primera estarán relacionadas con el gasto mientras que para la segunda se vincularán con el reconocimiento de un derecho y, por ende, estarán alineadas a conceptos de inversión social.

Las ideas conservadoras han ido penetrando en la sociedad a lo largo del tiempo y se han petrificado en nuestra cultura como verdades reveladas, integrándose al andamiaje cultural y formando parte de nuestra visión ideológica, incluso de la de aquellos sectores autodefinidos como progresistas, resultando cada vez más complejo desprenderse de ellas. Por eso, aunque en el discurso se diga lo contrario, los pobres son una especie de maldición bíblica según la cual, hagan lo que hagan, seguirán siendo pobres, por lo que resulta sencillo transformarlos en chivos expiatorios de las sociedades y culparlos de todos los males. Cabe recordar que hasta no mucho tiempo los trabajadores formaban parte de los sectores más castigados y destratados de la sociedad; sin embargo, producto de las luchas sociales de los siglos XIX y XX, han mejorado paulatinamente sus condiciones de vida al punto tal que, paradójicamente, su mayor problema hoy en día es la falta de trabajo. Por su parte, el deseo de toda sociedad progresista refiere a la multiplicación de condiciones económicas y sociales creadoras de empleo, ya que se asume sin discusión que el trabajo dignifica al ser humano al mismo tiempo que iguala oportunidades. En consecuencia, podríamos deducir que la pobreza no obedece a una irremediable maldición bíblica, por lo que su erradicación sólo requiere de la lucha social pertinente y de decisiones políticas adecuadas.

Ahora bien, ¿cuáles son las soluciones clásicas a las que se abrazan los gobiernos para mostrar acciones propositivas en el marco de las recurrentes crisis? Antes que nada, alabar el monumental esfuerzo presupuestario en procura de proteger a los más vulnerables, teniendo en cuenta que la alabanza va acompañada por una cifra con varios ceros que marcan ese “enorme esfuerzo”. Pero claro, no ocurre lo mismo cuando se muestra cómo actúa ese mismo gobierno respecto de los organismos internacionales de crédito, donde los números son inmensamente más grandes y en dólares, y donde también se deja constancia de “las condicionalidades”, de “cancelaciones necesarias”, de “liberación del crédito internacional”, por lo que se ve obligado a generar nuevas condicionalidades y nuevas cancelaciones para poder acceder, nuevamente, al crédito internacional en un círculo vicioso interminable por el que se dilapidan miles de millones de dólares.

¿Y cómo se actúa, en el marco de las crisis, respecto del capital? Allí no se habla de “enorme esfuerzo” sino de políticas de “promoción”, a pesar de que las cifras en juego son mucho más escalofriantes y en dólares en relación a las políticas sociales. Los montos involucrados en los beneficios concedidos a algunas empresas o al sector productivo; la aceptación, a veces implícita y en otros casos impúdicamente explícitas, de la elusión impositiva o de evasión lisa y llana de algunas empresas; la presión para disminuir las cargas patronales con el argumento de incrementar la contratación de personal; o la ejecución de prácticas desleales en la comercialización y facturación por parte de otras (contrabando, subfacturación o maximización de ganancias modificando fórmulas o gramaje en los productos producidos), transforman ese “enorme esfuerzo” en una cruda transferencia de recursos de los sectores más vulnerables a los sectores del capital. En todos los casos, el “esfuerzo presupuestario” destinado al gasto social resulta pequeño respecto de lo recibido por el sector del capital.

A diario se escucha, desde distintas esferas del gobierno, que se trabajará siempre pensando en los que menos tienen, aunque las recetas terminan siendo siempre las mismas: tratar de mejorar la generación de empleo, prometer la mejora de los haberes de los jubilados y pensionados, la ampliación de beneficios a un segmento de la Asignación Universal por Hijo, reparto de alimentos a los más pobres o distribución de tarjetas alimentarias en el marco de la virtualidad en que nos ha sumido la pandemia del Covid-19. Todas estas medidas son, obviamente, necesarias y racionales pero no suficientes, ya que recaen sobre un mismo sector de “necesitados” pero dejan afuera a muchos otros a los que les es imposible acceder a un plan de este tipo, sea porque no cumplen los requisitos necesarios, porque no tienen cargas de familia o directamente porque son los anónimos olvidados de siempre pero recordados por Eduardo Galeano en su prosa.

Vale preguntarse si esta situación es patrimonio del gobierno para encontrarse con una respuesta negativa. No tengo dudas de que el gobierno hace todo lo que cree y siente para mejorar la vida de los más vulnerables, pero creo también que deja intacta una barrera invisible en el plano cultural que le impide romper el cerco y adentrarse en el núcleo del problema. No hay que olvidar que nuestra conformación cultural está construida sobre la base de un capitalismo conservador salvaje y con el concepto burgués de la caridad como respuesta a esa construcción impiadosa. Esto nos lleva, por un lado, a aceptar con naturalidad que el banquero nos robe o el empresario optimice ganancias usando las peores mañas de la defraudación, o que el productor esté dispuesto a hambrear al pueblo mientras vende sus productos al exterior con sub o sobre facturación según le resulte más conveniente, para luego evadir impuestos y fugar capitales; y por el otro lado, a consentir que los medios de comunicación y sus protagonistas en la figura de periodistas den muestras públicas de aflicción ante una situación de pobreza extrema sin capacidad alguna de interpelación social ante esa situación. Podría decirse que configura el arquetipo de nuestra cultura judeocristiana: juegos con los poderosos y caridad con los pobres.

Hace unos días escuché en una radio catalogada como “progresista”, y un periodista también progresista, como por un extenso reportaje sobre el accionar de las distintas bandas de narcotraficantes en la ciudad de Buenos Aires se agotó el tiempo previsto para la participación de Mónica De Russi, coordinadora de la ONG llamada “Amigos en el Camino” que se dedica a la atención diaria de personas en situación de calle brindándole comida, abrigo, apoyo y contención, de manera de ahondar en esa temática tan dolorosa que visualizamos a lo largo de toda la ciudad. La nota sería reprogramada ya que era un tema importante que debía ser tratado con la extensión necesaria,  y podía esperar una semana, total la pobreza no se resuelve en una semana más o una menos. Era un domingo frio y lluvioso, y reitero: tanto la radio como el periodista son progresistas. ¿Habrá pensado en las expectativas que tenía Mónica de divulgar su labor y así lograr donaciones de frazadas para abrigar a algunos “amigos en el camino” esa noche? ¿Se habrá imaginado que el tiempo que perdió esperando salir al aire puede haber significado tiempo perdido para lograr una olla de comida para la noche? ¿Se habrá dado cuenta de lo despectivo que sonó el comentario señalado sobre la pobreza? En fin, a esto me refiero cuando digo aquello de que la barrera cultural que construyó el conservadurismo, hoy conocido como neoliberalismo, es infranqueable y dolorosa, ya que no sólo enfría el corazón de los dueños del capital sino que es un puñal clavado en el pecho de cada uno de nosotros. Y en ese nosotros estamos incluidos gobernantes y gobernados sin excepción.

El problema es siempre el mismo: se puede reiterar hasta el hartazgo que se toma posición por los más necesitan pero si no se cambian las prioridades seguirá siendo un conjunto de palabras bonitas pero vacías de contenido. Para optar por los que más necesitan hay que cambiar las prioridades sobre las que se construyó nuestra cultura. Una prioridad siempre repetida es que hay que crear trabajo, pero el problema no está en esa idea fuerza sino en cómo se lleva a cabo esa creación del empleo. El camino ortodoxo indica que ese objetivo se alcanza mediante crédito subsidiado a las empresas, disminución de impuestos y de cargas sociales, subsidios encubiertos de toda naturaleza y haciendo la “vista gorda” sobre los chanchullos que acometen. El resultado es también siempre el mismo: optimización de ganancias a cualquier precio, fuga de capitales y ajustes económicos sobre los sectores más postergados para no empeorar la cuestión fiscal.

Pero existe otro camino que es mucho más simple: subsidiar la demanda. Es decir, distribuir dinero entre la población mediante la mejora indirecta de salarios, jubilaciones y pensiones, de las pensiones no contributivas de aquellos que no tienen empleo,  de modo de incrementar el consumo para a su vez incitar a las empresas a producir. El objetivo de un buen empresario es producir y vender sus productos; para producir requiere que sus productos sean demandados y para vender requiere que haya gente con dinero para comprar lo que produce, ese es el camino que impone el sentido común. De otra forma, aun cuando se decida rebajarle los impuestos o eximirlo de las cargas patronales, si no vende sus productos su empresa se funde.

Una vez más reitero que es necesario romper la teoría conservadora, neoliberal y de aristas financieras que llevó a varios economistas a plantear lo que se llama la “teoría del derrame”, que postula que se debe priorizar el apoyo económico a los dueños del capital porque a partir de las ganancias que acumulen podrán reinvertir e impactar positivamente en el funcionamiento económico global, derramando beneficios y mejoras para el conjunto social, toda una falacia que el mismísimo Presidente de Estados Unidos, Joe Biden, dio por tierra días atrás. Parece increíble que una mentira tan grande haya perdurado tanto y aun hoy, entre quienes reconocen que es una mentira, la sigan aplicando en forma encubierta, creyendo y haciendo creer que subsidiando al capital se va a producir empleo. Europa, luego de la Segunda Guerra y a instancias de John Maynard Keynes y William Beveridge, se reconstruyó subsidiando la demanda, ampliando el déficit fiscal hasta límites insospechados y en apenas 30 años lograron construir sociedades equitativas y progresistas, mientras nosotros retrocedemos cada día más.

Para Platón, el objetivo de la política es dar felicidad al pueblo; para Aristóteles, el Estado es una asociación con capacidad de dar satisfacción a las necesidades humanas; nuestro Himno Nacional habla de “ved del trono a la noble igualdad”; el Plan de Operaciones de la Revolución de Mayo, de Mariano Moreno y Manuel Belgrano, indica que la felicidad del pueblo es el objetivo de la revolución. Casi 150 años después, Juan Domingo Perón recoge aquella idea y expresa que la felicidad del pueblo y la grandeza de la nación se funden en la justicia social, la independencia económica y la soberanía política. Esa sigue siendo la verdadera revolución inconclusa de los argentinos, y sólo lograremos hacerla realidad si invertimos las prioridades y avanzamos en procura de una auténtica justicia social, con equidad y solidaridad. Es posible, sólo hay que animarse.

 

 

 

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