El ‘efecto verdad’

Todos lo que oímos repetidas veces terminamos dándolo por cierto, aunque no lo sea

 

Alicia Dickenstein es una de las mejores matemáticas argentinas de la historia. Fue elegida en el año 2014 como una de las vicepresidentas de la Unión Internacional de Matemática, cargo que nunca ocupó ningún sudamericano, ni hablar argentino. Nunca. Fue la primera mujer elegida Directora del Departamento de Matemática de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA, un verdadero lujo para el país. La historia que quiero contar tiene que ver con algo que me dijo hace muchos años, cuando sus dos hijos (Mariana, quien ya la hizo abuela un par de veces, y Alejandro) eran aún muy pequeños. Discutíamos sobre la televisión, qué ver o qué no, y cuál es el rol de los padres, cuánta libertad dejarles, etc. La posición de ella fue tan singular que la he utilizado repetidamente cuando el tema es abordado en distintos foros y/o situaciones. Alicia me dijo: "Mirá, yo tengo un pacto con mis hijos: ellos pueden ver cualquier programa que quieran… cualquiera, pero tienen que decirme cuál es. No me preocupa la elección, solo quiero que ellos tomen una decisión específica y que quieran mirar algo en particular. No importa qué programa sea, yo los voy a dejar, pero quiero que me digan cuál es, que lo hayan elegido específicamente. Lo que no quiero es que se sienten ‘a ver televisión’: eso no".

Me pareció una posición distinta porque ni es una prohibición (en el sentido estricto) ni es otorgarles la libertad absoluta. Involucra también tener un gran respeto por sus voluntades pero con los límites propios que los padres establecemos o ponemos sobre nuestros hijos. Por supuesto, como todas las medidas que involucran decisiones sobre otras personas, son siempre opinables. Quizás a usted, que está leyendo este texto, no le hubiera parecido bien la determinación que ella tomó [1], pero en todo caso creo que me aceptará que es una posición inusual.

Pero, ¿de qué quiero hablar? La idea de presentar ese episodio acá, me la dispararon un par de artículos que leí recientemente en algunas revistas de psicología sobre temas que me quedan ciertamente ‘alejados’. La pregunta que me hace ‘ruido’ es la siguiente: ¿cómo incide en una persona escuchar reiteradamente una falsedad?

Fíjese que solamente por el hecho de estar  “viviendo” no hay manera de no estar expuesto a escuchar y ver muchísimas cosas que uno no necesariamente elige. Es decir, caminamos embebidos en nuestros pensamientos pero simultáneamente vivimos bombardeados por todo lo que sucede a nuestro alrededor. Una parte del tiempo tenemos conversaciones con quienes interactuamos. Otras veces elegimos escuchar, ver y/o leer algo específico, pero lo que me interesa enfatizar es que es una decisión personal: uno opta por concentrar su atención en algo puntual. Pero a usted no se le escapa que es imposible abstenerse también de escuchar/leer/ver lo que no ‘decidió’ o, en muchísimos otros casos, uno cree que está eligiendo pero realidad está siendo ‘elegido por otros’.

Yo sé que me estoy metiendo en un terreno resbaladizo y no pretendo presentarme como un experto (obviamente no lo soy), pero sí puedo ofrecer algunas ideas para pensar. Me explico: me interesa saber con cuánto espíritu crítico confrontamos lo que nos llega desde ‘afuera’. ¿Aceptamos lo dicho? ¿Lo resistimos? Me imagino que su respuesta tendrá que ver con cuán informados estamos sobre el tema en cuestión, cuánto sabemos de él. Pero encontré algunos resultados sorprendentes. Me explico.

La idea que subyace detrás de las investigaciones de un grupo de psicólogos, tiene que ver con cuánto modificamos nuestro criterio de ‘verdad’ en función de la ‘repetición’ con la que escuchemos (o leamos) un argumento. Funciona así: ‘cuantas más veces uno encuentra que alguien afirma algo, más creíble le resulta, ¡independientemente de su veracidad!

Como le debe estar pasando a usted, lo primero que pensé fue: ‘Debe tener que ver con temas de los que uno o bien no sabe nada, o bien sabe muy poco’, pero parece que no, que ni siquiera es así, y por supuesto, no crea que me excluyo y ‘la miro de afuera’: no, supongo que me debe pasar lo mismo que a la mayoría. Fíjese cuáles fueron los experimentos y qué fue lo que descubrieron.

Tomaron un grupo inicial de cuarenta personas que se prestaron a participar de la experiencia. Les advirtieron que el proceso consistiría de tres encuentros, separados por dos semanas cada uno. En el momento de la primera reunión, les entregaron un grupo de 60 ‘afirmaciones’ que ellos tenían que juzgar qué valor de verdad tenían (ciertas o falsas) y tenían que ponerles una calificación que iba entre un uno (si para quien contestaba era ostensiblemente falsa) hasta siete si el participante estaba convencido que era cierto.

Voy a adaptar algunos ejemplos, como para entender que en algunos de los casos, las respuestas no parecen obvias. Fíjese qué le parece a usted:

  1. La primera base aérea de la Argentina se estableció en la ciudad de Palomar, en la Provincia de Buenos Aires;
  2. El remo fue reconocido como un deporte olímpico recién en 1946;
  3. En la Argentina, en el año 1900 había solamente 120 escuelas públicas.

Dos semanas después cambiaron 40 de las 60 preguntas y dejaron 20 del primer encuentro. Es decir, repitieron 20 de las afirmaciones que habían explicitado la primera vez, y por último dejaron pasar dos semanas otra vez y volvieron a proponer otras 60 afirmaciones, pero repitiendo las mismas 20 que en el primer y segundo encuentro.

Lo notable es que el valor de verdad sobre esas 20 preguntas, ¡hechas a los mismos participantes!, fue cambiando a medida que pasaba el tiempo. En la primera evaluación que hicieron el promedio de verdad fue de 4,20. Dos semanas después, esas mismas preguntas juzgadas por la misma gente ahora aumentó su veracidad al 4,60 y por último, la tercera vez, ya llegó al 4,70. Los psicólogos que hicieron la experiencia, se ocuparon en aclarar que el resto de los hechos reportados no exhibieron ningún patrón visible, al menos para ellos.

Repitieron este tipo de modelo repetidamente con otros grupos y otras preguntas y el resultado fue siempre similar. ¿Qué conclusión sacar de estos datos? Acá es donde ellos hablan de “El ilusorio efecto verdad”: cuantas más veces uno encuentra que un cierto hecho es afirmado, más creíble le resulta, ¡independientemente de su veracidad intrínseca! Es decir, cada persona pudo haber ido después de la primera vez y revisar en la literatura si los hechos reportados eran ciertos o no, pero más allá de que algunos lo hubieran investigado, los resultados no cambiaron.

Con todo, uno (yo) tiene (tengo) la sospecha de que esto sucedió al juzgar o evaluar temas de los cuales uno ‘sabe poco o nada’. Es decir, si uno tiene información sobre un cierto tema, debería ‘descartar la mentira y desconfiar del ‘mentiroso’. Sin embargo, a pesar que yo quise convencerme de que debía estar leyendo mal, el artículo no deja dudas. El estudio publicado en octubre del año 2015 [1] en la Revista de la Asociación Norteamericana de Psicología exhibe algo inesperado (al menos para mí): “En la vida cotidiana, uno encuentra repetidamente afirmaciones falsas que nos llegan en forma de avisos, propaganda política y rumores. La repetición parece ser la que genera errores de concepción instalando falsedades (como –por ejemplo— que consumir vitamina C previene contra los resfríos) y penetra en nuestra base de datos de (supuesto) conocimiento. El estudio demuestra que las afirmaciones repetidas consistentemente son más fáciles de procesar, y en consecuencia, se las percibe como más verdaderas que ‘nuevas’ afirmaciones. Hemos asumido hasta acá que el conocimiento repele este efecto (por ejemplo, repetir que el Océano Atlántico es el más grande de los océanos no debería ser suficiente motivo como para creerlo). Los autores testearon esta suposición y descubrieron que sucedía lo contrario, algo totalmente inesperado. Aún cuando se les ofrecieron formas de cotejar la veracidad de lo que les era planteado, optaron por creer lo que se les decía sin hacer las verificaciones esperables. Es por eso que la conclusión que ‘sacamos’ es que los participantes prefieren ‘negar’ el conocimiento que tienen sobre algún tema o prefieren incluso aceptar lo contrario si les es más fácil de procesar”.

El resultado de dos experimentos sugiere que preferimos ignorar el conocimiento de base que traemos a la mesa si nos es más ‘fácil’ recostarnos en aceptar lo que nos dicen. El grado de dificultad para entender algo (más fácil vs más difícil) es lo que se llama ‘fluencia’ y en eso se basa Daniel Oppenheimer en el artículo que aparece en la revista Psicología Experimental [2].

Afirmaciones que uno ha escuchado repetidamente son mucho más fáciles de procesar y esta facilidad es la que nos lleva a una conclusión falsa y uno concluye que ‘deben ser más verdaderas’. Aunque parezca descorazonador, esa es la conclusión central del artículo: independientemente de que uno sepa que no necesariamente es cierto lo que nos dicen, tenemos la tendencia ¡a creerlo igual! Es más fácil creer algo que uno escuchó muchas veces, que sostener la posición contraria aún cuando uno sepa, interiormente, que lo que está sosteniendo es falso.

Apéndice

El primero de los experimentos involucró a 40 estudiantes (no graduados aún) de la Universidad de Duke en Carolina del Norte, en Estados Unidos. Le presentaron a cada uno una lista de afirmaciones: algunas eran ciertas y otras eran falsas. La mitad del total se referían a conocimiento popular, conocimiento ‘básico’, con la intención de que aquellas que fueran falsas, resultaran bien evidentes. Entre las restantes, había varias cuya veracidad o falsedad no fueran tan obvias con la idea de lograr que el proceso de discriminación fuera más complicado.

Esa era la primera fase del experimento. En la segunda parte, les entregaron a los 40 que habían participado antes una lista de 176 afirmaciones –algunas de las cuales habían estado incluidas anteriormente— y les pidieron que las ‘etiquetaran’ en una escala que iba desde ‘uno’ (decididamente falsa) hasta “seis” (decididamente verdadera).

Y para terminar, los mismos 40 participantes tenían que contestar una lista de (otra vez) 176 frases pero con el sistema de multiple choice. Por ejemplo, una de las preguntas fue: “¿Cuál es el océano más grande que hay en la Tierra?, y se les ofrecían tres alternativas: a) Pacífico (que es la verdadera); b) Atlántico (que era la respuesta falsa que se había enfatizado antes) y c) ‘No sé’.

Los investigadores determinaron que aquellas frases falsas que habían sido repetidas anteriormente fueron aceptadas como ciertas ¡independientemente de que  lo que cada uno hubiera sabido previamente! Para ponerlo en términos un poco más brutales: “¡La repetición termina incrementando el valor de verdad, aún cuando esta repetición termine contradiciendo hechos que son bien conocidos!”

El ejemplo más notable de todos los que leí fue el siguiente: todos los participantes sabían que una ‘gaita’ es el instrumento que se usa en Escocia, característico de ese país. Sin embargo,  cuando los participantes leían que ‘Sari es el nombre del instrumento que se usa en Escocia’ y lo leyeron repetidamente, la mayoría terminó por cambiar de idea, aún cuando sabían la respuesta correcta y la habían usado antes.

Después de leer esta nota (y si le parece, haga las verificaciones que considere pertinentes), permítase dudar de lo que escucha/lee o ve (incluso de este propio artículo). Las vacunas no causan cáncer, y si bien repetir una falsedad no la transforma en verdad puede que la/lo haga pensar que sí lo es.

 

 

 

[1] “Knowledge does not protect against illusory truth” (“El conocimiento no protege contra la verdad ilusoria”), fue publicado por Lisa K Fazio, Nadia M Brashier, Keith B Payne y Elizabeth J Marsh, en el “Journal of Experimental Psychology”, General, Vol 144 (5), Octubre del 2015, Pag 993-1002 (http://dx.doi.org/10.1037/xge0000098)

[2] Lisa Fazio es psicóloga y trabaja en la Unversidad de Vanderbilt (en Nashville, Tennessee, EEUU). El artículo que menciono apareció en la revista “Journal of Experimental Psychology: General”.

 

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