El horror del caníbal

Honoré Daumier y la más impresionante crítica gráfica del Poder Judicial de todos los tiempos

 

Honoré Daumier nació en Marsella en la primera década del siglo XIX. Su padre era vidriero y poeta. Debido a la precariedad económica de su familia, desde muy joven debió alternar diversos trabajos: se desempeñó como cadete de oficina, asistente de una librería y ujier en un tribunal de Justicia. Allí conoció las entrañas del mundo judicial y su funcionamiento, que condenaba a miles de pobres por vagabundeo, deudas, pillaje y delitos contra la propiedad, como una máquina de perseguir y destruir vidas – no cualesquiera, sino las de los obreros, los desocupados y los excluidos de la sociedad burguesa.

 

Casa de nacimiento de Daumier en Marsella.

 

 

Esa experiencia dejó en Daumier una marca profunda, que años más tarde –ya artista– convirtió en la extraordinaria serie de litografías llamada Les Gens de Justice (Gente de la Justicia), publicadas entre 1845 y 1848 por Le Charivari, importante periódico parisino de caricatura política y sátira social. Forman en total un conjunto de 41 impresiones que despliegan la más impresionante crítica gráfica del Poder Judicial de todos los tiempos. En ella, se burla con sarcasmo de jueces infatuados, distraídos e insensibles, de abogados movidos por la codicia y la venalidad, y caricaturiza la hipocresía de la corporación judicial que había conocido de cerca y que padeció en carne propia, pues él mismo fue condenado en 1832 a seis meses de prisión por Gargantúa, un dibujo que parodiaba al Rey Luis Felipe de Orleans.

 

 

 

 

En Tristes trópicos, Claude Levi-Strauss escribía: “Si un observador de una sociedad diferente considerara ciertos usos que nos son propios, se les aparecerían con la misma naturaleza que esa antropofagia que nos parece extraña a la noción de civilización. Pienso en nuestras costumbres judiciales y penitenciarias”. Las prácticas judiciales y los rituales de castigo que imparte la llamada civilización –continúa Levi-Strauss– inspirarían un “profundo horror” en las sociedades que solemos llamar “primitivas”.

 

 

Pero a mi entender hay algo más profundo que la superficie ceremonial del castigo, tan bien ridiculizada por Daumier. Algo del orden del deseo. Las mazmorras naturalizadas en “establecimientos penitenciarios” con que convivimos como si de puras evidencias se trataran, son en gran medida lugares de tortura sistemática no solo consentidos sino también socialmente deseados. El goce que procura la condena de alguien al sufrimiento –nuestro sistema penal prevé que en ciertos casos se extienda por 50 años– es la napa no reconocida del acto de castigar. En las sociedades de masas, donde los afectos colectivos son inoculados por imperio de la comunicación total, el castigo no parece ser solo la retribución prevista por un delito cometido, sino sobre todo una culpabilización expiatoria de insatisfacciones, tristezas y frustraciones de muy diverso origen. Así, el delito que alguien comete es ocasión para que pague además por oscuros daños psicológicos y sociales con los que nada tiene que ver, y por los que alguien tiene que pagar. Dicho en otros términos: el punitivismo aumenta de manera proporcional a la infelicidad de las personas que integran una sociedad.

 

 

Sin desconocer la realidad del delito, una filosofía del castigo que se desvíe de la crueldad institucionalizada y naturalizada hasta el punto de que solo los antropófagos alcanzan finalmente a verla, deberá en mi opinión ser capaz de imaginar una noción de “pena” (que no se llamará en adelante de ese modo) no reducida a una mera imposición de sufrimiento y destrucción de las personas que vulneraron la ley, como en efecto es lo que ocurre, aunque la letra diga otra cosa y manifieste buenas intenciones de reeducación, reinserción social cuya falsedad comprueba cualquiera que haya visto una cárcel por dentro siquiera una vez.

 

 

 

La mirada de Daumier es sobre todo política (denuncia lo que llamaríamos una justicia de clase), pero muestra también las ceremonias judiciales como una práctica equivalente a la antropofagia. Lo que impacta de su ensayo litográfico sobre la Justicia es una potencia de significado que lejos de perder actualidad parece incrementarla a través de los años transcurridos desde que fue producido. La maquinaria del castigo satirizada por Daumier, en efecto, se ha extendido exponencialmente desde entonces (como muestra con cifras escalofriantes el sociólogo Didier Fassin en su libro Castigar).

La serie de Les Gens de Justice fue invocada en distintos momentos de la historia por teóricos y artistas muy diversos. Por ejemplo el gran jurista de Weimar Gustav Radbruch –quien había sido perseguido por el nazismo–, en un libro de 1947, apenas terminado el terror nazi –que por cierto no carecía de un sistema judicial– llamó a Daumier “el más grande caricaturista de la Justicia”. En 1973, el fotógrafo Régis Bossu (autor de la famosa fotografía del beso entre Breznev y Honecker), realizó una performance en las escalinatas del Palacio de Justicia de París llamada “Homenaje a Honoré Daumier: Gente de la Justicia”.

 

Régis Bossu. Palacio de Justicia de París. Homenaje a Daumier, 1973.

 

 

Los dibujos de Daumier renuevan asimismo su potencia crítica en nuestros días latinoamericanos y calan hondo en la Argentina actual, donde la más importante dirigente social que hemos visto en mucho tiempo permanece privada de su libertad desde hace más de siete años en Jujuy. (Para que ello sea posible, el actual gobernador debió adaptar la Justicia provincial a la medida de esa persecución.) El Poder Judicial como máquina persecutoria de quienes osaron desafiar democráticamente un estado de cosas que las clases dominantes buscan perpetuar a como dé lugar, acaba por despojar al Derecho de cualquier intención de independencia y lo convierte en un craso instrumento de guerra. Como en la reunión del Grupo Puebla acaba de recordar la Vicepresidenta, el propósito disciplinador de la guerra judicial busca instalar una especie de Nunca más al revés: nunca más una experiencia de transformación política en favor de los sectores populares, nunca más una disputa cultural por el sentido común que ponga en cuestión las jerarquías sociales heredadas, nunca más una imaginación diferente en la distribución de la renta pública.

La sátira de esa corporación, cuyas patrañas conocemos en la Argentina ahora mejor que nunca, fue realizada hace casi 200 años, aunque no deja de repetir: De te fabula narratur.

 

 

 

 

* El autor es investigador del Conicet y docente de la UNSAM.
** El artículo se publicó en el portal La Tecl@ Eñe.

 

 

 

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