El elefante en el bazar

Desmadre policial y prepotencia política detrás de la violencia en Santa Fe

 

“Cuando más alto trepa el monito (¡así es la vida!) el culo más se le ve”
Patricio Rey y los Redonditos de Ricota, en Juguetes perdidos

 

La violencia letal en la ciudad de Rosario escala hacia los extremos, alcanzando las cifras más altas de su historia. Homicidios, femicidios, sicariatos, balaceras, robos violentos, conflictos interpersonales entre grupos de jóvenes con armas de fuego. Una violencia mimética, que no tiene capacidad para detener la venganza privada; una violencia que genera más violencia, que invita a que se resuelvan las disputas o malentendidos apelando a la violencia o a la amenaza de la violencia.

Estas noticias llegan en medio de otro escándalo político en la provincia de Santa Fe que, está visto, durará unos cuantos años. Empezó con las destituciones de los ministros de Seguridad, Marcelo Sain y Jorge Lagna, y continuó con las investigaciones del Ministerio Público de la Acusación a Sain y su equipo, que ya acumulan tres acusaciones: dos por irregularidades en la compra de armas y motos, y la otra, en las últimas semanas, por violación a la Ley Nacional de Inteligencia (ley 25.520), concretamente por “obtener información, producir inteligencia y almacenar datos sobre personas por el sólo hecho de sus acciones privadas, opinión política, adhesión o pertenencia a organizaciones partidarias, sociales, sindicales o laborales y por actividades lícitas que desarrollan en la Provincia de Santa Fe”, pero también como jefe de la asociación ilícita, por abuso de autoridad por dictado de órdenes contrarias a la ley, violación de secretos, encubrimiento calificado y malversación de caudales públicos.

La violencia tiene múltiples factores que exceden a la política. Sin embargo, nos preguntamos cuánto del alza de esa violencia está vinculado a la política, no a la violencia política sino a la incapacidad del actual gobierno para encuadrar a la policía o, mejor dicho, a la prepotencia política de sus principales funcionarios, que prescindieron de los diálogos que reclama cualquier acuerdo político para hacer frente al desmadre policial.

Se tiene dicho que la policía es una corporación que actúa según sus propios intereses, una agencia separada y separable del resto de la sociedad. Su autonomía es la consecuencia del desgobierno de la política, es decir de una dirigencia política que delega en las cúpulas policiales el gobierno de la seguridad. La cesión no es gratuita: a cambio de tranquilidad, la policía puede hacer sus propios negocios y, de esa manera, sus principales figuras enriquecerse durante un tiempo. Un enriquecimiento que, por supuesto, contribuye a financiar el juego electoral en las provincias. La recaudación policial se organiza piramidalmente y cuenta muchas veces con el amparo, la participación y el descontrol de muchos sectores de la familia judicial. No se nos escapa que la participación de la política en la caja policial, a esta altura, resulta inevitable, puesto que es la manera que tiene la gestión política de testear a la policía, de seguirle el pulso a la regulación policial, no dejarla sola. Pero esa participación tiene o tendría que tener una fecha de vencimiento impuesta por un acuerdo político a los fines de evitar que su perpetuación enquiste lógicas que puedan transformar al Estado en otra cosa, un Estado cada vez más débil a la hora de detener la violencia y llevar seguridad al resto de los ciudadanos.

Ahora bien, lo que está ocurriendo en Santa Fe contradice esta teoría formulada alguna vez para pasar en limpio lo que fuera la performance de la Policía Bonaerense durante el duhaldismo y un poco más también. Las policías no son siempre las mismas policías, y las dirigencias políticas no suelen tener los mismos intereses y la misma muñeca política para encuadrar a sus policías. Como sea, el aumento de la violencia es –también– la expresión de la incapacidad de la política para encuadrar a la policía, para evitar o revertir su desmadre.

Hace rato que la policía santafecina está desmadrada. Hay varias hipótesis al respecto. Para algunos, porque la famosa pirámide se ha invertido. Como me dijo alguna vez un prestigioso abogado, ex defensor de uno de los grupos imputados por distintos crímenes de la ciudad de Rosario: “El problema en Rosario no es la corrupción, sino que la corrupción es muy barata”. En otras palabras: “todos” recaudan. Recaudan policías, recaudan legisladores, recaudan funcionarios y recaudan también magistrados. Una recaudación que ya no sigue una organización vertical. El mismo grupo de transas, por ejemplo, es objeto de extorsiones por parte de distintos actores de la policía, de la política y del Poder Judicial que se involucraron en negociaciones particulares con distintas finalidades.

Para otros, el desmadre es de larga duración y está vinculado, además, a las dificultades del socialismo para controlar a la fuerza policial, sea porque sus dirigentes principales se negaron en su momento a participar de la caja policial, sea porque no supieron o pudieron encarar una serie de reformas estructurales.

Las dos respuestas son plausibles y no se excluyen entre sí. Ahora bien, a la luz de los hechos ocurridos recientemente, y con el diario del lunes, quisiera agregar un tercer factor, por cierto, no tan lejano a los anteriores mencionados recién: la prepotencia política.

La prepotencia política es expresión de la tentación autoritaria, funcionarios que pendulan entre el progresismo y el punitivismo, pero también entre el diálogo abierto y plural y el autoritarismo; por un lado, reclaman acuerdos para encarar reformas de largo aliento, y por el otro dinamitan cualquier tipo de debate cuando descalifican a la oposición llenándola de improperios, burlándose, cuando se creen dueños de conocimientos y experiencias previas irrefutables que los habilitan a pensar a la gestión que presiden por encima de la discusión política. Está visto: la soberbia suele ser mala consejera; mucho más cuando se eligen las redes sociales (como Twitter y WhatsApp) para organizar la comunicación institucional, donde lo privado se confunde con lo público.

Pero que se entienda: el autoritarismo no es un accidente atribuible a un defecto del carácter de tal o cual persona, sino el atajo que puede tomar una gestión para ganar efectividad. Una efectividad que se llevará puesta tanto la institucionalización como los compromisos y el sitio reconocido para el diálogo y la conciliación de los intereses y puntos de vista contradictorios. Un acto administrativo es autoritario no solo porque transgrede un acuerdo previo, sino porque rechaza la competencia abierta y manifiesta, porque descalifica, suspende, devalúa o clausura el juego de la política.

A mucha gente el poder se le sube a la cabeza, se sienten superpoderosos y tentados de correr los límites que separan la legalidad del delito. No se dan cuenta de que una democracia se caracteriza por la rotación o alternancia política, de que no hay gobierno que dure 100 años, ni mucho menos también, salvo que se convierta en una tiranía. Muchas veces, los gastos reservados, los autos oficiales, el acceso a información reservada, tener un entorno que está para festejarte las excentricidades, pueden llevar a cualquier funcionario a sentirse Messi y jugar en posición adelantada.

“Posición adelantada” quiere decir creer que los actos de gobierno a veces no necesitan guardar ninguna formalidad, sentir que se tiene la suma del poder público y no se debe rendir cuentas a nadie, salvo al terapeuta. Más sencillo: “posición adelantada” significa creer que pueden ponerse más acá del Estado de derecho porque se mueven con inteligencia, y el fin justifica los medios. La política prescinde de los rodeos institucionales, y por una economía de esfuerzos, de ganar tiempo o ser eficaces, deciden moverse hacia el grado cero de la política.

Por eso, cuando un funcionario “encarpeta” o “perfila” a dirigentes políticos y a sus familiares, a empresarios, sindicalistas, dueños de medios, médicos, abogados, y hasta a funcionarios de su propia gestión, al margen de un procedimiento judicial, es decir sin el debido control judicial de la información que se va recabando y acopiando, cualquiera sea su volumen y calidad, no debería parecernos un tema menor, algo que podamos subestimar y cargarlo a la cuenta del estilo excéntrico de tal o cual persona. A lo mejor el funcionario no quería espiar a nadie, solo estaba juntando información de segunda para poner a disposición de la Justicia. No lo sabemos, de ello se ocupará la Justicia. Aunque ya sabemos que, en este país, decir “se ocupará la Justicia” es como encomendarse a Dios, es decir, probablemente nunca lo sepamos y lo que “sepamos” puede estar lleno de carne podrida que esconde intereses espurios. Pero más allá de esto, hablamos de acciones que, en una democracia, necesitan una serie de rodeos formales para garantizar los derechos de las personas que, en ese momento, cuando se las investiga (o espía), obviamente no lo saben, y alguien (un juez) debe velar por sus derechos fundamentales.

De todas maneras, no hay que compartimentar las acciones del funcionario en cuestión, hay que leer esos perfilamientos al lado de los audios filtrados donde se lo escucha alardeando cuando ordena que a una mujer detenida en el marco de la ASPO la tengan encerrada durante varias horas sin agua, a modo de escarmiento; o cuando le dice a otra funcionaria que “se hagan los boludos”, “que miren para otro lado” cuando la policía estaba abollando a un detenido; o cuando había que ponerle “megáfono a las detenciones policiales” durante la pandemia. A lo mejor, seguía presumiendo. Pero un funcionario, ministro de la cartera de Seguridad (¿¡hay que recordarlos!?), que se autoproclama como “guapo”, que ostentaba armas en las reuniones, que amenazaba con ponerse en “modo killer”, que no tiene filtros para decir nada en cualquier lado y a cualquier persona, es un elefante en un bazar para cualquier gobernador y contribuye a retroceder la democracia unos cuantos casilleros.

Más aun, resulta impensable que la oposición se muestre predispuesta a encarar los acuerdos que necesitan las reformas si no hay vocación hegemónica. Porque hegemonizar no es imponer. La hegemonía no consiste en partir la sociedad en dos y quedarse con los convencidos, ni siquiera convencer a los no convencidos. Hegemonía, dijo Gramsci, es construir un sentido común a partir de los núcleos de buen sentido. Resulta difícil, sino imposible, que distintos sectores de la ciudadanía se sientan hablados y tenidos en cuenta por la dirigencia de turno cuando uno de sus funcionarios principales sistemáticamente se ríe de los santafesinos, los tilda de “pueblerinos”, gente que se la pasa “durmiendo la siesta”. Estos funcionarios o ex funcionarios siguen pensando la Argentina con la arrogancia de Buenos Aires. Por eso todo lo que ven y no comprenden lo cargan a la cuenta de la siesta, del calor de la ciudad de Santa Fe.

El Estado de Santa Fe contrató los servicios de expertos con importantes currículum vitae y merecidos pergaminos, y hoy algunos lo deben estar lamentando, y muchos festejando. Estos funcionarios o ex funcionarios se autopostulan en el lugar de la civilización, son la reserva de la ciencia, pero también, está visto, de otras prácticas non sanctas.

Entre paréntesis: no toda la circulación de la violencia letal está vinculada a las economías ilegales y a las disputas por el control territorial. Por eso no puede justificarse la inteligencia criminal a la expansión del crimen organizado. Gran parte de la violencia letal en ciudades como Rosario o Santa Fe, como han demostrado algunos investigadores de esa provincia, está vinculada a la búsqueda del respeto (“tener un cartel”) de jóvenes que crecieron en contexto de impotencia instituyente, vinculado también a la forma que tienen los vecinos de tramitar los conflictos que el Estado no agrega. Estos conflictos no necesitan “perfilamientos” sino estar más cerca de la gente, con otras prácticas, otras palabras, articulando con otras agencias y poderes del Estado. Articulaciones que quedan muy lejos cuando el funcionario sobreestima sus propias capacidades. Más aún, me atrevería a decir que los funcionarios en cuestión fueron víctimas de las representaciones desproporcionadas que ellos mismos contribuyeron a montar cuando cargaron todo o casi todo a la cuenta de las bandas que organizaban el narcotráfico local. Invirtieron mucho tiempo y energía en investigar a las personalidades de la oposición supuestamente vinculadas con el mundo narco, y perdieron de vista la bola de nieve que venía rodando. Por eso nos preguntamos: ¿acaso el narcotráfico no fue, entre tantas otras cosas, un espantapájaros que justifica el espionaje político? ¿No fue la mejor excusa para espiar a la oposición política y suprimir libertades individuales?

Si a eso se le suma la descalificación permanente hacia los y las policías, la violencia social puede tener vía libre. Muchos policías se sentirán destratados y bajarán los brazos; otros, con más bronca, alimentarán los conflictos con el resentimiento acumulado, y algunos cuantos, en ese marco de quilombo permanente, harán lo que le plazca.

Ya sabemos que uno de los deportes preferidos de la política es echarle las culpas a la policía. No desconocemos que las policías tienen problemas estructurales que requieren transformaciones profundas. Pero son reformas que la política tiene que encarar con las policías, escuchando también a los policías, que son dueños de saberes y experiencias que ella no tiene. Cualquier reforma que se haga a espaldas de las policías, hablando mal de los policías, sin tener en cuenta el punto de vista de los y las policías, no reparando en sus condiciones laborales, está destinada a fracasar. Está visto que la capacidad técnica no alcanza, pero tampoco “la lapicera” es la mejor garantía de llegar a buen puerto. Mucho más cuando esas reformas van a necesitar acuerdos políticos que tienen que ser el punto de apoyo de los consensos sociales.

Siempre ha resultado más fácil pegarles a las policías que mirarse en el espejo y ejercer la autocrítica. Más aún cuando tenemos una visión policialista de la seguridad y la policía carga con un desprestigio de larga data.

Pero gran parte de la inseguridad hoy día está vinculada, por un lado, a las inercias burocráticas del Estado y, por el otro, a la desconfianza política. Una desconfianza que crece con la prepotencia de sus funcionarios. No basta la pirotecnia verbal para poner en caja a las cúpulas policiales. Está visto que no les mueve el amperímetro, los policías siempre han sido “tiempistas” y saben hacer la plancha. Pero tampoco se va a compensar la desconfianza policial con la sobrerrepresentación política y el despliegue de pánicos morales.

El autoritarismo no es patrimonio de la derecha. También los progresismos han desarrollado sus propias versiones cancheras, no exentas de patoterismo, con fórmulas que estarían al margen del Estado de derecho. Personajes excéntricos que pendulan entre el progresismo y el punitivismo, que se mueven por turnos de un lugar a otro, que se muestran progresistas cuando dan charlas en la universidad y escriben libros, pero se vuelven punitivistas cuando hablan por teléfono o mandan mensajitos de texto a sus pares o subordinados. El conocimiento que tuvimos de los mensajes que se filtraron durante la pandemia, y ahora, con la investigación abierta por el MPA, nos sirve para mirar el lado B (bizarro y gore) de estos personajes que oscilan entre la transparencia y la opacidad. Por el momento no sabemos si estaban haciendo literatura o es lo que realmente estaba sucediendo. Les toca a los fiscales investigar y a la Justicia decidir si fueron más allá de lo que manda la ley.

 

 

 

 

* El autor es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes y la UNLP. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros de Temor y control, La máquina de la inseguridad, Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.

 

 

 

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