EL JUEGO DE LA SILLA

Por qué importa la sucesión de Ruth Bader Ginsburg en la Corte Suprema de Estados Unidos

 

Fue una mujer asombrosa que llevó una vida asombrosa”. Incluso Donald Trump reconoció la trayectoria de Ruth Bader Ginsburg, la jueza de la Corte Suprema de Estados Unidos que falleció el viernes pasado a sus 87 años luego de una extensa batalla contra el cáncer. Difícil no hacerlo: RBG fue una de las pocas personalidades del Poder Judicial que logró erigirse en un ícono cultural, una rockstar feminista con merchandising propio que inspiró por igual estudiantes de derecho y disfraces de Halloween. El fallecimiento de la jueza que votó a favor de la República Argentina en uno de los casos iniciados por NML Capital puso sobre la mesa un abanico de escenarios posibles, incluyendo la ampliación del número de jueces de la Corte para contrarrestar la mayoría conservadora.

En pleno año electoral, los homenajes a RBG no tardaron en dar paso a las discusiones sobre quién debería reemplazarla. Apenas unas horas después de su fallecimiento, Mitch McConnell, el líder de la mayoría republicana en el Senado, aseguró que la candidata de Trump tendría su audiencia de confirmación en el Senado antes de fin de año. El viernes Trump presentó a su candidata: Amy Coney Barrett, una ex letrada de Antonin Scalia, tan conservadora como él, católica, madre de siete hijos y de apenas 48 años.  Los demócratas mastican bronca mientras recuerdan cómo en 2016 el bloque liderado por McConnell se opuso a que Barack Obama eligiera el reemplazo de Scalia, que había muerto ocho meses antes del día de las elecciones. En ese entonces, los republicanos se salieron con la suya y la decisión quedó en manos de Trump, que nombró a Neil Gorsuch. Dos años después, otro de los jueces supremos anunció su retiro y Trump se anotó su segunda nominación: el controversial Brett Kavanaugh. Con estos nombramientos consolidó el bloque conservador de la Corte.

Bader Ginsburg, en cambio, era una de las integrantes del bloque minoritario conformado por cuatro jueces liberales, que ahora amenaza con reducirse a tres si el partido republicano logra su cometido.

Fue una de las pocas mujeres que ingresaron a la Facultad de Derecho de Harvard en 1956, pero sus impolutas credenciales académicas no alcanzaban para convencer a sus potenciales empleadores de contratar a una mujer. Cuando por fin consiguió un trabajo se convirtió en  una víctima más de la brecha salarial, e incluso debió esconder su segundo embarazo para asegurarse de que le renovaran su contrato anual. (“Logré que no lo detectaran usando ropa un talle más grande que el mío, que me había prestado mi suegra”, comentó años después.)

Su lucha por los derechos de las mujeres la llevó a unirse a la American Civil Liberties Union (una ONG que lucha por los derechos civiles), donde lideró un proyecto de litigio estratégico destinado a impulsar decisiones judiciales favorables a los derechos de las mujeres y minorías. Parte de su innovadora estrategia implicó litigar ante los jueces —el masculino es intencional— de aquellos tiempos casos sobre discriminación contra hombres blancos y heterosexuales, para que los efectos de las sentencias favorables pudieran extenderse luego a medidas discriminatorias que perjudicasen a mujeres y minorías.

En 1980, comenzó su carrera en el Poder Judicial como jueza de la Cámara de Apelaciones del Distrito de Columbia, y en 1993 Bill Clinton la nominó para la Corte Suprema de los Estados Unidos. A los tres años de su nombramiento, escribió la opinión mayoritaria en un caso que tachó de inconstitucional la política del Instituto Militar de Virginia que prohibía el ingreso de mujeres a las fuerzas militares.

Llegó el año 2000 y las elecciones presidenciales estaban por definirse, como suele suceder, en el estado de Florida. George W. Bush había ganado por menos del 0,5%, y la ley estatal ordenaba recontar los votos. Al Gore, el candidato demócrata, solicitó un recuento manual. La Corte Suprema intervino y detuvo el recuento, resolviendo que la forma en la que se estaba realizando era inconstitucional. El fallo hizo historia y terminó por definir la elección presidencial, a pesar de los votos en disidencia de los cuatro jueces liberales. RBG no sólo se apartó de la opinión mayoritaria, sino también de los usos y costumbres judiciales. Su voto no concluyó con el correcto “Disiento respetuosamente”, sino con un “Disiento” a secas. Esta frase inauguró su fama de disidente y se transformó en su marca registrada. Y en estampas de remeras.

La República Argentina cuenta en su haber con su propia disidencia marca RGB. En 2014, NML Capital, uno de los tenedores de bonos públicos argentinos que consiguieron sentencias favorables en los tribunales estadounidenses, solicitó medidas para obligar a bancos extranjeros a otorgar registros de las transacciones globales financieras de la Argentina y así facilitar el embargo de bienes argentinos en el exterior para cobrar las sentencias a su favor.

Los tribunales inferiores habilitaron este pedido de “discovery mundial”. La Argentina apeló y el caso llegó a la Corte Suprema, que confirmó la decisión. La opinión mayoritaria (que aglutinó a una abrumadora mayoría de siete) fue redactada por Antonin Scalia, íntimo amigo de RGB. Ella, en cambio, falló en soledad a favor de la Argentina. El Poder Judicial de los Estados Unidos no tiene facultades para habilitar la suposición de que fuera de ese país “el cielo es el límite para embargar la propiedad de un soberano extranjero con el fin de ejecutar una sentencia de un tribunal estadounidense”, razonó, tajante, Ginsburg.

La silla vacía que dejó RBG sumó un tema más de discusión a la crispada carrera presidencial. La relevancia de la decisión sobre el reemplazo de una jueza de la Corte Suprema se agudiza en un sistema judicial en el que muchos de los derechos de la población están garantizados en precedentes judiciales y no en leyes. A este panorama se le suma la posibilidad de una elección ajustada que abra el paso a una resolución judicial como la que le asfaltó el camino a Bush hace ya veinte años.

A sólo 43 días de las elecciones, los republicanos tendrán que moverse a contrarreloj, aun considerando el período del pato rengo que se iniciaría el día de las elecciones y terminaría con la eventual asunción de Joe Biden en enero del año que viene. Es difícil, pero no imposible y las reglas procesales juegan a su favor: gracias a una modificación impulsada por el propio Mc Connell, sólo se necesitaría una mayoría simple para aprobar la candidata republicana en el Senado, tal como ocurrió con Gorsuch en 2017.

Si lo logran, esa nueva Corte quedaría a la derecha de las conformaciones de los últimos años. En ese escenario, habría que sentarse a esperar cuál sería la reacción institucional del partido Demócrata en caso de que la elección de noviembre les asegure una mayoría en el Senado. Un conocido columnista judicial del New Yorker llegó a sugerir la posibilidad de aumentar el número de jueces de la Corte para licuar la pluma conservadora. Al igual que sucede en nuestro país, la Constitución norteamericana guarda silencio respecto del número de jueces que debe integrar el tribunal supremo. Desde 1879 ese número es nueve, pero el Congreso puede modificarlo por ley. El último intento de modificación se dio a finales de la década de 1930, cuando Franklin Roosevelt, cansado de que la Corte frenara sus medidas para implementar el New Deal, propuso agregar hasta seis nuevos jueces (uno por cada miembro de la Corte que tuviese más de 70 años). El plan fue resistido incluso por ciertos sectores de su propio partido y nunca se llevó a cabo.

Los tiempos han cambiado y las estrategias político-institucionales, también. Chuck Summer, el líder demócrata del Senado, ya aclaró que todas las opciones, incluso la ampliación del número de jueces, se pondrían sobre la mesa en el caso de que Trump lograra avanzar con su candidata.

Este año electoral promete no dejar avisperos sin agitar.

 

 

 

 

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