El elefante blanco español

El virus en un país periférico de un sistema cuya única prioridad es la acumulación de beneficios

 

Hace un mes, el pasado 25 de febrero, se informaba en España del primer positivo autóctono por Covid-19. Era el primer caso diagnosticado no importado y sin conexión de contagio por fuera del país. Aquel hombre era internado mientras en los medios y la comparecencia diaria oficial se confirmaba que no había viajado a las entonces llamadas ‘zonas de riesgo’ o ‘zonas afectadas’. No había pisado ni Italia ni China. No había vuelto de ningún país del Lejano Oriente y tampoco había en su círculo personas que lo hubieran hecho.

Un mes después, España es el tercer país con más afectados, después de Italia y China. Llevamos dos semanas con medidas de confinamiento: en la noche del pasado sábado 14 de marzo, el gobierno decretó el Estado de Alarma durante 15 días, prorrogado esta semana, con el necesario aval del Congreso, hasta el día 11 de abril.

Nos encaminamos hacia el punto culminante de la expansión vírica, “el pico de contagio”. A un mes de aquel primer caso diagnosticado de contagio local, con poco más de dos semanas sin restricciones colectivas —antes del comienzo de las mismas— y teniendo en cuenta los 14 días de incubación asintomática contagiosa del virus, el resultado son más de 56.000 casos detectados. Para entender el proceso es esencial tener en cuenta las características del virus como agente colonizador y el contexto de su despliegue con las dinámicas sociales en las que vivimos, de concentración y movilidad poblacional como nunca antes en la historia.

Pese a las cifras, los números oficiales son deficitarios en cuanto al reflejo del cuadro real de la expansión vírica. Los infectados por el virus en España son muchos más de los que se pueden diagnosticar. Y es que en las zonas más afectadas, desde hace más de tres semanas, se restringen los tests por la necesidad de racionalización. No hay suficientes para detectar a todos los infectados con sintomatología ni por supuesto los asintomáticos contagiosos. Las compras de tests rápidos ya efectuadas por el gobierno aún no llegan. Son necesarias, aquí y en todo el mundo, pero lo cierto es que no hay suficiente producción, además del acopio por jerarquía en el tablero internacional, la especulación existente o el mercado negro.

 

 

 

Escasez

Un límite en el aprovisionamiento de lo necesario. Ante el shock está costando entender por estos lares la situación: no hay suficiente material en esta coyuntura de pandemia y, por tanto, de fortísima demanda mundial. El modo de producción capitalista, este sistema y su organización global, como ya podíamos saber, como ya sabíamos, deja a millones de personas en la cuneta. Hoy también aquí, se afronta la epidemia sin suficientes recursos médicos; sin ellos las sufrieron nuestros antepasados tantas veces a lo largo de la historia y en otras latitudes hoy; la diferencia es que en nuestro presente la humanidad cuenta con la capacidad de producir esos recursos.

En este embiste de lo real, a la población europea se nos ha recordado, a través de las vidas de nuestra gente –más de 4.000 muertos en menos de un mes— el límite a nivel nacional, que nuestra relación con el centro geopolítico de la acumulación capitalista, con hegemonía neoliberal, eficaz pero en la sombra, y lo que nos sobrevive de nuestros llamados estados del bienestar con sus derechos a la sanidad y la educación pública –aunque mercantilizados y recortados, especialmente a partir de 2008—, nos hacen olvidar o negar naturalizando nuestra forma de vida respecto a los otros del planeta. El sistema sanitario público maltratado está desbordado y el Estado, que muestra su poder de confinamiento, no puede aprovisionar de lo necesario.

En el caso español, las primeras noticias de desborde contrastado llegaron justo antes de los 4.000 diagnosticados con los que se decretó el Estado de Alarma. Se evidenció después en la falta de mascarillas y equipos de protección para los sanitarios, la falta de personal médico, con más de 5.000 profesionales contagiados, escasez de respiradores y, finalmente, insuficiencia de espacio en los hospitales públicos de Madrid. Esta semana, la saturación en la funeraria municipal.

Sin embargo, en las primeras semanas de marzo, escuchábamos al doctor Fernando Simón –epidemiólogo director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias sanitarias del Ministerio de Sanidad—, en comparecencia diaria, mencionar el trabajo de trazabilidad del virus en cada caso localizado; siempre haciendo alusión al control del virus con el trabajo pormenorizado de, dicho genéricamente, los expertos. Sin necesidad de mayores medidas generalizadas.

Esas palabras claves —la trazabilidad y las zonas de origen de los brotes existentes, es decir, la referida importación de los casos— se convirtieron en vocablos sordamente reiterativos que iban perdiendo sentido en contraste con las voces de otros epidemiólogos a los que se podía acceder, como por ejemplo Oriol Mitjá. Expertos también que nos recordaban algunas claves víricas del Covid-19, contrastadas a partir de los estudios realizados tras la localización de su reciente afección a humanos en Wuhan.

Pero tenemos los medios de comunicación visuales que tenemos. En las cadenas de televisión se reclamaba calma, chutando reiteración obsesiva, y reproduciendo formas comunicacionales que juegan con el shock y la saturación, oscilantes entre lo alarmante y lo anestésico.

Desde luego no lo hacían por el discurso general de opinión pública y publicada, muy permeadas por la confianza y superioridad omnipotente de un ego liberal que manejaba la otredad despectiva, a veces consciente y explícita, otras inconsciente, respecto a Asia – vergonzante aún más en cuestiones víricas. Oscilando entre contrapuestos tipos del negacionismo. Negacionismos, conservadores o progres, racionales o conspiranoicos, que en cuestión de un par de días dejaron paso a cierta histeria colectiva individualizante, visible en las compras compulsivas, cuando el abastecimiento de supermercados ha estado siempre garantizado, o la salida de las ciudades con más casos a segundas residencias.

Todos aquellos planteamientos fabricaban un sentido homogéneo y unilateral sobre la figura de los ‘expertos’ y las autoridades políticas, centrales y provinciales. Se trata de una relación con la verdad científica, y sus garantes, encerrada fundamentalmente en su poder, cuya potencia ya nos explicó Foucault. Un simplificado positivismo que llega a rozar su contrario, la fe, en su naturalización social, desconociendo por completo los procedimientos de discusión y comprobación hasta del propio positivismo científico. Así, la palabra de ‘los expertos’ parece ser una sola, como una única verdad revelada, tanto en la medicina como en la economía. Se borra de esta manera el propio pensamiento, la ciencia y sus procesos, paradójicamente en su nombre reinante pero previamente vaciado.

Estas características sociales, comunicacionales y de imaginarios, pudieron silenciar, incluso escuchándolas, a esas otras voces de los también expertos que discrepaban con sus colegas en cuanto a medidas y tiempos. El hecho es que, con las características de colonización del virus ya conocidas y la experiencia asiática, estaban sobre la mesa contradicciones que no se vieron ni se nombraron. Como un gran elefante blanco en la habitación.

Lo cierto es que la clave del caso español, compartida por otros países europeos, fue obviar la necesidad de aplicar la fase de mitigación mucho antes. Dicha miopía generalizada en España pudo ocurrir fundamentalmente por dos razones interrelacionadas: primero, un exceso de autoconfianza, de omnipotencia, en el alcance del control de los expertos a cargo de la crisis, que corresponde al inconsciente colectivo posmoderno y primermundista más la herencia moderna del ‘síndrome Titanic’; segundo, el  impacto de las medidas necesarias sobre la dinámica económica de un país periférico del centro de un sistema cuya única prioridad y posibilidad es la acumulación de beneficios.

 

 

 

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