El eslabón perdido

La música popular argentina escondió un secreto durante décadas, que se llama Alejandro del Prado

 

Si el lector que se dispone a acometer este artículo no anda con la cabeza abierta y los oídos 
deshollinados, se le recomienda encarar lecturas menos demandantes.

 

 

Para subrayar cuán remota me suena la Argentina de los '80, no necesitaría más que un almanaque — se trata de una realidad de otro siglo, literalmente. Pero esa medida se me hace poca cosa, no alcanza a describir la distancia que nos separa de ese momento. La subjetividad me sopla al oído que, más que en otro siglo, la Argentina de los '80 ocurrió en otra vida — varias vidas atrás, para ser sincero.

Suena a exageración, pero no lo es. Piénsenlo un poco. Hablo de un mundo sin internet ni celulares. De un país que no conocía la hiperinflación, donde cada día era una celebración porque había acabado la noche dictatorial y los chicos —todos, bah— habíamos salido a jugar. No había velada en que no descorchásemos música, libros, pelis, vicios e ideas nuevas. El rock local atravesaba un gran momento, consecuencia impensada de la locura que los militares habían perpetrado en Malvinas.

(Nota al pie: ¿había terminado demasiado rápido, la dictadura? Me lo pregunto en serio. Está claro que existió una oposición clara y consciente, liderada por Madres, Abuelas y organismos de derechos humanos, pero que no dejaba de ser minoritaria. Y mientras tanto, la clase política seguía llevandose a marzo la materia Resistencia. Cuando la clase laburante empezó a empujar porque sus necesidades se hacían cada vez más acuciantes, los milicos —a nada le temen más, los que abusan del poder, que a la voluntad popular— se amedrentaron y apuraron la captura de las islas como golpe de efecto; antes que por convicción, actuaron para recuperar la iniciativa política. Entonces nos cayó en las manos el regalo de la democracia, un juguete que nos gustaba pero no habíamos deseado lo suficiente — por el cual no habíamos peleado lo suficiente. La duda persistirá, pero la planteo porque quizás nos sea útil hoy. ¿Habría sido distinto —mejor— nuestro destino, si la criatura no hubiese nacido prematura? ¿Qué nos dice esa experiencia respecto de lo deberíamos hacer ahora para restablecer una democracia real?)

Perdón por la digresión. Retomo mi argumento. En aquel entonces la prohibición de las letras en inglés forzó a miles a descubrir la música que sonaba en nuestro idioma. Los artistas locales dejaron de ser marginados y perseguidos y se les empujó a escena, bajo luz cenital. Y muchos estuvieron a la altura de la circunstancia. La lista sería larguísima, pero quiero detenerme en un nombre que por entonces yo atesoraba: Alejandro del Prado. Ya sé, en este instante muchos de ustedes se están preguntando: ¿quién? Déjenme presentárselo, entonces; será un placer. Alejandro del Prado, dije. El secreto mejor guardado de la música popular de nuestras últimas décadas.

 

 

Yo sabía desde chico de otro Alejandro del Prado: aquel que se había hecho conocido con el seudónimo de Calé, el célebre dibujante de Buenos Aires en camiseta. Calé destacó en la revista más popular de su época, Rico Tipo, y murió muy joven, en el '63. Uno de los primeros artículos de los que me sentí orgulloso fue aquel que le dediqué en las páginas de cultura de La Razón, que en esos años dirigía Jacobo Timerman. Por entonces el otro Alejandro estaba volviendo de México con un disco abajo del brazo, que se llamaba Dejo constancia (1982). Cuando su nombre empezó a resonar, me enteré de que era el segundo hijo de Calé. (El primero es Horacio, que retomó otra de las vocaciones de su padre y salió periodista.) Las gacetillas decían que Alejandro Junior había formado parte de un grupo llamado Saloma. Y yo había gastado un casetito de Saloma durante la dictadura, escondido en el altillo que me sirvió de cuarto en la adolescencia. Desde entonces se me grabó a fuego una melodía construida en torno a un poema de González Tuñón, Canción para vagabundos. Ese que dice:

Salud a la cofradía

trotacalle y trotamundo.

Todo nos falta en el mundo,

todo menos la alegría.

Y viva la santa unión

de Sin-ropas y Sin-tierras.

Todo nos falta en la tierra.

Todo menos la ilusión.

 

 

 

Con esos antecedentes, me apuré a parar la oreja ante Dejo constancia. Era una obra concebida en el exilio, en complicidad con el poeta Jorge Boccanera. Que descargaba una joyita lírica detrás de otra, mientras Alejandro —una de las voces más bellas de nuestra música— saltaba con la mayor naturalidad del rock al candombe al tango al folklore a la milonga a la canción. (Anoten esto como apunte, para que lo retomemos más tarde: me pregunto si parte de las razones por las cuales dejamos que Ale del Prado pasase de largo o casi, fue el hecho de la organicidad con que su música fluye, boyando canchera sobre su voz brillante pero nunca forzada — agua para oídos secos.)

 

 

El disco arranca con Si te contara, una canción que suena como ese despertar que todos creíamos estar viviendo. La milonga asoma en Como dos extranjeros, el tango en Noticias de Ana. Qué cazador le cede la voz principal a Silvio Rodríguez, que plasma uno de sus mejores momentos sobre letra de Boccanera y música de del Prado.

Qué cazador derribó aquellas cartas que nunca me mandaste

Qué fuego las quemó, en qué río se ahogaron

Quién convenció a tus manos de que no, quién a tu corazón

Quién a tu boca.

Mejor es que se vayan aves negras, mejor me dejan solo

Que estoy enamorado de otra muerte.

De esto ni una palabra a los carteros.

 

 

Con los coros del lugar reclama una murga bailando en primer plano. Carta (15 de noviembre) es un tangazo:

Hoy no puedo conmigo, que no puedo, la extraño

Cuando toco sus dedos subiendo por mi almohada

Que la sueño fabricando tormentas de amor entre sus piernas.

...Y me pregunto por qué te cuento todo esto a vos, a vos abuelo

Quizá porque también estés muy solo como yo

Gusanos más, gusanos menos.

En el documental de Marcelo Schapces y Mariano del Mazo que se llama Alejandro del Prado, el eslabón perdido (2019), Boccanera aclara que no había ingenuidad alguna en el título elegido: dejar constancia de la propia existencia es importante en todo momento, pero lo era más que nunca en un tiempo que se caracterizaba por su compulsión a minimizar nuestras vidas, a amenazar con borrarlas del mapa — desaparecerlas por completo, otra vez de modo literal. Por eso la canción, que suena exultante, nos reafirmaba a la vez en nuestra pequeñez y en nuestro derecho a dejar marca allí por donde nos fue dado pasar:

Dejo constancia aquí sobre esta mesa

de café, generalas y blasfemias

que he sido util inútil, justo injusto

valiente con mis miedos y he tenido

como cualquier mortal hambre y bacterias

deseos de una mujer de buenos muslos.

...Y que he bebido y festejado el canto por la esperanza

con mis compañeros.

 

 

 

Durante algún momento de aquellos, además de escuchar el disco fui a verlo actuar por vez primera. No recuerdo demasiado (otro sobreviviente de aquella época, Richard Coleman, dice que quien se acuerda de los '80 es porque no los vivió), salvo que la formación era rara para los cánones —guitarra acústica, bajo, creo que flauta traversa y un ala percusiva que, entre baterías, cencerros, bombo a lo Tula y platillitos, parecía más apropiada a una murga que a un combo de rock-canción urbana— y que me fui con la panza, la cabeza y el cuore llenos. Puedo olvidarlo casi todo, pero conservo en algún lugar del alma esa sensación de plenitud que siempre me sembraban los conciertos de Alejandro, desde que satisfacían en simultáneo mis apetencias más altas y las más viscerales.

Lo conocí con la excusa de una entrevista y descubrí que era como su obra: talentoso y cálido, simple y enroscado, sensible y dueño del humor más ocurrente, bien de barrio y dueño de una cultura universal. Durante algún tiempo lo sentí muy cerca. Fue la época en que concibió su segundo disco, Los locos de Buenos Aires (1985), donde se emancipó de la poesía de Boccanera y demostró que no era manco con las letras; al contrario, lo que escribía cuajaba todavía mejor con su voz y sus melodías. Esa obra lo mostraba a punto de caramelo: versátil y a la vez cómodo al comando de su nave todoterreno, haciendo que lo más complicado sonase natural y placentero.

El disco arranca y cierra con la invitación al baile y la efusión callejera de Aquella murguita de Villa Real — el barrio de su infancia. Pero por supuesto, con del Prado nunca hay impostura. Los géneros no están para respetarlos, la academia es para los ricos o para los pretenciosos. Esto es murga, sí, pero con acordes que no aparecen en sus cultores tradicionales y con un piano eléctrico sonando de fondo; lo mejor de los dos mundos, el ayer reinventado desde el hoy.

Tirando la manga por la tardecita

Salgan a la puerta, llegó la murguita.

Llegó la murguita de Villa Real

tomándose en joda la vida real.

Con chistes picantes, con buenas canciones

con bailes, piruetas, con imitaciones.

Escuche vecino, salga a la vereda

no importa que esté en piyama o camiseta.

 

     

 

En apenas dos minutos y medio, el Tanguito de Almendra sintetizaba las dos grandes tradiciones de las que proveníamos, con la misma eficacia que permitió la confluencia de nuestros padres para alumbrar esto que somos.

¿Te acordás cuando escuchábamos Almendra

en el Winco desinflado de una siesta?

Era el tiempo en que navajos preceptores

perseguían nuestras nobles cabelleras.

Con Los Beatles dominando mi cabeza

la guitarra nos soñaba ser eléctrica

Y una Nucifor total, bien psicodélica

Nos hacía poderosos en las fiestas.

Si algo ha cambiado, eso es nosotros

Por suerte hermano, después de todo

Sobrevivimos a la Gran Pálida

Mata podernos encontrar.

 

 

 

Otro gran momento venía con la musicalización de un poema de Humberto Constantini, ¿Dónde vas, mariposa de lujo?

Dónde vas, mariposa de lujo

Dónde vas, marilujo de sueño

Qué pensás, marisueño de espanto

Qué dolor marinmenso te lleva

Quién recuerda el latir de tu pasos

Tus ojazos de guerra y tormenta.

(...) Dónde estás, marillanto en el vino

dónde vas marivino de ausencia

qué pensás mariausencia en la noche

qué sopor marihuana te sueña.

 

 

 

Esa colección de canciones, liderada por el pop viral del tema que daba nombre al disco, dejaba la pelota picando solita frente al arco. Alejandro parecía condenado al éxito, a convertirse en la estrella popular que, aunque más no fuese por el valor de su obra, merecía ser. El tipo lo tenía todo: era pintón, simpático, cantaba bárbaro, decía cosas trascendentes del modo más elegante y hacía que músicas grossas sonasen fáciles, o por lo menos asequibles. (La tapa del disco vuelve a acuñar esa síntesis: el morocho local de gesto altivo pero con melena de rock, bajado a tierra por el grotesco inolvidable del dibujito de Calé.) A esa altura el rock venía jugando a fusionarse con géneros locales, pero nunca pasaba de producir guiños que no derivaban en caminos nuevos, formas a ser desarrolladas consecuentemente; más bien era un toco y me voy, un homenaje después del cual se retornaba al manantial del sonido transnacional. Pero la música de Alejandro era todos esos géneros a la vez (y sigue siéndolo, dicho sea de paso), porque él era todo eso a la vez, y del modo más genuino.

¿Qué pasó entonces? No lo sé. Podría arrimar lo que me pasó a mí. La plenitud de la primavera alfonsinista demostró que era puro decorado, cuando se acabaron los fuegos artificiales volvió la noche y en la oscuridad estás siempre solo. Me separé de mi compañera de la infancia, me enamoré de una mujer imposible, sufrí el dolor de no poder convivir con mis hijas, mi vieja murió de cáncer de pulmón cuando era más joven de lo que soy ahora, me abracé al pescuezo del rock y me dejé llevar hasta que de un corcoveo me tiró a la mierda. En ese contexto perdí a Alejandro de vista, pero no fui el único. Todo indica que no lo esquivó el éxito que había quedado picando, sino que lo esquivó él con total deliberación en un arranque digno del Loco Bielsa.

En el marco del documental de Schapces / del Mazo, aquellos que lo quieren no consiguen más que expresar perplejidad: su hermano Horacio, su hija Malena, Rodolfo García y Dani Ferrón (que lo secundaron en un proyecto abortado, PosPorteño). Les cuesta interpretar una conducta que en el mejor de los casos parece esquiva, y en el peor el resultado del autoboicot. Horacio trae a colación dos grandes dolores en su vida, a los que bautiza Hiroshima y Nagasaki. Hiroshima fue la muerte temprana de Calé, que lo privó del padre soñado: jodón, callejero, melómano —entre tantas cosas, supo ser representante de Salgán—, futbolero y enemigo del orden establecido. Nagasaki fue otra muerte temprana, la de su compañera eterna en la vida y en la música, Susana — a quien tuve el honor de conocer. Pero, sin desconocer el peso del trauma, me niego a atribuir al dolor la condición elusiva de Alejandro El Artista.

Bien desde afuera, y cediendo al defecto profesional del escritor, elijo pensar que simplemente Alejandro ve el mundo de otro modo. Una pista tira Horacio, cuando dice que Calé se cagaba en los deadlines de Rico Tipo para pintar la jeta de los pibes que querían ir disfrazados al corso. Otra tiró el mismo Alejandro en una vieja entrevista, donde cuenta que él se siente músico de tropa. Lo cual significa músico popular, pero no en el sentido estricto del género que se aborda, sino en la modalidad de laburo: el músico de tropa —como aprendió en los ´80 con ese artista de pinta "entre Humphrey y Artigas" llamado Zitarrosa, cuando se integró a su cuarteto como un guitarrista más— es ese que labura todas las noches y toca donde lo llamen, sin hacerle asco a nada. Un artista que invierte el esquema que se estableció en las últimas décadas, donde se pone la Obra en primer plano y subordina a ella todo el resto. Alejandro actúa más bien como si la obra fuese un efecto colateral de lo que verdaderamente importa, ese placer que ocurre mientras se compone y que se repite noche tras noche cuando uno se coloca debajo de las luces y marca cuatro. El disco es una materialización que se desprende del artista, que ya no es parte de su cuerpo y por ende no le pertenece del todo. En cambio, tocar y cantar...

 

 

 

Pasaron varias vidas sin volver a(l museo) del Prado. Al que finalmente regresé a través del documental. Lo primero fue el shock, claro. Me había despedido del flaco atlético y pintón y ahora me topaba con una suerte de primo del Wim Wenders actual. (Me pregunto qué diría él de mí, si me viese. Marche otro tango...) Pero la voz era la misma, la prueba de la eterna juventud de su alma. Durante varios días escuché los dos discos de manera incansable. Me gustaría describir la alegría que me produjeron, y de cuyos efluvios disfruto todavía, pero no sé si me da el piné; sería como reencontrarse con un viejo amor y descubrir que está más linda que ayer, algo que contraría el sentido común. Y al mismo tiempo me resistía a entrarle al tercer disco, Yo vengo de otro siglo (2009), al que nunca había escuchado todavía. Tenía miedo de que mi entusiasmo por las viejas canciones dependiese en gran medida de la nostalgia, una ventaja de la cual el disco más reciente no disfrutaría.

 

 

Por fin me animé. Y lo incorporé a los dos primeros. No puedo parar de hacerlos sonar. Yo vengo de otro siglo es más y mejor del Prado, es el del Prado que yo necesitaba —que necesitamos— escuchar, ya no desde los ´80 sino desde este presente incendiado. La tapa misma sugiere que el disco llega como una encomienda que quedó varada en el correo, traspapelada en efecto durante décadas. Y el indiecito de la foto es Alejandro mismo, pintado por —una obra más de— la tinta y la mano de Calé. ("No pude ser un indio", dice en una de las canciones, "destiño en negro y blanco".)

Al zambullirme en esas músicas terminé de entender que Alejandro había sido para mí un puente y que en su ausencia me abroquelé en el rock, sin volver a pispear viejos territorios sonoros. Su sensibilidad es lo suficientemente rockera como para hacerme saborear nuevamente a Silvio Rodríguez, Zitarrosa y el tango, mover la patita cuando suena un candombe y sumarme al coro cuando pinta la murga. (Y todo eso logra en mí, sin dejar de tocar y cantar siempre como un tanguero de la vieja escuela, atornillado a su sillita.)

El disco abre con Dos Equis y un tango, que encarna al del Prado cancionero más soleado, sin miedo de mostrarse tal como es:

Arrastro de otro siglo cierto autoritarismo

enojo prepotente y machismo,

aunque en forma decreciente.

(...) Yo vengo de otro siglo, me estoy acostumbrando

(...) Perdón si no me ubico.

(...) Vengo desde el olvido, con un dios escondido.

 

 

 

En el arranque de Hijo de un puerto suena una bata cuadrada, bien rockera, sobre la que se despliega un punteo tanguero, y suena tan bien, tan natural, tan inevitable, que a pesar de la aparente contradicción en los términos uno se dice: Claro. ¿Por qué no, cómo no? Alejandro viene haciendo estas cosas desde que nadie las hacía: desde que la murga no era moda, desde que el tango no era moda. Sin sus canciones mucha gente no haría lo que hace. (Ni Los Piojos ni Ciro serían lo que fueron, por ejemplo, de no haber bebido de las cepas que del Prado fermenta.) Y mientras tanto el tema va sumando capas, como quien no quiere la cosa: suena negro, suena dance, suena a música clásica, mientras la letra nos pone delante un espejo:

Sos hijo de un puerto, se ve

en la forma de prender el cigarrillo

en la forma de arreglarte el calzoncillo y escupir de coté.

Sos hijo de un puerto, lo sé

por tu fina afición a lo extranjero

por lo solitario, por lo compañero

tan saludable, tan falopero.

 

 

 

Pero el tema en el que me quedo anclado —porque es aquel donde creo que Alejandro explica hasta qué punto lo entiende todo y asume su destino con una sonrisa gardeliana— es Las virtudes del petardo.

Basta de palo en la rueda
basta de pelo en la lengua
basta de paja en el ojo
y de toscano en la oreja.
Ponete pilas, anguila
para empujar el cascajo
no quedan pisos abajo
lo único que hay está arriba.
Me lo cantó un pajarito
en su casita de rejas,
por bailar con la más linda
lo acostó la más fulera
y a puro brazo partido
antes del fin de las cuentas
mi árbol torcido endereza
el viento cuando le pega.
Y aunque me cueste el celeste
en negro siempre trabajo
y si me voy al carajo
mi vocación me plantea
soltar los pies en el aire
en las nubes de mi tierra
mi palomita guerrera
a la luna cabecea.
Y aunque la pase redonda
y cuadrada me la devuelvan
yo siempre llego hasta el fondo
desbaratando defensas,
soy del bazar elefante
conejo por tu galera
el soldado que más sirve
porque no huyó de la guerra
nadie es perfecto decía
un imperfecto cualquiera
que por ser santo insistía
tirando la primer piedra
al diablo con la experiencia
la realidad noticiera
solo al soltarse a destajo
la presión se desbloquea.
Que viva la lapicera
y los papeles en blanco
con las palabras más feas
puedo decir que te amo
y canto porque molesta
y apesta estar silenciado
canto al cohete explotando
las virtudes del petardo.


 

Ya está. Se entendió, ¿no? Del Prado se nos pasó de largo, o casi, porque nosotros no podemos oír sino desde la grieta, desde el desgarro que nos produjo la dictadura, la herida que creíamos cicatrizada y este gobierno cretino reabrió; la impotencia que sentimos porque nos pone en la disyuntiva de tapar el hueco para no desangrarnos o emplear las manos rojas para hacer lo que hay que hacer — pero en Alejandro no hay grieta. Nada. Cero. Zip. Del Prado es de otro siglo como nosotros pero distinto, porque lo que vivió de pibe le resultó tan celestial, tan amoroso, que no lo rompieron ni Hiroshima ni la dictadura ni Nagasaki y por eso sigue ahí, encarnando ese sueño retroactivo del que habla en Con dos X y un tango. Durante su infancia y juventud recibió todo lo lindo —el amor familiar, la calle, la comunión con los otros, la música popular de acá y de allá, el carnaval, el tablón— y lo paró con el pecho, bajó y entró a correr sin que se lo sacasen nunca aunque se tiraron mil veces a sus tobillos, con toda la intención de quebrarlo.

La extraordinaria música de del Prado es lo que al menos yo estaba necesitando, para pegar el salto final que me hacía falta, para desprenderme de esta cornisa que me retenía y me impedía llegar a la felicidad plena; para ya no justificarme como una víctima más de la Iglesia del resentimiento y permitirme incurrir en el pecado de la alegría justo ahora, cuando parecería más inapropiado; porque lo entendía todo en mi cabeza, se los juro, pero la bronca me mantenía encerrado ahí, dentro de la cárcel de mis parietales; y eso me jodía porque lo que necesitaba, más bien, era ser reincidente en la ternura; y volverme el alma de la fiesta y negarles la grieta, decirles que no hay grieta en mí, en nosotros, que en todo caso la grieta serán ellos porque nosotros estamos enteros más allá de los Hiroshimas y Nagasakis privados, y en condiciones de reencontrarnos con la perfecta redondez del sentimiento que experimentamos cuando niños, cuando creíamos que se podía amarlo todo y a todos siempre y cuando, claro, diésemos con el estímulo adecuado:

Corto sueño y larga andanza
en constante despedida.
Todo nos falta en la vida.
Todo menos la esperanza.

Yo vengo de otro siglo, también. Perdón si no me ubico.

Hola otra vez, Alejandro. Te lo digo yo y espero que te lo digan todos por su propio bien, para que no se lo sigan perdiendo. Somos unos cuantos los que no podemos dejar de Alejandrear, así que por favor, no pares de andar por la vida del Pradeando. Que urge seguir cantando, hasta que los gorriones vuelvan.

Por suerte, hermano, sobrevivimos a la Gran Pálida, ¿y no vamos a sobrevivir a esta Pálida Extra Small?

Mata podernos (re)encontrar.

 

 

 

 

El documental "Alejandro del Prado, el eslabón perdido" se presenta todos los martes de mayo 
a las 20,30 en Circe, Córdoba 4335.

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