EL CUADRITO DE MI AMOR

La música que escuché mientras escribía

 

Hace dos semanas volví a la cancha de Boca después de muchos años. Un amigo que no falta nunca me preguntó qué diferencias encontré. No hay hinchada visitante, la local canta sin parar durante todo el partido,  temas largos, ingeniosos y complicados. Hay un clima más tolerante, causa o efecto de la presencia de mujeres y chicos en las tribunas, y la agresividad está confinada a los cánticos, que se refieren a las gallinas aunque Boca juegue con Tigre. El cemento desnudo fue pintado con dos bellos colores primarios. Las escaleras están bien iluminadas y nadie las usa como baño.

Sólo pueden comprar entradas los socios, pero hay sitios de reventa por Internet, que te arrancan la cabeza. Te las mandan a tu casa con un correo privado, si pagás diez veces el precio oficial. A esta altura de la vida, prefiero verlo por televisión. Podés levantarte para buscar una bebida o ir al baño.  No tenés que adivinar lo que pasa en el arco opuesto a tu ubicación, repiten las principales jugadas y tienen cámaras y drones por todos lados, para que no te pierdas ni un primer plano de los jugadores. Por eso se tapan la boca cuando dialogan, para que nadie pueda leerles los labios. El dispositivo de seguridad en torno de la cancha es enorme pero confuso, vallado hasta la psicosis, y tuvimos que caminar más de veinte cuadras hasta llegar a la puerta asignada en el plástico con banda magnética en que se ha convertido la entrada. Además los colectivos modifican el recorrido y paran bien lejos de la cancha. A la salida la Ciudad autoriza una fila de 25 taxis sobre Almirante Brown, que terminan de desplumarte con tarifas de Nueva York, porque de otro modo tenés que caminar 15 cuadras hasta Parque Lezama.  A cuatro personas por taxi, son cien hinchas, para una cancha en la que caben 54.000. No hace falta Milei para que la libertad sea libre. Pero quería llevar a un pibe que nunca había estado en la Bombonera, que es una experiencia única. Le impresionó que temblara cuando la hinchada saltaba y se bancó las tres horas que estuvimos allí sin una protesta. No se lo olvida más. Su sonrisa vale todo el fastidio.

La misma tribuna desde la que vi jugar a Rojitas, al Beto Menéndez, a Marzolini y a Paulo Valentim, al Tano Novello y el Muñeco Madurga. Era una cápsula del tiempo. También a Musimessi, que saltaba como un gato para atrapar la pelota, que todavía era de cuero marrón, con gajos cosidos y tientos y, como todos los arqueros, usaba una camiseta amarilla.

El chaqueño Julio Elías Musimessi fue el arquero de Boca casi toda la década de 1950, y Guillermo Stábile lo convocó a la selección. Atajó en el partido histórico que la Argentina le ganó 3-1 a Inglaterra en 1953, con el gol de Grillo desde un ángulo imposible, y hubiera ido al mundial del año siguiente, si Perón no hubiera decidido la abstención. En el '53 le atajó un penal a River; en el '54 fue el arquero del Boca campeón, donde (con la terminología de entonces) sus zagueros fueron Colman y Otero; la línea media Lombardo, Mouriño y Pescia y la línea delantera Pierino González, Baiocco, Pepino Borello, el yorugua Iseo Roselló y Marcarián. Todavía no se habían inventado el ventilador ni los números telefónicos. También fue el arquero del equipo campeón del Sudamericano de 1957 en Lima, el de Pipo Rossi,  Corbatta, Maschio, Angelillo y Sívori. Además fue al mundial de Suecia de 1958, pero, por suerte para él, como suplente, de modo que todos los recuerdos después del 1-6 contra Checoslovaquia los acaparó Amadeo Carrizo, que fue de los primeros en usar guantes y rodilleras. Musimessi atajaba a manos y rodillas peladas.

 

 

Pero a la noche se transfiguraba y ya vestido de persona, tenía un programa propio en la radio, donde lo presentaban como el guardavallas cantor.  Acompañándose con la guitarra y con un acordeonista, cantaba chamamés, algunos con letra alusiva, como el famoso Dale Boca/Viva Boca/el cuadrito de mi amor. Desde la década anterior, la radio pública, que no se llamaba Nacional sino del Estado, tenía programas matutinos con música de proyección folklórica. Me acuerdo de los santiagueños Hermanos Ábalos y de los Chalchaleros salteños. Y de Antonio Tormo, a quien llamaban "El cantor de las cosas nuestras", en cuyo programa nocturno cantaba El rancho 'e la Cambicha, para un público de la migración interna que desde la década de 1930 cambió la fisonomía del país.

Asomate a mi nostalgia, que es también una página de tu historia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Sin guantes ni rodilleras.

 

 

 

 

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