EL DOLOR DE LAS GUERRAS

Ucrania, Vietnam, Irak, Afganistán, Vietnam, todas las guerras son iguales y causan la misma destrucción.

 

Kant, en La metafísica de las costumbres, preguntaba: “¿Qué derecho tiene el Estado frente a sus propios súbditos, a servirse de ellos en la guerra contra otros Estados, a emplear o arriesgar en ello sus bienes, e incluso su vida?”. Respondía argumentando que en estos casos estamos frente a la absurda pretensión del soberano de actuar sobre sus súbditos como si fuera su propietario indiscutible, tratándolos como simples hortalizas o animales domésticos. “El soberano, titular del poder supremo del Estado, tiene derecho de mandar a la guerra a sus súbditos, como si de una cacería se tratase”. Por eso, añadía, la guerra es intrínsecamente antidemocrática e inmoral, además de criminal, dado que con ella el pueblo mandado a hacerla y las personas implicadas en ella, son tratados como medios y no como ciudadanos. Ilustrando el comentario de Kant, un reciente video de YouTube mostraba a un general ruso entregando unas cruces de latón a unos jóvenes soldados que contemplaban azorados esas condecoraciones, probablemente porque no podían entender que la pérdida de una pierna o un brazo en la guerra de Ucrania se compensara de modo tan estúpido.

La guerra que hoy se libra en Ucrania está siendo especialmente iluminada por los focos mediáticos en su afán de trasladar al gran público las atrocidades cometidas por las tropas de Putin y la destrucción implacable de las ciudades. Pero esa fruición por mostrar los horrores de la guerra, se hace bajo una falsa premisa, dirigida a envolver a los receptores en las redes de la propaganda subliminal, instalando la falsa idea de que esta guerra es diferente a las demás. Sin embargo, el pueblo de Vietnam, abrasado por el napalm que se arrojaba sobre las aldeas; el de Irak, que contemplaba la destrucción sistemática de sus ciudades y museos; o el de Afganistán, que recibía los bombardeos de alfombra, pueden dar fe que todas las guerras son iguales y todas causan la misma destrucción y el mismo dolor. La estructura extorsiva de las guerras, en las que se trata de quebrar la voluntad de lucha del adversario, propicia que la estrategia sea siempre igual: infligir el mayor daño posible al rival, actuando sin contemplaciones sobre todo aquello que le pueda producir dolor.

La propaganda de guerra, interesada en mostrar un relato unidimensional, omite reflejar otro aspecto no menos importante. Que esta guerra, como tantas otras, se torna inevitable en un contexto internacional en el que predomina la desconfianza entre las grandes potencias cuando los gastos militares ascienden a 2 billones de dólares anuales, de los cuales 800.000 millones corresponden sólo a los Estados Unidos. Una singular democracia imperial en la que cada estado de la unión alberga una factoría militar que aporta fondos a las campañas electorales de cada senador. De manera que es fácil deducir que el “complejo militar industrial” al que se refería el ex Presidente Dwight Eisenhower, sigue campando a sus anchas. La prueba más evidente la hemos tenido hace pocos días, demostrando la incapacidad de la sociedad norteamericana para poner fin al libre comercio de armas que ofrenda una tragedia que irremediablemente se repite cada año en su propio ámbito soberano. Esta aciaga presencia del complejo militar es la que también explica que ahora existan dos conflictos superpuestos en Ucrania: el que originó Putin con su “guerra preventiva”, y la guerra por delegación o “guerra proxy” que ahora libran los Estados Unidos contra Rusia, “con el fin de debilitarla”, según lo reconociera sin ambages el secretario de Defensa de Estados Unidos, Lloyd Austin. “Una guerra proxy ocurre cuando un Estado combate a otro Estado, pero en lugar de usar sus propias fuerzas militares emplea las fuerzas de otro, que puede ser otro Estado, una milicia o señores de la guerra”, le dijo a la BBC Daniel Byman, profesor de Política Exterior de la Universidad Georgetown. Estos “juegos de guerra” que practican las potencias nucleares que ostentan el derecho de veto en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, dilatan las soluciones diplomáticas, mientras miles de seres humanos –tanto civiles como combatientes— caen abrasados bajo las bombas y  las ciudades quedan reducidas a escombros. Un espectáculo que permanece fuera de los focos cuando se libra en Medio Oriente o en África, pero que se repite inexorablemente cada año en todo el mundo.

 

 

Una perspectiva alternativa

Frente a una realidad tan absurda como dramática, el profesor Luigi Ferrajoli acaba de publicar un breve ensayo titulado Una Constitución para la Tierra (Ed. Trotta, 2022) donde retoma el proyecto de paz perpetua de Kant –continuado por Hans Kelsen en La paz por medio del derecho (Ed. Trotta)— para ofrecernos un punto de vista alternativo que sitúa las cosas en su justo lugar. Señala que ante la encrucijada en la que se encuentra la Humanidad, ha nacido un movimiento de opinión dirigido a promover una Constitución que abarque a todos los pueblos de la Tierra, capaz de imponer límites a los poderes salvajes de los Estados soberanos y a los mercados globales. Si bien la primera impresión de un proyecto tan ambicioso parece caer en el idealismo utópico, se debe recordar que esta idea ya estaba presente en la Carta de la ONU de 1945 y en diversas cartas y convenciones sobre derechos humanos que se aprobaron a continuación. Por otra parte, la creciente integración económica, consecuencia de la globalización, hace impostergable la adopción de respuestas políticas e institucionales que no están al alcance de los estados nacionales. De allí que Ferrajoli entienda que es más actual que nunca el proyecto kantiano que aspiraba a conseguir una “confederación de pueblos” extendida a toda la Tierra.

El proyecto de Constitución de la Tierra de Ferrajoli contiene 100 artículos en los que se diseñan diversas instituciones para abordar distintos problemas o emergencias de alcance planetario. El autor indica cinco de estas emergencias que “requieren un constitucionalismo más allá del Estado” para que puedan ser verdaderamente operativas:

  1. las catástrofes ecológicas;
  2. las guerras nucleares y la producción y la tenencia de armas;
  3. las lesiones de las libertades fundamentales y de los derechos sociales, junto con el hambre y las enfermedades no tratadas;
  4. la explotación ilimitada del trabajo; y
  5. las migraciones masivas.

En esta nota solo abordamos las instituciones que pueden conducir a obtener la paz internacional. En opinión de Ferrajoli esta labor solo puede hacerse mediante el establecimiento de garantías idóneas. La primera garantía sería la prohibición de la guerra que es el equivalente a la prohibición del homicidio que rige en el derecho penal interno. Esta prohibición ha sido ya introducida en el derecho internacional por la calificación de la guerra de agresión como “crimen de guerra” en el artículo 5.1.d) del Estatuto del Tribunal Penal Internacional aprobado en Roma por el Tratado de 17 de julio de 1998. El problema es que a causa de la negativa de los Estados con mayor poder militar a ratificarlo (Estados Unidos, Rusia y China, entre otros), la norma carece de aplicación universal.

 

 

Garantía de la paz

En garantía de la paz el proyecto constitucional estipula la prohibición de las armas, el monopolio de la fuerza militar únicamente por las fuerzas de policía global y local y, por eso, la disolución de los ejércitos nacionales augurada hace más de dos siglos por Kant. Por ese motivo en el proyecto se prohíben y se castigan la producción, la experimentación, el comercio, la posesión y la difusión de armas nucleares, armas químicas, armas bacteriológicas o de otro tipo de armas similares a estas por su naturaleza y efectos. También se prohíben y se castigan la posesión y el comercio de armas de fuego en el interior de los Estados. Su producción y posesión quedan reservadas, en régimen de monopolio público, a las fuerzas de policía locales, estatales y globales (artículo 53). Las controversias entre estados deberán resolverse, según el texto, mediante negociaciones o a través de procedimientos de conciliación, o bien por el sometimiento a arbitraje, al juicio del Tribunal Internacional de Justicia o a otros procedimientos idóneos para asegurar su solución pacífica (artículo 61). En relación con la actual composición del Consejo de Seguridad de la ONU se prevé su radical transformación para que los representantes de los 15 estados federados que lo integren sean designados cada cinco años por la Asamblea General (67). El Consejo de Seguridad tomará sus decisiones por simple mayoría de sus miembros y queda excluido cualquier poder de veto. Será misión principal del Consejo de Seguridad garantizar la seguridad pública internacional, merced al monopolio de la fuerza que corresponde, bajo su dependencia, al Comité de Estado Mayor y de Seguridad Global, y a las instituciones nacionales de policía (artículo 68).

El Comité de Estado Mayor y de Seguridad Global, y las instituciones territoriales de policía de los Estados federados tendrán el monopolio de la fuerza armada, limitado al armamento necesario para el ejercicio de las funciones de policía (artículo 76). Por consiguiente, la propuesta aspira a acabar con los ejércitos nacionales. Cuando, para el cumplimiento de las funciones de policía previstas en el artículo 76 no sean suficientes las policías nacionales, las fuerzas de los ejércitos nacionales necesarias para tal fin serán transformadas en articulaciones territoriales del Comité de Estado Mayor y de Seguridad Global. “El Comité de Estado Mayor y de Seguridad Global promoverá y controlará el desarme progresivo de todos los estados de la Federación de la Tierra y el cumplimiento de la prohibición de producción, comercio y posesión de armas enunciado en el artículo 53” (artículo 77).

Señala Ferrajoli que solo la construcción de una esfera pública planetaria ampliada será capaz de poner límites a la soberanía salvaje de los Estados más poderosos y de los mercados globales. Añade que aunque las propuestas parecen radicales e innovadoras, sin embargo, están ya todas implícitas en numerosos tratados internacionales. Es cierto que como señalaba Kant “de una madera tan torcida como la de que está hecho el hombre, no puede tallarse nada derecho”. Sin embargo, añadía, por muy fantasiosa que pueda parecer esta idea, “es la salida inevitable del apremio a que los hombres se someten recíprocamente y que tienen que forzar a los Estados a la resolución (por muy difícil que les sea adoptarla) a que fue forzado tan contra sus deseos el hombre salvaje, a saber: despojarse de su libertad brutal y buscar la paz y la seguridad en una constitución jurídica”. Es muy probable que la mayoría de los lectores de esta nota no lleguen a ver consagrada una Constitución de un tenor similar a la propiciada por Luigi Ferrajoli. Es probable también que algunos ensayen una sonrisa de prudente escepticismo. Pero es suficiente un ejercicio de imaginación para recuperar el sentido común. ¿Alguien puede imaginar que esta locura de armas atómicas y billones de dólares despilfarrados en armamento puede seguir reproduciéndose indefinidamente a lo largo de la historia?  Por lo tanto, la única certeza es que cualquiera que sea el tiempo que demande la instauración de una Constitución de esta naturaleza, no existe otra salida racional del ominoso laberinto en el que estamos inmersos.

 

 

 

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