El encierro más allá del sufrimiento

Urge desvictimizar a los presos, reponer no solo su capacidad de agenciamiento sino su humanidad

 

Hoy quiero escribir sobre un libro que tuve la suerte de prologar y acaba de salir: Con
carpa, relatos carcelarios de un maestro ignorante, de Ricardo Bizzarra (editorial
Malisia, La Plata). Bizzarra fue un maestro que pasó gran parte de su
vida dando clases, haciendo teatro y organizando recitales y cineclubes en las escuelas
ubicadas en cárceles de la provincia de Buenos Aires. Por el libro de Bizzarra desfilan
personajes embutidos en relatos. Cada uno de ellos carga con sus propias historias y
las historias que los demás echan a rodar. Historias escritas entre todos y que, de tanto
repetirlas, se van transformando en mitos. Nunca se sabrá dónde termina la realidad y
empieza la ficción. La verdad es muy relativa en la cárcel, depende de cómo o desde dónde se la mire. Bizzarra sabe que la cárcel se traga a la gente, por eso hay que
apresurarse a ponerle algún nombre, guardar la historia en un relato para que no se
vaya por la alcantarilla, como sucede con muchas cosas en la cárcel.

No voy a repetir lo que escribí en el prólogo del libro, solo quiero detenerme en algunas
ideas que lo sobrevuelan a la hora de pensar la cárcel desde otro lugar. Porque eso es
precisamente lo que intenta Bizarra. No es mi intención, ni la de Bizarra, negar o
impugnar los lugares comunes que hemos construido todos estos años en torno a los
espacios de encierro, pero lo cierto es que cuando miramos la cárcel de cerca —con la
perspectiva de los actores involucrados, con sus múltiples vivencias—, nos damos cuenta de que la cárcel es mucho más que un espacio donde habita la crueldad.

Todos sabemos que es un lugar imposible pero también lleno de
oportunidades, deseos, donde se tejen nuevas amistades. Sé que suena un poco
ingenuo decir esto, pero pienso que los presos muchas veces se las ingenian para
transformar la cárcel en algo distinto a lo que realmente es. Si miramos la cárcel con
sus vivencias, y a veces con el compromiso y entusiasmo de otras personas que
conviven con los presos y forman parte de su universo diario —por ejemplo, un
maestro como Ricardo—, podemos llegar a captar otras fibras, lo que Juan Pablo Hudson
llama las “partes vitales”.

La cárcel son muchas realidades paralelas. No es un lugar donde no pasa nada, un
depósito. En la cárcel pasan montones de cosas. Lo que sucede es que no siempre
tenemos las palabras para nombrar y ver las cosas que no se dejan ver fácilmente. Las
palabras que tenemos sólo nos llevan a estar atentos al costado cruel, pero no sirven
para captar sus “partes vitales”.

Siempre me generó ruido el relato que algunos sectores progresistas ensayaron en
torno a la cárcel. Y que conste que no estoy pensando en las organizaciones de
derechos humanos que están, precisamente, para denunciar las violaciones
protagonizadas por los funcionarios o que derivan de las condiciones estructurales. Un
discurso necesario pero que, igualmente, al victimizar a los presos, nos lleva a perder
de vista las “partes vitales”. Quiero decir, sabemos de memoria que la cárcel es un
lugar de mucha crueldad, un espacio de horror, pero también es un espacio de mucha
vitalidad, donde los presos invierten mucha energía para remar las condiciones de vida
con las que se miden todos los días. Los presos son objeto de una máquina de
violencia, pero también son sujetos de acciones creativas a través de las cuales pueden
ir componiéndose de otra manera, hacer frente a las violencias, inventarse de otra
manera. Me interesa, entonces, pensar a la cárcel con estas partes vitales, con esta
cara oculta del encarcelamiento, para desvictimizar a los presos, para hacernos otra
imagen de los presos que nos permita reponer, no solo su capacidad de agenciamiento,
sino sobre todo su humanidad.

Pienso, además, que es necesario desvictimizar a los presos porque los relatos de la
crueldad tienden muchas veces, paradójicamente, a certificar los prejuicios sociales que
existen sobre la cárcel. Prejuicios que les agregan a los actores en cuestión más
vulnerabilidad de la que ya cargan. Me explico: cuando pensamos a la cárcel como un
lugar superpoblado, hacinado, promiscuo, lleno de drogas, violencias, muchas
violencias, tendemos a certificar las posiciones de aquellos empresarios morales que se
la pasan repitiendo que la cárcel “es una universidad del delito”, que “salen peor de lo
que entran” y que, por tanto, después hay que seguir estando encima de ellos. En otras
palabras: si la cárcel es el horror, nada bueno puede salir de allí dentro. Entonces la primera cuestión que quería mencionar es la siguiente: hay que reponer
las partes vitales de la vida carcelaria para entender que, a pesar de todo, es decir, a
pesar del servicio penitenciario, a pesar del abandono de los jueces, a pesar de la falta
de presupuesto e imaginación de las autoridades de turno, los presos hacen de la
cárcel un lugar distinto, se las ingenian no sólo para sobrevivir sino para seguir riendo,
cultivando afectos, amistades.

En segundo lugar, sabemos también que la cárcel está hecha de ocio forzado, de
mucho tiempo muerto. Iba decir “tiempo libre” pero me parece que rozaba otra vez el
humor negro. El ocio forzado vuelve opresivo al tedio. El tiempo en la cárcel se parece
a un chicle, una suerte de tiempo-chicle, una duración interminable, que se estira y a
medida que se lo mastica se nos caen las muelas, va perdiendo el sabor, volviéndose
rancio, seco, se va poniendo duro, cada vez más duro. En ese contexto, la escuela
puede ser una manera de llenar el tiempo muerto y surfear el tedio. Pero también puede
ser la estrategia para “hacer conducta”, ganar algunos puntos o avanzar casilleros
en el juego de la cárcel, es decir, hacer mérito. Porque también la cárcel fue copada por
la meritocracia. Incluso, me atrevería a decir, mucho antes de que el neoliberalismo irrumpiera en nuestras vidas. Hasta en eso la cárcel es una institución pionera. Un
mérito que no es gratuito, que se compra y se vende, como casi todo adentro de la
cárcel. Porque también la cárcel, como nos enseñó Pilar Calveiro, es un lugar copado
por el mercado, donde las relaciones de intercambio entre los presos siguen las reglas
y los criterios que impone el mercado; un mercado que regula esa mano invisible que
llamamos servicio penitenciario, pastorismo evangélico, Poder Judicial o monitores
técnicos.

La escuela puede ser vivida de muchas maneras, pero todas las vivencias de la escuela constituyen una de las maneras de evitar la mutilación del yo. Porque todos sabemos, desde Goffman en adelante, que la cárcel es una máquina de infantilizar a las personas adultas y, por añadidura, de humillarlos, de sobreestigmatizarlos.

Se los infantiliza cuando son puestos a pedir permiso (porque los presos tienen que
pedir permiso para todo, sea a los penitenciarios, a los limpiezas o los pastores; nada
se hace sin permiso de alguien). Se los infantiliza cuando su voz es ninguneada,
burlada, berretineada (porque los presos son desautorizados no solo por los
penitenciarios o los jueces, sino también por sus propios pares). De hecho, y dicho entre
paréntesis, la violencia interpersonal es también la consecuencia directa de la
infantilización: la violencia en sus múltiples formas (que usan para expresarse, para adquirir respeto y honor, para divertirse o controlar la ranchada), es una manera de reponer al adulto que los llevó hasta ahí, de hacer valer una experiencia acumulada tallada alrededor de la cultura de la dureza.

Pero que conste que la violencia no es aquello que se opone a la educación. De hecho
la educación es una forma de ejercer la violencia y la violencia una manera de
cuestionar la educación. Quiero decir, y para que no queden lugar a dudas: en este libro
de Ricardo Bizzarra, la educación no se postula como una cruzada civilizadora, la escuela
no es la reserva de la civilización. Bizzarra no quiere civilizar a una supuesta barbarie,
sean los delincuentes analfabetos, los cachivaches, los hermanitos, los arruinaguachos
o los anticonchas; no quiere rehabilitarlos, reeducarlos. Aunque está claro que eso
precisamente es lo que sigue en la cabeza de mucha gente, progresista o reaccionaria,
por eso se sigue hablando de re-educación o resocialización.

Y esto está relacionado con la tercera cuestión que quiero agregar: Todos sabemos que
la escuela ha estallado, y que una de sus características principales es la impotencia
instituyente, su incapacidad para componer el lazo social y disponer ritos de paso entre
las diferentes generaciones. Si esto es lo que sucede en las escuelas en general,
difícilmente pueda cargársele a la educación en contextos de encierro aquellas tareas
que ni siquiera pueden cumplir en el resto de la sociedad. Una crisis que las escuelas
buscan, no digo disimular, pero sí remar a través de lo que he dado en llamar la
“securitización escolar”. Las escuelas están siendo permeadas por la gramática de la
seguridad y quedando cautivas de la misma obsesión securitaria que los vecinos
alertas. Las relaciones entre maestros, alumnos y padres se están judicializado, la seguridad está reorganizado sus relaciones y redefiniendo los roles tradicionales. Los
maestros no están para enseñar sino para testear los riesgos y contener a los
revoltosos. No solo las escuelas son distribuidas en función del riesgo que implican
para los docentes (recordemos que cobran un plus por zona de riesgo), sino que los
alumnos son también tratados en función del riesgo que representan que hay que saber
predecir y prevenir, que hay que evaluar a partir de la desatención, su lenguaje
impulsivo, sus maneras desfachatadas de vestir, sus violencias. Por eso los alumnos
suelen ser cacheados, requisados, interrogados, etiquetados, rumoreados, fracasados
y, eventualmente, expulsados.

Las escuelas tramitan los problemas con prácticas que son propias de otras instituciones, entre ellas las de las cárceles. De hecho las escuelas se parecen cada vez más a las cárceles. No solo porque han ido elevado sus muros, se han ido enjaulando, contratan alarmas o sistemas sofisticados de monitoreo y ponen cámaras de vigilancia, sino porque suelen llamar a los policías para que organicen corredores seguros o custodien a los alumnos a la salida de la escuela o se hagan presentes cuando se producen peleas entre los alumnos dentro del establecimiento.

Quiero decir: las escuelas de afuera tienden a imitar las escuelas emplazadas en las
prisiones. En esto también la cárcel ha sido una institución de avanzada. Finalmente quiero decir algo sobre la ignorancia. Porque Con carpa son las crónicas de un maestro ignorante, un maestro que hizo de la ignorancia la manera de relacionarse con sus alumnos; la ignorancia como método y forma de conocimiento, la ignorancia como la oportunidad de reponer la escucha, de aprender con los presos, la oportunidad de volver sobre sus partes vitales.

Deleuze dijo alguna vez, no recuerdo dónde, que un enemigo es una historia que no
has escuchado. Y lo que hace Bizzarra en este libro es precisamente ponerle el oído a
los presos, narrar historias, muchas historias. Historias que le tocó vivir a él o, mejor
dicho, presenciar, llorar, rabiar, reír. Bizzarra quiere reponer esas historias para que
encontremos en cada preso un amigo. No sólo para compadecernos, sino sobre todo
para ejercer la amistad. Tal vez la palabra “amigo” le quede grande a estas relaciones.
Pero si la amistad está hecha de afecto, de risas y enojos compartidos, de comprensiones y discusiones y mucho perdón; si la amistad está hecha de diferencias y de diálogo entre personas diferentes, si la amistad nos habla de dos seres ligados no tanto por sus afinidades recíprocas como por sus divergencias, si la amistad está hecha de distancias —esa distancia que necesitamos para albergar la pluralidad—, entonces no me equivoco cuando elijo la palabra “amistad” para pensar laS experiencias vitales del maestro Bizzarra con sus alumnos presos. Porque esta es la gran tesis de Ricardo: hay que pasar de la política de la enemistad a una política de la amistad, un pasaje que no está hecho de astucia sino de ignorancia, de respuestas sino de preguntas, muchas preguntas. No hay currículos que orienten al maestro en esta experiencia desconocida.

Bizzarra mira la cárcel con mucha perplejidad y con curiosidad, pero también con
mucho amor. Y quiero detenerme en esta otra palabra para cerrar el convite a los
lectores de El Cohete a la Luna. “Amor”, decía San Agustín, viene de amo que significa
volo ut sis, que quiere decir “quiero que seas lo que eres”. Una educación con amor es
una educación que no viene a impugnar al otro sino a reconocerlo como tal. El amor
está hecho de aceptación. Eso no significa que el amor bloquee las discusiones. Al
contrario, las discusiones que protagonicen no buscarán imponerle nada a nadie. La
educación que ensayó Bizzarra, un poco a los ponchazos, no era precisamente una
“reeducación”, no buscaba la famosa “resocialización”, toda vez que en esta re-
educación hay una impugnación del otro y un aplanamiento del diálogo.

Ahora sí termino y lo hago con Rosa Luxemburgo, con sus Cartas de la prisión. Muchos
lectores recordarán que Rosa Luxembrugo estuvo varias veces en la cárcel. En abril de
1917 le responde una carta a su amiga Sonia Liebknecht, quien se había mostrado
indignada por su actual situación y se preguntaba “¿por qué todo es así?” La respuesta
de Luxemburgo invita a aceptar las cosas como son, no se trata de padecer los
acontecimientos sino de aceptarlos. Escribe Luxemburgo: “La vida, mi pobre niña, ha
sido siempre ‘así’, y todo forma parte de ella: los dolores, las separaciones, las
nostalgias. Hay que saber aceptarlas en bloque, tal y como es, y encontrar en todo
sentido y belleza. Por lo menos así lo hago yo. Y no por una sabiduría adquirida
artificialmente a fuerza de reflexión, sino sencillamente porque es así mi modo de ser.
Instintivamente, comprendo que es la única manera acertada de tomar la vida, y por
esto me siento feliz en todas las situaciones. Y no querría ver borrarse nada de lo que
forma mi vida, ni apetezco de ella más que lo que ha sido y es”. Y por si quedaban lugar
a dudas, en otra carta de ese mismo año a Soniuska le dice: “Hay que aceptar cuanto
sucede, así en la sociedad como en la vida privada, con espíritu sereno; ver las cosas
en grande y aceptarlas con una sonrisa”. Por eso agregaba: “Aquí estoy tendida, sola,
envuelta en los pliegues oscuros de la noche, del hastío, del cautiverio, del invierno, y
no obstante, mi corazón palpita con un incomprensible gozo interior, con una alegría
nueva para mí, como si me paseara por una pradera florida bajo un sol radiante. Y en
las tinieblas de mi calabozo, sonrío a la vida, como si poseyera algún mágico talismán
cuya virtud transformara todo lo feo y triste en claridad y dicha”.

No hay que apresurarse a leer en la correspondencia una apología de la resignación,
sino una actitud estoica. Además estamos ante Rosa Luxemburgo, que no era
precisamente una militante que se iba a entregar fácilmente a la depresión. Lo que
Luxemburgo quiere decir es que no hay que indignarse, que vituperar la existencia no
tiene sentido. Por muy espantosos que sean los hechos que le toca vivir hay que
empezar por aceptar las circunstancias para luego resistir todas las vicisitudes del
destino con un indispensable e idéntico talante. Allí reside la promesa de la humanidad:
“Seguir siendo un ser humano es apostar si es preciso la vida entera en la gran
balanza del destino, pero, al mismo tiempo, regocijarse con cada día de sol, con cada
nube hermosa (…). El mundo es tan hermoso a pesar de los horrores”.

Una política de la amistad es lo contrario a una política de la enemistad. Una educación
que abreva en la amistad no es una educación demagógica, sino una educación que no
quiere impugnar las trayectorias previas, pero tampoco busca romantizarlas. La amistad
está hecha de diálogos tensos pero sinceros, nadie subestima al otro. Es una educación que se construye desde el diálogo, a partir de la escucha de un maestro que sabe que cuando llegaste a la cárcel se te quemaron todos los papeles. Una educación amistosa tiene que apelar a otros insumos, otras prácticas, otros relatos y, sobre todo, a otros afectos. Porque como dijo Nietzsche, “compartir la alegría es absolutamente superior a compartir el sufrimiento”.

Hay una justicia después de la Justicia. Bizzarra la llama “justicia poética”. Hacer justicia
poética es apelar a sus vidas con otra sensibilidad. Volver sobre aquellas escenas que
marcaron al autor es escribirlas para que sigan existiendo. Bizzarra nos recuerda que
un preso es mucho más que un lumpen. Porque un lumpen es una persona
en harapos, una persona que fue desenganchada, excluida. Pero Bizzarra es el testigo
y el traductor de las actuaciones que ensayan los presos para seguir aferrados a una
vida que viene a los tumbos. Bizzarra se da cuenta de que cada preso se inventará un
personaje para seguir en cartelera.

Ricardo Bizzarra hace literatura y no hace literatura. Cuando se piensa la cárcel con sus
vivencias, la cárcel se vuelve poética. Pero a medida que se transforma en poesía,
Bizzarra encuentra en el derrotero de aquellas personas la energía para aprender a
vivir.

 

 

 

 

 

  • Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros de "Temor y control; La máquina de la inseguridad" y "Vecinocracia: olfato social y linchamientos".
  • La imagen que ilustra la nota corresponde a la tapa del libro y fue realizada por el artista Augusto “Falopapas” Turallas.

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