El crimen ferpecto

Señoras y señores, no tengan duda: esto es un asalto

 

Durante siglos criticamos la mentira desde la ética y la religión. "Los labios que mienten son una abominación para el Señor, pero los que lidian con la verdad son su deleite", dice el Libro de los Proverbios. Mentir era deshonesto, simplemente, y la deshonestidad era pecado. No estaba bien engañar al prójimo. Todavía hoy el mundo entero considera la estafa —esto es, la mentira deliberada que se perpetra para obtener un rédito— como un delito. Nuestra especie coincide al respecto, sin distinción de fronteras ni de latitudes: la mentira profesional es uno de los nombres del crimen.

En los últimos tiempos hubo otras aproximaciones al fenómeno. En su libro Mintiendo (2013), el neurocientífico Sam Harris lo rechaza en términos de la teoría de la información: "Al mentir, le negamos a nuestros amigos el acceso a la realidad. Y la ignorancia consecuente los dañará a menudo de formas que no habíamos anticipado. Nuestros amigos pueden tomar decisiones basadas en nuestras falsedades, o fallar a la hora de resolver un problema que habrían resuelto fácilmente sobre la base de buena información". Mentir puede sernos natural, admite Harris, pero sucumbir a esa compulsión sería la receta del caos. En medio de una red de mentiras, el mundo se retrotraería a la Babel bíblica y nadie podría entenderse, porque todos estaríamos hablando de irrealidades sin correspondencia con los hechos.

El problema es que nunca fue más fácil mentir —o bien equivocarse por culpa de una información errónea— que en estos tiempos. En otras eras, la verdad era aquello que habíamos certificado como tal a través de la experiencia directa. Ahora damos por verdadero un cúmulo de informaciones que nos llegan a través de medios electrónicos, lo asumimos como tal por obra de un acto de fe o, si se prefiere, como parte de un contrato tácito: dado que no podemos desempeñarnos en este mundo contando tan sólo con información de la realidad inmediata, confiamos en una red de medios electrónicos que nos dice qué está ocurriendo más allá de nuestra vista y de nuestra audición.

Nuestra dependencia de estos datos es cada vez mayor. Y la red crece a pasos agigantados, prácticamente sin control. Hace pocas horas el CEO de Facebook, Mark Zuckerberg, debió comparecer ante el Congreso de su país para hacerse cargo del robo de información de millones de usuarios; una de las consecuencias del escándalo suscitado por Cambridge Analytica, consultora que robaba data de FB para manipularla en beneficio de sus contratantes. Esta es una tendencia que se impone en las redes: apelamos a ellas en busca de información sin la cual se dificulta vivir en el mundo de hoy, y ellas nos devuelven: 1) Tan sólo lo que queremos oír, reafirmando nuestros prejuicios, y 2) Una manipulación efectiva, basada en un uso científico de nuestros perfiles, para empujarnos en una u otra dirección de acuerdo al postor de turno.

Zuckerberg admitió a regañadientes que es hora de regular las redes (no lo presionaron mucho; según Trevor Noah de The Daily Show, lo trataron "del modo en que los ricos castigan a sus hijos"), pero al mismo tiempo presentó una defensa pasivo-agresiva digna de ser llamada macrista: la culpa de la manipulación, dijo, la tendrían los usuarios, que entregan demasiada información al sistema por propia voluntad. Y uno que, ingenuamente, se había creido eso de que las redes sociales estaban para socializar...

 

Mark Zuckerberg, el CEO de Facebook que gentilmente 'cedió' nuestra información: "Quién, ¿yo?"

 

La tarea de regular las redes parece por encima de las posibilidades de nuestros Estados, cada vez más debilitados en su función de contralor. (Juan Carlos Tealdi dice que desde hace décadas, el rol de Estados Unidos en el orden global ha sido precisamente "el de garantizar el imperio de las corporaciones frente a los estados-nación".) Pero eso no torna menos necesaria la regulación, en un mundo que desarrolla realidades virtuales más y más convincentes, para entretener al usuario que ya ha sido reducido a la condición de mano de obra barata mientras se lo explota como consumidor.

Ya que no podemos desvirtualizar nuestras realidades, deberíamos asegurarnos de que las redes protejan la información personal y de que su contenido se atenga a patrones de verdad certificable, en vez de convertirse en un paraíso fiscal de las fake news. No olvidemos esto que Orwell también había previsto en 1984: a los empleados del Ministerio de la Verdad se los obligaba a reescribir viejas noticias con la excusa de que contenían errores, cuando lo que hacían en realidad era falsear la historia para acomodarla al relato del Big Brother.

Le daré a Zuckerberg el beneficio de la duda, y pensaré que cuando inventó Facebook con máquinas que hoy darían risa no imaginaba que su herramienta —y las que la sucedieron, cada una con sus variantes— se convertiría en un Caballo de Troya tecnológico, que le permite a los poderosos de este mundo meterse en nuestras cabezas y manipularlas a piacere. Pero eso es lo que ocurrió y lo que está ocurriendo. La tecnología habilita a quienes están en condiciones de usarla —por capacidad o por dinero— para crear realidades alternativas que son más seductoras y persuasivas que las realidades reales. Y, en consecuencia, las verdades se devalúan. ¿Quién hubiese pensado que en el sistema judicial las pruebas de un crimen dejarían de ser esenciales, para convertirse en —Pato Bullrich dixit— un 'detalle'?

En su soberbia de tech savants con ínfulas de nuevo rico, los Zuckerbergs de este mundo le dieron al poder real la herramienta con que venía soñando: un modo práctico y eficaz de influir sobre cada votante y su familia entera, durante las veinticuatro horas de todos los días del año. ¿Y quién está haciendo el uso más osado de esta herramienta?

Un tipo de hombre para quien mentir es tan natural como respirar.

 

Escúchame entre el ruido

Tanto nuestro país como los Estados Unidos están formalmente en manos de empresarios peculiares: nacidos en la riqueza, heredaron fortunas al tiempo que aprendían que, para multiplicarlas ad infinitum, no necesitaban producir nada. Suelen irla de contratistas, porque no hacen nada más que contratar a otros para que construyan algo mientras embolsan la diferencia entre el presupuesto pactado y el real; compran empresas para vaciarlas y trasladar las deudas al Estado; evaden impuestos con un descaro que avergonzaría a Al Capone y hacen una industria de los juicios contra el erario público. Ninguno de ellos sabe lo que es fabricar algo, un objeto sobre el que depositar el orgullo de lo hecho siguiendo normas de excelencia. (La Trump Tower se incendia cada dos por tres... ¡Ya tiene muertos en su cuenta!) Lo único que saben es echar a correr el contador de sus cuentas bancarias, lo cual explica su approach al poder político: lo abordan como un recurso más para eliminar trabas legales y lograr que el contador gire más rápido, agregando ceros por la derecha.

Para ellos la mentira no es tal cosa, sino el lenguaje de los negocios. Así como naturalizamos que el agua caliente sale del grifo de la izquierda, ellos asumen que el dinero se gana mintiendo: al Estado, al consumidor, a los bancos, a los socios, al fisco, a sus trabajadores. Una cosa es consecuencia inevitable de la otra. ¡Toda su experiencia vital funciona como evidencia de este aserto! En su libro A Higher Loyalty, publicado en Estados Unidos durante estos días, el ex jefe del FBI James Comey define al Trump con quien trabajó como un hombre "sin lazo alguno con la verdad".

Durante el juicio Irving versus Deborah Lipstadt y Penguin Books (2000), el juez Charles Grey preguntó lo siguiente: ¿hay diferencia entre un negacionista del Holocausto (como Lipstadt decía que Irving era: alguien que oculta y banaliza información a conciencia, con el objetivo de quitarle peso a un hecho histórico) y alguien que cree sinceramente que el Holocausto no existió o no fue así? En el segundo caso no existiría alevosía, sino mera ignorancia. Que en buena medida es el caso de estos sujetos. Su ceguera en materia de ética es tan flagrante como su carencia de empatía.

Pero, aun dentro de sus limitaciones, consiguen ser persuasivos. Durante ese juicio el profesor de Cambridge Richard J. Evans definió a Irving de este modo: "Era como un estudiante tonto que no escucha. Si no conseguía la respuesta que buscaba, se limitaba a repetir la pregunta". Lo cual recuerda al juez Moro, en su incapacidad de metabolizar las negativas de Lula sobre la posesión del bendito apartamento. Hablamos de gente que hace un estilo de la mezcla entre la repetición obsesiva y la negativa a hacerse cargo de los datos que no le convienen; la experiencia les ha demostrado que el truco, aunque primitivo, funciona. Deben creerse hechiceros: improvisan fórmulas mágicas que hacen que los números les respondan — mentiras que se vuelven reales en sus cuentas bancarias. Su poder, sin embargo, se agota ahí. Si un mago de verdad les vedase el uso de la porción del lenguaje que destinan a vender y venderse —venta fraudulenta, como todo lo que hacen—, probablemente quedarían mudos, porque no saben hablar de nada más.

 

El aceite de serpiente, decían los charlatanes, lo curaba casi todo.

 

Su condición de mentirosos full time los pone en posición competitiva para liderar un sistema donde ya no hace falta sustentar lo que se afirma, mediante prueba o argumento lógico. Por eso dicen lo que hay que decir, lo que sus sustentadores quieren escuchar, aun a sabiendas de la que la realidad los desmentirá. (Por la mañana, el jefe de gabinete Marcos Peña Braun dice que la inflación está bajando. Por la tarde el INDEC sostiene lo contrario y ofrece números que lo prueban. Nadie se despeina y Peña Braun menos aún. Debe usar mousse de importación.) Lo evidente es que captaron mejor que nadie la forma en que circulan las ideas en el mundo virtual: acá ya no hay esgrima alguna, no existe más el intercambio de fintas, tampoco hay uno-dos-tres como en el box, ¡ni siquiera existe el uno-dos! Lo que tiene lugar es una sucesión de golpes aislados, que vienen de todas partes y no cesan nunca, tornando inútil toda respuesta por certera que sea.

Recuerdo una frase que Peña Braun tiró al principio, cuando —si no me equivoco— ya habían ganado pero aún no habían asumido el gobierno. Dijo algo así como: No van a poder creer lo que está pasando. En aquel momento encendió mis alarmas, me pregunté de qué estaría hablando. Con el tiempo lo entendí. Se refería al estilo Cambiemos de hacer política desde la Rosada, de innegable efectividad (aunque de corto efecto en términos historicos): mientras se comportan como Alí Babá en posesión de las llaves de Fort Knox, tornan imposible que la oposición construya un cuestionamiento lógico que prenda en la opinión pública. Cuando alguien les replica, ofrece pruebas o información e intenta argumentar del modo tradicional, ellos ya no están ahí. El cuestionamiento o la desmentida ya no obtienen centimil ni cámaras ni micrófonos, condenadas al silencio o la intrascendencia.

 

"¡Señor, Señor, cuán subyugados estamos nosotros, los viejos, por este vicio de la mentira!" (William Shakespeare.)

 

Así operan: dicen lo que les conviene decir de la forma más simple posible —ellos en persona o su legión de satélites mediáticos— y pasan a otro tema, al que aplican el mismo mecanismo. El hecho de que dispongan de tantas bocas propaladoras (medios gráficos y electrónicos, trolles en las redes) es esencial a la hora de multiplicar el ruido.

Porque eso es, en esencia: no ideas, no información sino ruido, un acople ensordecedor destinado a distraer, a molestar. ¿Quién puede pensar cuando suena una alarma que no se apaga?

Ese fue el rasgo que me trajo a la mente La invasión de los usurpadores de cuerpos (1978): no el original de Don Siegel, sino la remake de Philip Kaufman. Allí, cuando quieren señalar y reducir a un enemigo, los extraterrestres que adoptaron forma humana emiten un grito escalofriante que paraliza, desde que impide pensar con la velocidad necesaria para sobrevivir.

La analogía entre el film y este gobierno puede extenderse a otras áreas.

 

"La invasión de los usurpadores de cuerpos": el ruido que no deja pensar.

 

 

El mejor truco del Diablo

Dentro del ruido polifónico que emiten a diario, los orcos del PRO cuelan palabras que repiten como martinetes: república, justicia, transparencia, mérito. Esa repetición compulsiva, sumada al divorcio entre lo que promulgan y la realidad —hasta sus defensores enconados saben que esta democracia está floja de papeles, que la justicia es ineficiente y sesgada, que a la transparencia también te la debo y que la herencia no constituye mérito—, tiene por consecuencia la desnaturalización de esas palabras, que dejan de significar aquello que el diccionario les atribuye. Pocos días atrás, la escritora Claudia Piñeiro se quejó en Diputados de que, al decir que ellos están del lado de la vida, los antiabortistas se apoderaban de una palabra clave. "Nosotros también estamos del lado de la vida", dijo. "No permitamos que nos roben una palabra". A los orcos del PRO no les interesa robarse palabras: lo que hacen, más bien, es dinamitarlas por dentro para que ya no signifiquen nada.

Esa estrategia también la aplican, corregida y aumentada, al gobierno todo. (En esto tampoco son originales, sino funcionales a una política regional.) Durante el siglo XX, los ejecutores de esos planes sobre Latinoamérica eran los militares. Tenían sus ventajas: ordenados y faltos de imaginación, no poseían más ambición que la de prolongar su estancia en el poder pero, de todos modos, cuando les bajaban el pulgar se iban a casa sin chistar. El tema es que venían de fábrica con una contraindicación machaza: expresaban un estado de excepción, un desvío que no podía eternizarse. Más temprano que tarde la magistratura debía volver a manos civiles, reiniciando los problemas con el populismo.

La nueva oleada neoliberal expresa una versión perfeccionada de ese designio. Con los militares descartados como mascarón de proa, el poder real apeló a aquellos bien cortados para concitar la atención en el escenario virtual: la versión contemporánea de los vendedores de aceite de serpiente que todo lo cura, pastores electrónicos de la religión de sí mismos o de un bienestar para el que no hay que esperar a la otra vida, sino apenas al segundo semestre. Sus rasgos esenciales son psicopáticos —incapacidad total para empatizar con otros— pero se los morigera a través de rasgos que se acentúan para humanizarlos: la cabellera de Trump, la ubicuidad de Juliana y de Antonia Macri, que según la revista Hola "viven para acompañarlo y le dan la paz y la energía positiva que necesita en los momentos difíciles".

 

 

Una vez al comando de los medios omnipresentes y con la Justicia en sus bolsillos, estos pícaros de feria colonizaron mentalmente al sector voluble de la población votante —la gente que define una votación para uno u otro lado— y llegaron al poder por vía de elecciones o trampas al sistema legal que ni siquiera disimularon. (Simplemente las ejecutaron y subieron el volumen al mango.) Ya asentados en la Primera Magistratura, procedieron a desmontar la democracia por dentro. Por una parte, en lo que a Argentina respecta se están llevando hasta los cimientos del edificio y el polvo que los rodeaba y la capa de piedra profunda que les daba estabilidad. (Esto no es ruido, es evidencia. Tiro cuatro títulos, nomás: deuda externa, Correo, tierras y acuíferos del sur, blanqueo.) Por la otra, están desmontando las posibilidades prácticas y legales de revertir este proceso cuando cambie el signo del gobierno, desde el interior mismo de la maquinaria del Estado.

Lo que hacen es abusar del fair play democrático —que nada tiene de fair, desde que cuentan con todos los fierros que compran el dinero y el apoyo efectivo de EE.UU.— para pervertir la misma democracia que fueron elegidos para desplegar. Son un gobierno legal por origen pero ilegítimo por práctica, dado que usan el sistema para hacer algo que contraría todas las razones por las que fue diseñado de ese modo: en lugar de usar el peso del Estado para nivelar el juego y defender los derechos de todos los ciudadanos, lo emplean para garantizar sus propios negocios; en lugar de colaborar con la Justicia para que vele por los de menos recursos y equilibre la balanza, la prostituyen para que sirva a los poderosos; en lugar de cuidar los intereses de todos los argentinos, rematan hasta el futuro de los que aun no nacieron, empezando por la descendencia de sus propios votantes.

Democracia en los papeles pero aristocracia en la calle, porque no gobiernan para el pueblo sino para privilegiados. Este es el rasgo genial de la estratagema que llevan a cabo: están haciendo lo que se les canta el culo, pero —qué ironía— jugando con las reglas que la política estableció para marcarles límites. Me recuerda la frase de Baudelaire en Le Joueur Généreux, que Christopher McQuarrie retomó en el guión de Los sospechosos de siempre (Bryan Singer, 1995): "El mejor truco del Diablo fue convencer al mundo de que no existía".

El historiador Ezequiel Adamovsky dijo en Twitter hace pocos días: "Es un golpe de nuevo tipo el de Brasil". (Si quiere cambiar Brasil por el nombre de otro país latino, permítaselo.) "La dictadura del capital se afirma desembozadamente a través de las instituciones fundamentales de la democracia liberal. La arbitrariedad se consuma a través de la ley".

¿Dictadura? Qué va. Estamos en democracia, ¿o no renovamos autoridades periódicamente? La dictadura no existe.

 

El crimen ferpecto

Tan confiada está la 'administración' Macri en su mano ganadora, que ni siquiera guarda las formas. El ciudadano común no necesita leerlo en Clarín y La Nación para comprender que todo está peor. Lo vive a diario, no tiene forma de ignorarlo aunque quiera engañarse. Macri no cumplió ninguna de las promesas formuladas en campaña, a excepción de aquellas dirigidas a su grupo de pertenencia. Y nada indica que ese incumplimiento se deba a las dificultades del ejercicio del poder. El ex Ministro de Economía Adolfo Prat Gay ya confesó que la abolición del impuesto a las ganancias, cacareada por el gallinero PRO en la previa de la elección, jamás formó parte de su plan de gobierno.

Desde que está en la Rosada, no ha aceptado responsabilidad en ninguna de las barbaridades que suceden. Esto forma parte del ADN del macrismo: la culpa la tienen siempre otros — Franco Macri, Rousselot, los K, la lluvia, River, el mar que es demasiado grande, los pibes que desoyen la voz de alto, los mapuches, los organismos de DDHH que no saben contar, los ciegos que no ven el crecimiento manifiesto, las feminazis violentas, Julian Assange, los super chinos, los docentes, los bancarios, los morochos que compran perfumes caros y no tienen el recibo a mano, el Papa, Verbitsky, Milagro Sala, el Indio Solari, el INDEC, los locos del Borda, los científicos que quieren vivir becados, las universidades que están de más, Gils Carbó y Justicia Legítima y Rafecas y la fiscal Boquin...

 

La culpa es del clima: negar su responsabilidad es parte del ADN macrista.

 

El mecanismo funciona porque existe un sector de nuestra sociedad para el cual el ruido ensordecedor es música: un canto de sirenas, como aquel que en La Odisea encantaba a los navegantes para que olvidasen el timón, encallasen sus barcos y terminasen devorados. Estos ciudadanos toman ruido por música del mismo modo en que confunden el placebo que les venden con la cura a sus males; el deseo de que así sea —una necesidad falsa, artificial, que los medios alimentan 24/7— es más fuerte que la realidad. Los mercachifles de Cambiemos persuadieron a esta gente de que conservarían e incluso potenciarían el bienestar de la era kirchnerista, a la vez que arrasarían con todo lo que del kirchnerismo les producía urticaria. (Básicamente, su peronismo.) Estos clientes ya perciben que el elixir que compraron más de una vez no causa efecto, pero ahora es tarde. Ya se convirtieron en adictos. Entendieron que están enganchados a una sustancia tóxica, pero aun así la necesidad de creer en sus propiedades milagrosas sigue creciendo aunque el high dure cada vez menos y —uh oh— ya no les quede otra que robarle a la abuela para garpar una dosis.

(Algún día quiero pensar sobre la negación que expresa parte de nuestra sociedad, de intensidad patológica. Siempre me impresionó esa anécdota que figura en el libro de Grinberg Cómo vino la mano: cuando Pappo metió en la casa de Spinetta en Vicente López a un par de hippies jodidos que le pintaron No, No, Te niego por todas partes. Ahí nomás ocurrió la dictadura, que perfeccionó esa forma suprema de la negación que es la desaparición de personas. Ahora que estamos repitiendo la tragedia como farsa, hay miles de ciudadanos que le dicen No, No, Te niego a los peronistas, volviendo a soñarlos desaparecidos. Este impulso de muerte, esta violencia que a gatas logran contener, sigue desconcertándome. Como expresa una nena en mi novela El negro corazón del crimen, haciéndose eco de lo que ya preguntaba Julio Troxler en la peli Operación masacre: "¿Por qué nos odian tanto?")

La era del vendedor de aceite de serpiente contemporáneo terminará un día, como pasó la era de los militares; y entonces el poder real buscará otros mercenarios que mandar al frente de batalla. Mientras tanto, los mentirosos consumados siguien convencidos de haber cometido el crimen perfecto. Algo de razón les asiste: han logrado usurpar la democracia, disfrazándose hábilmente de lo que no son del mismo modo en que los aliens de la peli de Kaufman producían dobles perfectos de los humanos, indetectables como falsificación — salvo, claro, por el mismo defecto que deschava a nuestros gobernantes: por mucho que se parezcan a nosotros, los diferencia el hecho de que no sienten emoción alguna, de que son incapaces de vibrar en sintonía con otros. Como alguna vez dijo Lincoln, que era un político sagaz y pragmático pero ante todo honesto: "Se puede engañar a alguna gente todo el tiempo, y a toda la gente durante algún tiempo, pero no se puede engañar a toda la gente todo el tiempo".

Tarde o temprano, el sector de nuestra sociedad que le devolverá el triunfo a la oposición le dirá al macrismo lo de Nietzsche: "No me molesta que me hayas mentido. Lo que me molesta es que, de aquí en adelante, ya no podré volver a creerte". Entonces los mentirosos profesionales asumirán que lo suyo no fue un crimen perfecto, sino apenas un crimen ferpecto, a la manera esperpéntica de la peli de Alex de la Iglesia.

Y marcharán presos.

 

 

 

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