El fuego latinoamericano

La movilización universitaria en avenida de Mayo

 

La marcha de antorchas que al caer la tarde del 16 iluminó Avenida de Mayo fue convocada por todos los sindicatos de trabajadores docentes y no docentes de las universidades públicas: CONADU, CONADU H, FEDUN, FAGDUT, CTERA y FATUN, las agrupaciones estudiantiles y las organizaciones de investigadores, expresando también en este terreno la voluntad de recrear el gesto de unidad que con esfuerzo viene afirmándose por parte de un sector cada vez más amplio del movimiento obrero. Sin dudas, el desarrollo aún incierto de la paritaria nacional de la docencia universitaria es un factor importante en la dinámica del conflicto y la movilización del sector, pero la consigna que reunió a esta multitud trasciende el reclamo por la recuperación y el resguardo del poder adquisitivo del salario docente frente a la inflación. La defensa de la universidad pública, la ciencia y la tecnología en nuestro país es una definición que llama a toda la ciudadanía a comprender que lo que está en juego también en esta lucha son nuestros derechos, nuestra soberanía, y nuestra democracia.

Desde que llegó al gobierno la Alianza Cambiemos, las universidades y el sistema científico tecnológico vienen sufriendo un proceso sostenido y sistemático de reducción de recursos que no se explica solamente como un efecto colateral de la política de ajuste del gasto público. El desfinanciamiento del sistema nacional de producción de conocimientos y de formación de profesionales es la expresión material de un programa de reforma del Estado. Apunta, por un lado, a redefinir funcionalmente las instituciones del sector y, al mismo tiempo, a adecuar sus objetivos y condiciones de desarrollo para promover la instauración de la lógica del mercado y el ingreso de sus agentes en el propio ámbito público. De acuerdo con el último informe elaborado por el IEC-CONADU, en los tres primeros años de la gestión de Macri, el presupuesto universitario aumentó 23,7% menos que la inflación, y el financiamiento que fue creciendo gradualmente en la etapa anterior ya retrocedió, en relación con un PBI disminuido, de un 0,85% en 2015 a un 0,75% en 2018. Simultáneamente, a través de recortes, retrasos y paralización en la transferencia de partidas, se redujo a la nada la inversión en infraestructura y equipamientos, y se liquidaron los programas que sustentaban la ampliación del sistema, las becas y otras formas de apoyo a les estudiantes, la vinculación territorial, la investigación, y la participación de las universidades en la elaboración e implementación de políticas públicas en las diversas áreas de acción estatal.

 

 

Prensa Conadu.

 

Mientras tanto, los únicos programas que este gobierno ha impulsado en la universidad, escamoteados al escrutinio y debate público, y escasamente discutidos por una comunidad académica empujada a concentrar su atención en la denuncia del ajuste, constituyen prolongaciones del proyecto de reforma neoliberal que no terminó de desplegarse en la década del ’90, y que el período de reforma democrática que transitamos entre 2003 y 2015 limitó, pero no logró desactivar.

El primero de ellos, anunciado en el ya olvidado Plan Maestro, es el Sistema Nacional de Reconocimiento Académico. Bajo la pretensión de resolver las dificultades para acreditar en una universidad trayectos formativos previamente adquiridos en otra casa de estudios y facilitar así la movilidad estudiantil, introduce un dispositivo de traducción de los programas de las carreras en una serie de competencias reductibles a una unidad abstracta de medida (RTF). Altamente cuestionable en términos pedagógicos, este programa trae consigo además la decisión de colocar en pie de igualdad al sector privado y el público, el objetivo declarado de equiparar estructuralmente nuestro sistema universitario a los existentes en otras regiones del mundo para “favorecer la internacionalización” y “mejorar la calidad de la enseñanza”. Asimismo, se propone promover la vinculación del currículum universitario con las demandas del sector empresarial. Una apuesta a la flexibilización del sistema de educación superior, estrechamente asociada a la exigencia de ofrecer oportunidades de titulación que acrediten la adquisición de las competencias necesarias para incorporarse en el incierto mundo del trabajo que nos prometen para el futuro. Una jugada en la que algunes ganan por partida doble la apuesta a adaptar una fuerza de trabajo capaz de seguir produciendo plusvalía y excluida de la perspectiva potencialmente crítica de un proceso educativo integral, y a hacer con esa misma oferta de formación un negocio capaz de extraer hasta la última moneda del bolsillo de los pobres. Una jugada que es funcional a la vocación oligárquica de segmentar el sistema de educación superior, manteniendo una reducida zona de “excelencia académica” con “universidades de rango mundial” para una minoría, junto a un área de “formación para el trabajo” accesible a quienes deberían convencerse de que no merecen aspirar a otra cosa. Como dijo el Hada Buena, haciendo ostentación de prejuicio y desprecio con un enunciado falso en el que se señalaba admonitoriamente un límite, un destino: “los pobres no van a la universidad”.

Este programa, cuya implementación es –afortunadamente– demorada por la compleja dinámica universitaria, parecía ser el Caballo de Troya de esta etapa contrarreformista. Sin embargo, hace escasamente una semana se publicó en el Boletín Oficial la creación del SiDIUN, el Sistema Nacional de Docentes Investigadores Universitarios, que bien podría disputar ese parangón. El SiDIUN establece un dispositivo para la evaluación y categorización de las y los docentes de las universidades públicas o privadas que puedan demostrar producción en I+D (innovación y desarrollo). Según se declara en los objetivos del SiDIUN, con ello se pretende estimular y visibilizar la actividad de investigación que se realiza en las universidades. Notable propósito en un contexto de reducción del financiamiento para la actividad, que afecta tanto a las instituciones de educación superior como al sistema científico tecnológico. Este sistema de clasificación, que viene a reemplazar al Programa de Incentivos a los Docentes-Investigadores que fuera establecido a mediados de la década del `90, profundiza las peores tendencias que instaló en el ámbito académico aquella iniciativa. Y cuyos efectos han persistido como un obstáculo para hacer avanzar en las transformaciones necesarias para asegurar el derecho personal y colectivo a la universidad. La evaluación estrictamente individual y descontextualizada de las trayectorias académicas, la escisión de la docencia y la investigación, con la devaluación de cualquier empeño centrado en la enseñanza, junto a la subestimación de todas las formas de producción de conocimiento que se despliegan en la integralidad de la actividad universitaria y no son reductibles a la categoría de I+D, ni evaluables a partir de la productividad de sus resultados, son sólo algunos de los componentes que en esta versión del dispositivo de categorización siguen presentes, agudizando las condiciones que desde fines del siglo pasado han fomentado una cultura competitiva y enajenante, y un fuerte disciplinamiento de las expectativas y compromisos que orientan y condicionan acciones y elecciones individuales, limitando las posibilidades de construir proyectos colectivos.

El viejo Programa de Incentivos ofrecía un estímulo material, y así fue que logró afirmarse en un contexto de prolongada pauperización, a través de un adicional salarial vinculado a la categoría y a la participación en un proyecto acreditado por la institución. El SiDIUN puede incluso prescindir de eso: reducido a su aspecto clasificador, sólo promete asignar posiciones en una carrera sobre la base de la adscripción voluntaria a un mecanismo de evaluación periódica. El impacto del proceso de reforma neoliberal que arrasó los sistemas universitarios latinoamericanos hace más de dos décadas nos ha enseñado que la evaluación académica tiene una incidencia fuertemente determinante en el desarrollo de la actividad. Y también nos ha enseñando, en el ejemplo de otros países en cuyos sistemas universitarios y científico-tecnológicos aquel proyecto logró calar más profundamente, qué consecuencias podrían esperarse, o temerse. Por ejemplo, una profunda diferenciación salarial, corrosiva de la voluntad de organización colectiva, o la limitación burocrática del acceso a financiamiento para proyectos, o el condicionamiento de los procesos de asignación de becas y, sobre todo, una adhesión aún mayor a un modo de organización local del trabajo universitario que tributa a las formas actuales de la dependencia académica de la periferia al centro del sistema académico mundial. Y ese es, seguramente, el aspecto más preocupante de esta reforma silenciada por el secretismo de la burocracia. Se trata de la soberanía, de nuestra capacidad de seguir intentando construir un destino diferente. Las universidades están en peligro porque la democracia está en peligro.

Mientras esperaban que la luz de la tarde de mayo empezara a retroceder, les docentes, no docentes, estudiantes e investigadores que comenzaban a reunirse para marchar con antorchas desde el Congreso hacia Plaza de Mayo, comentaban las novedades llegadas de Brasil. Las imágenes de numerosas ciudades del país vecino en las que el día antes se habían reunido decenas de miles de manifestantes en defensa de la educación pública despertaban la esperanza de ver lo que podría ser el inicio de una etapa de movilización y reorganización de la resistencia popular ante la brutalidad de un gobierno surgido de las entrañas del golpe parlamentario, judicial y mediático que desplazó a Dilma Rousseff de la presidencia, y de la proscripción política que impidió a Lula ser candidato en las últimas elecciones. Al mismo tiempo, corría la noticia del Decreto presidencial con el que Jair Bolsonaro liquida la autonomía universitaria atribuyéndose la potestad de designar a las máximas autoridades de las Instituciones Federales de Educación Superior. Semejante decisión corona una creciente hostilidad dirigida hacia las Universidades públicas y especialmente a las instituciones federales, que ya desde la ilegítima llegada de Michel Temer al gobierno vienen sufriendo persecución ideológica, recortes presupuestarios y asedio judicial.

 

Brasil

 

En Argentina, el 80% de la matrícula universitaria se encuentra en el sector público; en Brasil la situación es exactamente la inversa: sólo el 20% de les estudiantes se inscriben en las instituciones públicas, cuyo sistema de ingreso ha favorecido históricamente a quienes egresan de colegios secundarios privados. Una universidad que ha sido en gran medida refractaria a las políticas de inclusión promovidas por Lula y Dilma, quienes necesitaron varios años para lograr pasar por el Congreso la Ley que aseguró cuotas de ingreso para negrxs, originarixs y graduadxs de la escuela pública, es decir, pobres. Una universidad tan reacia a esa apertura que enfrentó aquella decisión con una huelga de docentes que entendían que el ingreso de una nueva población estudiantil afectaba desfavorablemente sus condiciones de trabajo, antes de ver aquella iniciativa como una llamada a asumir un papel en la democratización de un entorno académico elitista y excluyente. Una universidad que parecía tan imperturbable ante ese desafío, que llevó a aquellos gobiernos a desplegar una estrategia alternativa creando nuevas instituciones (y de allí el gran desarrollo de las universidades e institutos federales) pero también generando un programa de becas para que les pobres pudieran ingresar, al menos, en la universidad privada, que se benefició entonces de condiciones que, perversamente, impulsaron un crecimiento aún mucho mayor del empresariado de la educación superior. Pero, ¿por qué en ese país, en el que la universidad pública está lejos de ser tan popular como lo es, pese a todo, la Argentina, también parece ser este un objetivo del empeño disciplinador y destructivo de un gobierno autoritario, entregado al capital financiero y a los designios de los Estados Unidos de norteamérica?

Porque la universidad pública no tiene lugar en un proyecto político que pretende poner el territorio nacional, sus recursos y su población, a disposición de la estrategia imperialista de dominación y del saqueo de los capitales extranjeros. Porque en ella, aún en las condiciones que derivan de la tensión entre su tradicional forma elitista y la presencia contradictoria, siempre indisciplinada y perturbadora, de una idea popular de la universidad, en el espacio a veces más amplio y a veces muy estrecho que abre esta disputa, anida siempre la producción de la crítica del estado de las cosas, la posibilidad de que otro mundo posible sea imaginado, de que la universidad se pinte de pueblo, de que se asuma latinoamericana, de que las alternativas negadas por la historia de los vencedores sean conocidas, preservadas, y un día reivindicadas en la marcha que los pueblos no cesan de retomar.

 

 

 

 

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