El imperativo categórico de Alberto

Los razonamientos que desencadenó el mensaje presidencial sobre el humanismo

 

Al escuchar el 26 de marzo al Presidente Alberto Fernández conversar con la periodista Rosario Lufrano acerca de ciertos aspectos salientes de su encuentro —telemático— con los líderes del G-20, una parte de su alocución que quedó dando vueltas en mi mente fue de un estilo semejante a este: “Ahora, frente a este hecho de la pandemia, la humanidad debe estar unida, nadie puede salvarse solo; todos somos parte de una misma aldea”. ¿Por qué una frase de este estilo —que aquí no reproduzco de modo literal estricto— ha dado, metafóricamente hablando, vueltas en mi mente? Me asalta esta respuesta que comienza por una parte de la cita: la palabra humanidad, transportada por alambiques filosóficos, parece conectarse con otra expresión: la de humanismo. Y aquí es donde empieza el juego del filósofo. El término humanismo parece remitir a un concepto museográfico en la filosofía. Poca gente ya habla del humanismo de Mounier, de Maritain o cosas por el estilo.

Quizás fue Heidegger, un autor no precisamente analítico, quien en su Carta sobre el humanismo manifestaba cierta perplejidad conceptual ¡acerca de cómo entender la palabra y qué clase de rendimiento conceptual diáfano podía tener! Más cerca del tiempo presente, Paul Ricoeur, en sus escritos éticos, intentaba rescatar algo del viejo “valor filosófico” de la palabra. Esta labor de excavación histórica de la filosofía no pretende ironizar sobre las palabras citadas del mandatario. Ni tampoco pretendo adoptar sus palabras como la corroboración de una pieza de oratoria de Demóstenes. Más bien, creo que la frase tiene el interés de la reflexión ética que, sobre la política, hace un líder político. Desde un punto de vista casi descriptivo, llama la atención que, en tiempos de cinismo o desdén por lo moral, un político articule un discurso más en los términos de Immanuel Kant y su preocupación por ligar a la política con la ética que con Maquiavelo que fragmenta el discurso político y lo torna insular respecto del discurso moral.

Ahora bien, la primera pregunta filosófica podría ser esta: ¿será que el coronavirus funge como si fuese similar a esos enemigos “externos” —a la humanidad— de los que hablan ciertas películas sobre extraterrestres y que le permiten a ésta unirse? Los argentinos, en particular, desde hace años agudamente polarizados en visiones políticas antagónicas, parecen ahora los hermanos Sol y Luna, unidos por un secreto amor a la vida. Humorada aparte, viene la segunda pregunta: ¿qué significa “unirse”? Posiblemente la respuesta sea que una humanidad dividida por conflictos difícilmente resolubles en términos cooperativos, percibe en este momento de la pandemia, en una frecuencia estadística quizás inusualmente alta, la importancia moral de hacer algo por los demás. Sin embargo, se trataría, en principio, de hacer algo por los demás, primero haciendo algo sobre uno mismo y los seres más allegados: cuidarse. Cuidarse para cuidar a otros. O, quizás, luego, o en forma concomitante, cuidar a otros para cuidarse. Recientemente, el partido de ultaderecha español Vox sugirió no atender a los inmigrantes ilegales que padezcan el virus. Una inequívoca muestra de miseria moral y de estupidez: porque los inmigrantes contagiados y no atendidos ponen en peligro a los españoles, incluidos los idiotas de Vox. En cualquier cosa, mi pregunta sobre los deberes de cuidado serian: ¿Son estas formas de unidad moral —vía unos deberes— encarnaciones de genuinas éticas del cuidado? ¿Son maneras de altruismo, aunque sea limitado a los pocos seres queridos que nos rodean, o son disfraces muy adecuados de egoísmos soterrados de quienes se cuidan y cuidan a otros solo por temor invencible a enfermar?

Pero en la charla presidencial con la periodista emerge la cláusula: nadie puede salvarse solo; enunciado que puede aplicarse, en radios concéntricos, a la familia, a los amigos, a los vecinos, a los co-provincianos, a los argentinos… Y es un enunciado que no sólo alude a individuos; también alude a interacción entre conjuntos; por ejemplo, entre los países sudamericanos, latinoamericanos, entre los países del mundo. A fin de cuentas, y completando la reconstrucción de esa parcela del discurso presidencial, somos parte de una misma aldea. Sin embargo, ser parte de la misma aldea sería una clase de entidad que está implicada de algún modo en esa palabra polisémica llamada “globalización”. Un invento contemporáneo para una vieja obsesión. Ya un antiguo romano como el filósofo Séneca decía: ciudadano de Roma (Italia debía aparecer en mi escrito), ciudadano del mundo. O sea, ya los filósofos estoicos antiguos eran cosmopolitas morales. Más eclécticamente, fue Cicerón quien apuntaló las bases primitivas de lo que hoy denominamos “derecho internacional”, algo parecido a reglas básicas de concordia mundial.

La frase “nadie puede salvarse solo”, empero, admite dos lecturas: una capta el mensaje del Presidente, la otra no. La que no lo capta es la que supone que “nadie se salva solo” es apenas una frase de la razón instrumental: si quiere salvarse, guarde cuarentena, así salvándose de otros, se salva usted mismo y, de paso, salva a otros. La lectura que sí capta el mensaje del Presidente me parece es una de este tipo: salvar a otros, si nos resulta posible, y de nuevo, en términos de Kant, es prácticamente un imperativo de tipo categórico. O, dicho de otro modo, cuidarse, cuidar a otros, es la proclamación de deberes sensibles (hacia uno mismo y otros) que lo que hacen es reflejar el valor intrínseco de una vida saludable, no un mero medio para un fin ulterior. Y si el ejemplo es kantiano, entonces, la atmósfera filosófica se vuelve compleja porque hay filósofos que no aceptan que tenga sentido hablar de “deberes para con uno mismo”. A lo sumo habría deberes para con otros (otro que puede exigirnos cumplir), mientras que la paradoja de los deberes para con uno mismo es que la supuestamente misma persona se impone un deber que, en cualquier momento, puede dispensar. Como sea, ahora no voy a discutir si la paradoja es genuina.

Sin embargo, hay más elementos que rascar en la olla discursiva que he recortado de la conversación presidencial. Se trata de que cuidar a otros (sea un deber, sea una virtud, sea lo que fuere) parece, de algún modo más bien general, tener que imponerse por coacción. Es como si la ética de solidaridad no brotase naturalmente de los seres humanos. Entonces, hay que establecer cuarentenas obligatorias y sanciones inclusive penales. Fueron los filósofos políticos clásicos, Platón, Aristóteles, Hobbes, Kant quienes intuyeron que una polis sin reglas que se cumplan de modo más o menos generalizado desaparecerá más temprano que tarde. Más específicamente, dos notables filósofos del derecho del siglo XX, Herbert Hart primero, Joseph Raz después, insistieron que el derecho pretende una autoridad moral sobre nosotros en la medida en que, como facilitador de la coordinación social, nos da razones para actuar que desplazan nuestras, en ocasiones caprichosas, razones subjetivas. Y mencionar este punto es importante para deshacer malentendidos. Más allá del hecho observable de que sea un gobierno, o un partido, el que instaura estas políticas públicas de emergencia, se entiende que lo hace en el marco del derecho. Del derecho como autoridad. ¿Por qué esto debe reconstruirse así? Pues porque fallas en nuestra naturaleza humana, que obstaculizan la coordinación que, más que nunca necesitamos tener en esta pandemia, requieren del concurso de la ley. Los hombres solo mueven la palanca de la ley. Pero es el derecho el que, se supone, actúa en el fondo de esta escena. Todo ello con un dato inquietante que, cada tanto aparece en estas especulaciones sobre el lugar del derecho. Y es que mucha gente no parece aceptar esa autoridad de la ley; la transgrede y, entonces, aparecen los dientes que pueden morder: la coacción. Pero no es la coacción el núcleo moral del derecho, sino su autoridad. Una autoridad que tiene algo de paradoja: así como en El contrato social Rousseau decía de modo perturbador que “debíamos ser forzados a ser libres”, parece, a la vista de consideraciones de anomia marginales con respecto a las cuarentenas, que “debemos ser forzados a ser solidarios”. Y si esto es una verdad por lo menos empírica, nuestros diseños liberales, en tanto que no perfeccionistas moralmente, se tornan, by default, perfeccionistas o paternalistas: hacen por nosotros lo que, para evocar a Kant, nuestra infancia moral no nos ayuda a hacer con facilidad.

En otra parte de su charla, el Presidente marcó, de un modo más bien general, “que el capitalismo no puede seguir funcionando como lo viene haciendo”. La periodista preguntó: ¿aprenderemos algo de esto? ¿Cambiará el orden mundial? Preguntas casi incontestables con proposiciones descriptivas actuales. Salvo caer en profecías, en expresiones de deseo confundidas con los hechos del presente. Como máximo, por ahora, solo podemos identificar líneas difusas y abiertas, mezcladas, a veces, con expectativas, deseos y proyecciones de evaluación moral. Pero surge otra pregunta filosófica: ¿cuál sería la relación de la pandemia con el capitalismo? ¿O es el capitalismo la causa de la pandemia? Me temo que la imprecisión de la pregunta que antepone una tan genérica forma —no acreditada empíricamente— de causalidad es una forma de adherirse a visiones confusas sobre el origen del mal. Frente a hechos como el coronavirus, es previsible que la humanidad se obsesione en encontrar una genealogía del mal; genealogía en la que no faltan las “teorías” conspirativas donde hay villanos que encontrar y cazar. Empero, si ni siquiera está del todo claro para los infectólogos su génesis exacta, mal podemos vincularlo, de modo tan conceptualmente vago, con una genérica configuración capitalista. Sin embargo, hay elementos valiosos en la frase. La actual retracción de la economía, la tendencia global recesiva, la obvia imposibilidad del mercado de resolver temas de salud pública que demandan la fuerte presencia de un Estado guiado por principios de justicia que deben moldearse para ser aplicados a situaciones de emergencia, parecen ser datos que sugieren que, a lo mejor, el mal de esta pandemia, y ahora emitiré un juicio de valor, puedan volverse, como piensa Jacques Attali en su libro Fraternidades, cita que debo a mi colega Lucas Misseri, una buena oportunidad para hacer aquellas modificaciones políticas domésticas y globales que propendan a condiciones de mayor equidad social.

Es ahora cuando, se me ocurre, que ser un argentino de clase pobre es mejor que ser un pobre de New York que enfermó de coronavirus, y se enfrenta ahora a la inequidad crónica del sistema de salud de su país.

Algunas de las ¿momentáneas? transformaciones del capitalismo, ¿pasarían por acortar jornadas laborales compartiendo salarios —algo más bajos— pero con más personas? ¿O no será mejor, de una vez, garantizar la renta básica como pide van Parijs? Otras transformaciones, ¿momentáneas? del capitalismo, ¿supondrían ir hacia modelos de trabajo virtual en casa para así estar más seguros? Pero esto, ¿al bajar costos laborales no sería funcional al capitalismo de siempre? Es verdad que, trabajando en casa, estamos más cerca de nuestras familias, pero ¿no necesitamos un espacio público democrático vigoroso y ello requiere la presencia más continua de cuerpos que se expresen, que aparezcan como pluralidad política en el teatro público como anhela Hannah Arendt? Si estas preguntas filosóficas tienen sentido, el teletrabajo, ¿cuán emancipador es en la vida política?

Al final de este recorrido, la pregunta sobre el valor moral de pensar en una humanidad unida frente a un enemigo externo, junto a la pregunta que pone a los deseos de cambiar la configuración capitalista, no hacen más que mostrar su ligazón interna. Cambiar al capitalismo, con su tendencia a un mercado fuerte, con Estados débiles, es un tipo de cuestión que nos parece más evidente ahora que nos percibimos como una humanidad más unida. Una humanidad unida es otro nombre para la idea de una comunidad universal. El lema no podemos salvarnos solos, además de enunciar nuestra fragilidad constitutiva, y dependencia mutua, evocaría diferentes tipos de comunitarismo. Con todo, no siempre, identificar en nuestra naturaleza esa fragilidad, vulnerabilidad y dependencia mutua, nos genera empatía por los demás. En ocasiones, como diría Martha Nussbaum en su último libro, es la “monarquía del miedo” la que impera; no la del miedo racional que nos ayuda a cuidarnos y cuidar a otros, sino del miedo que nos lleva a estigmatizarlos y perseguirlos como nuevas Brujas de Salem.

Zizek preferiría decir “comunismo”, y no “comunitarismo”, a lo mejor por lo que acabo de indicar. Mientras la palabra comunismo suscita la analogía con un pensamiento progresista, la palabra comunitarismo podría ser una expresión amada por los conservadores como Marine Le Pen.  En ambos casos, sin embargo, la importancia de ser agentes individuales libres puede estar en peligro si los lazos comunales adquieren una primacía tan vigorosa y hay que estar precavidos contra las seductoras invectivas del filósofo esloveno.

Pero, como quiera que sea, parte de la enorme complejidad de la pandemia de coronavirus, después de todo, es que mezcla lo utópico: hacer del capitalismo un régimen más justo y humano moralmente, con lo distópico: para hacer estos cambios necesitábamos la pandemia. Pero el flujo contrapuesto entre lo utópico y lo distópico, ¿no tiene el sabor problemático de esas visiones escatológicas religiosas que ven la pandemia como parte de la justa ira divina, de su castigo por nuestros pecados “capitalistas” y “anti-ecológicos”, a la par que, como promesa de redención? O dicho ahora bajo la escatología más secular de Hegel: ¿será que la pandemia es parte del movimiento del espíritu universal que nos conduce, como sin darnos cuenta, hacia una sociedad potencial donde el reconocimiento mutuo, como quiere otro hegeliano actual como Honneth, sea la norma y guía? Quizás, quizás.

Resta, para concluir, hacer una última pregunta que, más bien, expresa un pensamiento desiderativo: ¿es posible que esta pandemia nos trasmita lecciones de humanidad y economía más justa, que aprehendamos y aprendamos en algún momento?

 

 

 

 

Investigador Independiente de Conicet
Vice-Director del Centro de Investigaciones Jurídicas y Sociales de la
Universidad  Nacional de Córdoba
Profesor Asociado de Ética, Carrera de Filosofía, de la 
Universidad Nacional del Litoral


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