EL EDIFICIO QUE SE CREE CASTILLO

La propiedad horizontal privilegia a los habitantes por sobre la trama en la novela de Mariana Sández

 

Cuenta Sigmund Freud en sus memorias que, en cierta oportunidad, recibió una carta de una joven señora siete meses embarazada de su primer vástago. La dama elogió su obra, a la que había leído con fruición, despertándole fuerte adhesión las teorías allí expuestas. En consecuencia, señaló su preocupación en torno a los eventuales efectos patógenos que podía ejercer, claro que en forma involuntaria, sobre su hijo. Entonces le preguntó a Herr Professor Doktor cómo podría evitarlo. Tras surtidos gestos de amabilidad, Freud le respondió a la encinta: “Ya es tarde”.

En efecto, de Yocasta a esta parte, y aún antes, lo indeleble de la marca que la madre deja sobre su descendencia es un rasgo particular de la condición humana. En especial para un hije únique y con singularidades diversas para el varón y la mujer. En esta última ocasión, el vínculo entre madre e hija mujer —dicen los que saben— se resuelve mediante la hostilidad o la devoción. Va de un extremo a otro, a distinta velocidad, como un metrónomo alocado que marca los ritmos de la infancia y adolescencia. Suele en la adultez quedarse en uno u otro lado, desplazarse con mayor lentitud, jamás quedarse en un término medio. Ni que hablar si se trata de la madre muerta que, por tal, no habla, y por ende sus dichos pasan a grabarse en la piedra de la eternidad.

 

 

La autora, Mariana Sández.

 

 

Es en una suerte de oxímoron de devoción crítica donde permanece Charo, la niña primero, joven mujer después, que protagoniza Una casa llena de gente, debut de Mariana Sández (Buenos Aires, 1973) en la novela. Cultora de la memoria de la madre y sus emblemas, la hostilidad estructural le alcanza para plantearse interrogantes acerca de ciertas versiones maternas sobre acontecimientos domésticos y barriales, aunque es insuficiente para dejar de creerle. Toma al pie de la letra —propiamente dicha— las indicaciones sobre cartas, diarios, videos, fotografías y textos dispersos que la progenitora le encomienda. En el afán de controlar los hilos familiares aún después de muerta, la madre manipula los hechos mediante luces y sombras. Maniobra que enmascara en una ambición literaria que cierto pudor, fobia o timidez frustra, impidiendo la publicación. Desgracia con suerte, lo primero para la malograda escritora, lo segundo para los lectores que se ahorran una retahíla de frases en las que la autora (en la ficción) que no publica, apuesta a ser más inteligente que su propio texto, imponiendo breves ingenios por sobre la lucidez: “Es por papá que harás esto. Y por vos. Para que no quede ni una sombra finita como un espárrago, ni como un tallarín, un sorbete, el lomo de La metamorfosis o La muerte de Iván Illich, un tenedor de costado, un lápiz labial, un hisopo, un pincel número tres, el apellido de Ionesco visto de perfil, un bigote de conejo, un diploma de cartón, Granny de un lado”.

Enumeraciones redundantes, alardes culturosos, referencias berretas, obviedades de pretensión metafísica, ramplón sentido común camuflado de budismo zen, en fin, un colgajo de características propias de esa clase media disfrazada de aristocracia intelectual que toma alguna de las artes para idolatrar su estructura exterior a la manera de un fetiche. Ha de contentarse con ganarse el pan como traductora, esposa, madre y argentina. En este caso, la liga la literatura. Y la hija se da poca cuenta de ello. Zafa por el lado de dedicarse a otra cosa. Para lograrlo, tiene que atravesar los pasillos del promiscuo condominio moderno que habita con aquella madre, un padre psicólogo y dos hermanos, hijos de un primer matrimonio paterno. A ese edificio, le llaman, en consonancia ideológica, “el castillo”.

No extraña la naturaleza de la maniobra de la madre moribunda, aún en tiempos en que todavía no ha enfermado. Manipulación adaptada, disminuida y aumentada, que hace del estilo de su propia bioprogenitora, Granny, la abuela de Charo. Inglesa de nacimiento, proveniente de una familia de la working class calificada, provinciana y cualunque, trepa en el imaginario social colonizado al enganchar a un ingeniero con el que migra a estas pampas para tender las vías del ferrocarril a principios del siglo XX. Como algunos don nadies en su país que se pretenden de la nobleza en el que arriban, la anciana dama rebosa despotismo, tilinguería e imperial prepotencia. Habla mechando inglés y castellano, con faltas gramaticales tras medio siglo de argentina existencia: “chica confusiva”, “pedía por mis consejos”, “me llamaba por contarme”, “no salía de mi asombramiento”, aportan un touch de patético humor.

Precisamente, el lenguaje con que dialogan y pintan su carácter los personajes, del primero al último, es donde logra lucirse la digna escritura de Mariana Sández. Los embrollos domésticos, las desventuras, la acción que lidera la trama, pasa a constituirse en el continente idóneo para alojar idiosincrasias diversas, cada una dotada de sus características propias, giros y modismos. La vecina cachirula con rasgos clasemedieros barriales aporta incesantes verdades, envueltas en desopilantes milhojas para regalo. El papá psi reúne todos los dones que la cultura popular adjudica al arquetipo, con el aditamento de una bondad propia de miga de pan flotando en leche tibia. La hija de la vecina, Vicky, resulta una remake reflexiva y mejorada de su madre, en tanto los dos hermanos de la protagonista reproducen entre ellos la saga de Caín y Abel versión soft, en un juego del adentro y el afuera en virtud de su condición ensamblada. Así con todos los seres humanos más animales, vegetales y aún minerales que con personalidad propia transcurren dentro de Una casa llena de gente, en la que una orquídea Drácula cambia la dirección de los acontecimientos. Aunque algunos habitantes jueguen a no darse cuenta.

 

 

 

FICHA TÉCNICA

Una casa llena de gente

Mariana Sández

Buenos Aires, 2019

259 págs.

 

 

 

 

 

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