El fenómeno Bolsonaro

La derecha brasileña es grande y pisa fuerte

 

El resultado de la primera vuelta electoral del 2 de octubre es decisivo para definir el próximo gobierno de Brasil, por más que hoy mucho indique que Lula será electo Presidente en la segunda, el 30. Para empezar, la primera vuelta ya le dio a la derecha y a la ultraderecha los votos en el Congreso para un impeachment que destituya a Lula. Pero la fuerza de sus 50 millones de votos, buena parte armados por las facilidades que dio el gobierno de Jair Bolsonaro, no es solo una tendencia electoral. Implica también que esta derecha, que ha asomado la cabeza en otras oportunidades, no volverá a desaparecer. En eso coinciden muchos analistas, como Oliver Della Costa Stuenkel, de DW.

Por más que sea contradictorio, pertenece a la idiosincrasia de la ultraderecha el logro de esta fuerza (4% más que en las elecciones de 2018) tras un gobierno de Bolsonaro que debilitó, y mucho, al Estado. Grandes recortes de fondos con grandes daños, especialmente en el campo de la protección del medio ambiente, la educación y la salud. Brasil no tuvo crecimiento económico en los últimos diez años. Fue una década perdida. El país está en un estado catastrófico. En opinión de muchos brasileños, el sistema no funciona y eso los hace permeables a ideas radicales. Esta contradicción entre que no funcione y apoyar al que debilitó su funcionamiento es la que rige. Un extremista como Bolsonaro no surge en una sociedad estable.

No se debe pasar por alto que numerosas reformas progresistas provinieron en Brasil de los tribunales y no del ámbito político. Muchos avances en materia de derechos humanos obedecen a nuevas interpretaciones hechas por la Justicia, como el matrimonio homosexual. Críticos derechistas dicen que eso no es democrático. Los partidarios de Bolsonaro son personas que temen cambios progresistas; por ejemplo, los impulsados por el feminismo.

Otro punto importante es que los electores de Bolsonaro ya no recurren a los medios de comunicación tradicionales. Viven en un mundo informativo aparte. Todo lo que ven y escuchan es rigurosamente de derecha. Como resultado, Brasil está hoy más aislado que nunca desde la re-democratización de 1988. Bolsonaro celebra ese aislamiento y sus seguidores piensan que están haciendo bien las cosas si las democracias liberales los evitan. Brasil no conseguiría hoy organizar ningún encuentro bilateral en Europa, con excepción del apoyo de Serbia, Polonia y Hungría.

Solo en este contexto es posible que el general retirado Eduardo Pazuello haya sido el diputado provincial más votado en Río de Janeiro. Cuando fue ministro de Salud se reveló cómplice del proyecto genocida de Bolsonaro, distribuyendo toneladas de medicamentos que no solo eran probadamente ineficaces contra el Covid-19 sino que también provocaban daños colaterales. Eso, al tiempo que rehusaba la distribución de vacunas de comprobada eficiencia.

Y es posible también que Sergio Moro, el juez venal y manipulador que llevó a Lula a la cárcel en un juicio basado exclusivamente en indicios y no en pruebas, salga ahora como el senador más votado en la conservadora provincia de Paraná. Y que su cómplice en la manipulación, el coordinador de fiscales Deltan Dallagnol, haya sido electo diputado.

Como senadora por Brasilia se eligió a la ex ministra de la Mujer, Ciudadanía y Derechos Humanos, Damares Alves, la que dijo haberse hecho evangélica cuando, subida a un árbol de goiaba, recibió la visita de Jesucristo. Y que, cuando asumió el Ministerio, decretó que “los niños se visten de azul y las niñas de rosa”. La misma, además, que destrozó todo el aparato de defensa de la Memoria erguido en tiempos de Lula y Dilma como mandatarios.

El mapa político brasileño vive el crecimiento furioso y la confirmación de una base amplia y aparentemente sólida que oscila entre la derecha y la ultraderecha. El Presidente ha planteado los comicios como una batalla entre “el bien y el mal”, y esa simplificación maniquea logró su arraigo. El bien, que es la ultraderecha, permanecerá en el tiempo. Y los apoyos centrales que lo elevaron en 2018 siguen apoyándolo: los influyentes lobbies de las armas y del agronegocio, y el vasto electorado evangélico. A esto agregó el atractivo a la población más vulnerable con nuevas ayudas sociales.

Desde una sociedad como la uruguaya, con partidos políticos arraigados y reglas de juego implícitas que forman parte de la cultura que se hereda, resulta difícil de entender que Bolsonaro haya logrado no solo no perder, sino aumentar su apoyo electoral tras hitos en su gestión como calificar la pandemia de Covid-19 de “gripecita”, o criticar a las vacunas advirtiendo del peligro de que el vacunado se convierta en cocodrilo. Y tras oponerse a la prevención y a las campañas de vacunación, Bolsonaro declaró “no ser culpable de nada” ante una comisión de investigación parlamentaria que lo encontró responsable de crímenes de lesa humanidad. Los muertos por Covid ascienden en septiembre 2022 a 685.000 personas.

Con la misma actitud desafiante, Bolsonaro enfrentó las 140 solicitudes de juicio político presentadas en el Parlamento, y la apertura de varias investigaciones en su contra en el Supremo Tribunal Federal, en particular por desinformación. Por este motivo, atacó frontalmente a la Justicia, hasta el punto de amenazar con dejar de acatar las decisiones de la máxima corte. Esto llevó a plataformas como YouTube y Facebook a tomar medidas contra el ultraderechista, retirando algunos de sus videos con declaraciones falsas. Pero desdeñando los medios tradicionales, Bolsonaro se comunica directamente con sus millones de suscriptores en las redes sociales.

El hecho es que este hombre sedujo hace cuatro años al 55% de los brasileños, a pesar de sus declaraciones racistas, misóginas y homófobas; o tal vez por ellas. Había prometido acabar con la violencia, la izquierda “podrida” y la crisis económica, que su gestión contribuyó a agravar.

Bolsonaro hace gala de sus rasgos autoritarios, recuerda con nostalgia los tiempos de la dictadura militar, no se toma en serio los avances sociales conseguidos en el país y se alinea con los gobiernos de Estados Unidos, Israel, Italia y Hungría. Ni las amenazas de dejar en su mínima expresión los derechos laborales, ignorar el cambio climático, limitar las inversiones en cultura y dejar el país en manos del conservadurismo religioso frenaron la victoria de Bolsonaro en 2018. “No soy el salvador de la patria –dijo al ganar esas elecciones–, pero Brasil no podía seguir acercándose al comunismo, al socialismo, con el populismo y el desgaste de los valores familiares”.

Brasil tiene como Presidente a un político que hace bien poco tenía una mínima representación de voto y eso se debe a que, a diferencia de los partidos políticos, estos movimientos populistas tienen capacidad de captación de voto en un espectro más amplio de sociedad.

Estos movimientos de extrema derecha modernos se han reformado para mostrarse como la alternativa a un sistema enfermo, cuando ellos son parte fundamental de esa enfermedad. Tienen claras y sencillas ideas morales en las que, sostienen, se debe de basar la vida, y pretenden implantarlas a costa de subyugar a todo aquel que no las comparta y de someter a un sistema democrático que no las soportaría.

Si se analizan las propuestas de estos partidos, el peligro está en que cualquier persona podría estar de acuerdo en alguno de los puntos que proponen. ¿O nadie apoyaría una lucha contra la corrupción, o contra la inseguridad ciudadana o a favor de la familia? Ellos defienden eso y cualquiera lo defendería si no fuese porque no se comparte el método de aplicarlos, ni tampoco otras ideas que permanecen más en segundo plano pero que definen mucho mejor sus ideales.

Hay un dicho popular en Brasil que dice “roba pero hace”, con el que –en apenas tres palabras– se percibe la impotencia, la resignación, la pérdida de esperanza por el cambio, la institucionalización del delito y la connivencia. Deja de confiar en lo que ve y basa sus elecciones en lo que siente, y esa manipulación emocional, si se consigue, es difícil de rebatir, porque no acepta un razonamiento. Y los tenemos de vecinos.

 

 

 

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