EL JUEGO DE LAS LÁGRIMAS

Un polémico film que cumplió 30 años explica cuál es la pelea de fondo de hoy

 

No sé cómo se llama hoy el acto de chusmear contenidos de las páginas de Internet. Antes decíamos "hojear", porque las revistas eran materiales y uno usaba la yema húmeda hasta que recalaba en un artículo seductor. Ahora se habla de surfear, pero ese verbo alude a un deporte que acá es exótico y me dificulta naturalizar el término. En fin: yo estaba haciendo eso —surfear la Internet, hojear páginas digitales—, cuando me sorprendió un título. "A 30 años de El juego de las lágrimas: el director Neil Jordan reflexiona sobre el complejo legado del film". Lo primero que pensé fue: Epa... ¿Treinta años, ya? Esto está pasando con alarmante frecuencia. No sé a qué se deberá, porque mi alma está convencida de que quien todavía tiene 30 años soy yo. (Oigan, ¿de qué se ríen?) Lo cierto es que, además de leer el artículo, me quedé pensando en la película. (Volví a verla, de hecho: no está en las plataformas obvias, pero sí en YouTube.) Era un film que recordaba bien, porque me había inquietado en serio. Al promediar su metraje, había dejado de ser una película más para convertirse en una experiencia.

El juego de las lágrimas (The Crying Game) era inquietante por más de un motivo. Para empezar, por su planteo político. La historia ocurre hace treinta años también, día más o menos, entre Irlanda del Norte e Inglaterra. Eso la sitúa dentro del período que todavía se conoce como The Troubles, o sea Los problemas, o si prefieren: Los quilombos, que enfrentaron a los rebeldes irlandeses con la Corona británica durante más o menos —sí, adivinaron— treinta años. (Formalmente, The Troubles concluyeron en 1998, con un tratado que se conoce como El Acuerdo del Viernes Santo — The Good Friday Agreement.) Fue lo que suele definirse como una guerra de baja intensidad, que enfrentó a un bando insurrecto, y por ende clandestino, con un ejército colonial, del que lo separaban muchas cosas pero ante todo la disparidad de fuerzas. (¿Ya les suena familiar la situación, o esto me ocurre solo a mí?) Durante ese período murieron 3.500 personas: más de la mitad de ellas era civil, un 32% fueron militares y fuerzas de seguridad británicas y un 16% combatientes irlandeses, en su mayoría del Ejército Revolucionario (IRA, en sus apropiadas iniciales).

 

 

 

 

Neil Jordan —guionista, además de director— se inspiró en una vieja historia de Frank O'Connor llamada Guest to the Nation. Ubicada en la década del '20, cuenta de un soldado inglés prisionero de rebeldes irlandeses, y de la relación que traba con uno de ellos, que lo custodia hasta que llegue la orden de ejecutarlo. Pero Jordan quiso complicar la cosa —ese relato ya había sido llevado al teatro en el '58, a través de la obra El rehén (The Hostage), de Brendan Behan—, convirtiendo al inglés en un soldado negro. De este modo espesó el guiso, porque si bien los irlandeses tenían motivos sobrados para rebelarse contra Inglaterra, ese soldado que en la película se llama Jody (Forest Whitaker) no es un chico posh, un pecoso de prosapia británica, sino un hijo de inmigrantes de las colonias — ciudadano de segunda en los hechos, como los descendientes de latinos que se meten en el ejército de los Estados Unidos para obtener su green card.

Lo paradójico, por no decir trágico, es que tanto Jody como el voluntario del IRA u organización similar, a quien Jordan bautizó Fergus (Stephen Rea), son víctimas del mismo imperio. Y, al mismo tiempo, ninguno de ellos es un santo. Jody es un pobrete que reprime a pobretes irlandeses al servicio de Su Majestad. Fergus forma parte de una resistencia independentista que, sin embargo, se permitía gritar epítetos racistas contra los soldados negros del ejército inglés. También los une su condición de hombres de armas. Uno mata porque es parte de su trabajo y el otro por convicción. Y los dos están convencidos de estar haciendo lo correcto.

 

Jody (Forest Whitaker) y Fergus (Stephen Rea).

 

 

No recuerdo si en aquel momento, cuando la vi por primera vez —en Nueva York, a comienzos del '93—, pensé en lo que ahora me parece tan obvio. Era tentador traspolar la anécdota del film de Jordan a la Argentina de los '70. Y bastante fácil, además. Fergus podía ser un monto, tranquilamente. Y Jody un milico secuestrado, con la intención de usarlo como pieza de trueque para obtener la liberación de un compañero. Por supuesto, como en The Crying Game, habría que tomar la precaución de hacer de Jody no un oficial de carrera —un marino rubiecito a lo Astiz—, sino un miliquito cabeza, que sin el uniforme sería idéntico a los morochos de las villas y los barrios populares a los que cualquier monto aspiraba a representar y liberar.

En términos dramáticos el planteo era jugoso. Te complicaba el maniqueísmo, la posibilidad de embanderarte con Fergus de una (porque, aunque el reclamo de los irlandeses era justo, la violencia sobre un hombre desarmado repele a cualquier conciencia) o de unirte al team Jody, que no dejaba de ser un soldado voluntario a las órdenes de una potencia colonial. Además, en una situación semejante, en cualquier momento el carcelero-verdugo puede convertirse en prisionero y el prisionero en carcelero-verdugo, y ejecutar al sojuzgado con la misma parsimonia con la cual hasta hace un rato estuvo a punto de ser ejecutado.

Durante la convivencia forzada que narra el primer tramo de El juego de las lágrimas, Jody y Fergus conversan y se caen bien. Fergus empatiza con su potencial víctima, se compadece de su infortunio, porque entiende que Jody no deja de ser un peón de sus patrones. (Él mismo, a pesar de creer en la causa que ha abrazado, siente desprecio por los superiores a quienes debe obediencia total.) Es que Jody es un tipo jovial, un conversador nato: capaz de contarle a Fergus de su afición por el cricket, de mostrarle fotos de la novia que lo espera en Inglaterra y de contarle la fábula del escorpión y la rana. (Que desde entonces es una de mis favoritas, porque explica circunstancias que de otro modo desafían la lógica. Entiendo que el film me la presentó por vez primera, porque la fábula se mencionó antes en Mr. Arkadin de Orson Welles, que es del '55, pero yo no la había visto.)

 

 

El director Neil Jordan: un ojo que ve lo que hay que ver.

 

 

En el marco de la entrevista que descubrí al surfear/hojear un sitio de Internet, Jordan recuerda las dificultades que tuvo para financiar la película. Con el conflicto todavía en curso, nadie quería producir una historia cuyo protagonista era un terrorista irlandés. Pero por supuesto, ese no era el único resquemor que cundía entre los manirrotos del cine. Ni el tema por el cual a treinta años de su estreno se habla todavía del "complejo legado" del film. Porque El juego de las lágrimas no es una película sobre el IRA, ni un drama político realista a lo Ken Loach. Y no lo es porque, no conforme con el guiso dramático que ya había revuelto, a Jordan se le ocurrió introducir en la historia algo más. Un condimento que lo trastocó todo, y además me provocó un sobresalto en la butaca que consagró el salto en alto en sala de cine como disciplina olímpica.

Mi adolescencia ocurrió bajo la dictadura, y por aquel entonces yo desconfiaba todavía de la política en sentido estricto. Pero El juego de las lágrimas me reveló que había otras cuestiones —también políticas, por supuesto, aunque en otro sentido— que me inquietaban tanto o más.

 

 

 

La esposa del soldado

El primer boceto de la historia que escribió Neil Jordan a mediados de los '80 se llamaba La esposa del soldado (The Soldier's Wife). Como imaginarán por el título, la narración saltaba de la relación entre Fergus y Jody al contacto que Fergus hace con la flamante viuda de Jody, a pedido del soldado que no sobrevivió a su cautiverio en Irlanda. Pero el estreno de un film que contaba con elementos similares disuadió a Jordan de persistir. Hasta que en 1991 se le ocurrió la idea que transformó el relato.

(Aquí me veo compelido a revelar un dato que Jordan maneja como misterio hasta la mitad del film. Habida cuenta de que un crimen real prescribe a los 15 o 20 años, considero que pasados 30 lo que se cuenta de una película no puede constituir un spoiler. Pero de todos modos, si no vieron El juego de las lágrimas pero les tienta verla y son de esa gente que prefiere no saber nada del argumento, abandonen este texto ya mismo.)

En su versión original, Dil —la compañera de Jody— era una mujer cis. O sea cualunque, común. Pero Jordan se preguntó qué pasaría si Dil fuese de esa personas a las que hoy denominamos transgénero, y en las que por entonces se pensaba todavía tan sólo como gays o travestis.

 

Dil (Jaye Davidson), el nombre del misterio.

 

 

Esa decisión lo cambió todo. Empezando por el tenor de la relación entre Fergus y Jody. (Préstenle atención a la sutileza de los nombres que Jordan eligió para los personajes. Fergus es nombre de varón de acá a Belfast, suena a machazo hecho y derecho. Jody, en cambio, es un nombre abierto, que puede aplicarse tanto a un hombre como a una mujer. Y Dil ni siquiera es un nombre tradicional: es una cifra, más bien — la denominación adecuada para un misterio.) Con Dil convertida en un personaje trans, lo que ocurre entre Fergus y Jody devino "una examinación de lo que supone ser verdaderamente humano, y de la responsabilidad que nos cabe respecto de nuestro prójimo en los términos más amplios posibles", le dijo Jordan al periodista Bryan Reesman, del medio digital llamado The A. V. Club. Con una Dil trans y además negra o mestiza completando el triángulo amoroso, Jordan entendió que había dado con la veta de una historia que ansiaba explorar. Pero el resto del mundo, claro, no opinaba lo mismo.

En su búsqueda de inversionistas dio con el capo de la productora estadounidense Miramax, Harvey Weinstein, que le dijo que pondría la plata pero si Dil volvía a ser una mujer cis. "(Weinstein) Pensó que el público se iba a asquear cuando descubriese que había depositado su afecto en una hermosa mujer que en realidad era un hombre", dice hoy Jordan. Por suerte dio con el productor Stephen Wooley, que se las ingenió para exprimir libras de las piedras y financiar el —de todos modos— bajísimo presupuesto del film. Que al final Miramax aceptó distribuir, armando una campaña publicitaria basada en la existencia de un "secreto" que ningún espectador debía revelar. Lo que son las vueltas de la vida. Esta semana Weinstein, que ya purgaba en Nueva York una condena a 23 años de prisión por abuso sexual y violación, fue condenado a otros 16 años de cárcel en Los Ángeles por similares delitos, lo cual garantiza que prácticamente pasará el resto de su vida encerrado. Hasta donde se conoce, las víctimas de su violencia han sido todas mujeres cis.

Jordan dice no saber de dónde salió la inspiración para crear a Dil. "La soñé, nomás. Tal vez Shakespeare haya tenido algo que ver. Todos esos chicos haciéndose pasar por chicas en sus obras...", afirma, y agrega: "Entendí que si convertía a este personaje en —digámosle así— una mujer mucho más complicada, la historia se beneficiaría... Ese fue mi instinto, una intuición que no podía desoír".

 

 

Dil y Fergus.

 

 

Pero dejarse llevar por esa intuición presentaba dificultades prácticas que excedían el tema de la financiación. ¿Quién podía interpretar a Dil? Cuando Jordan admitió que no contaba con nadie a un mes del inicio del rodaje, Stanley Kubrick se le cagó de risa. Del brete lo salvó Derek Jarman, director de films como Caravaggio (1986) y Eduardo II (1991), que a través de la diseñadora Sandy Powell había conocido a un personaje extraordinario de la escena gay londinense. Se llamaba Jaye Davidson —nótese nuevamente la indeterminación del nombre en materia de género— y trabajaba en la industria de la moda. ¡Pero nunca había actuado!

Lo que hace Jaye Davidson en El juego de las lágrimas es uno de esos milagros del cine, como el que significó la irrupción de Béatrice Dalle en Betty Blue (1986), otra extraordinaria película de aquellos tiempos. Sobre los hombros de alguien sin experiencia actoral alguna reposó el edificio de la entera narrativa del film, que dependía de que a nosotros, espectadores, nos ocurriese lo mismo que a Fergus: empatizar con el personaje convencidos de que es una mujer entrampada por una fea situación, hasta comprender, shock mediante, que Dil es más de lo que aparenta ser.

En mi caso —y en el de tantos espectadores que la celebraron entonces en el mundo entero—, el sortilegio funcionó. Hoy vuelvo a ver El juego de las lágrimas y percibo los signos del cuerpo que Davidson recibió masculino de fábrica, pero en aquel momento me los salteé por completo. Pensé que se trataba de una belleza femenina poco convencional, y que lo que me perturbaba era la forma en que movía las manos y no el ancho de sus muñecas. Lo fundamental fue que Dil —por obra del talento combinado del director Jordan y de Davidson como intérprete— me resultó irresistible.

 

 

 

 

También habrán pesado, imagino, mis puntos de contacto con Fergus. Para empezar, los dos éramos muchachos católicos llenos de culpas. (El film no aclara su profesión de fe, pero tratándose de un irlandés que milita en algo como el IRA, las probabilidades eran altísimas.) A través de esa mujer independiente que lucha por conservar la dignidad en un mundo masculino, Fergus ve una posibilidad de redención. Por entonces yo padecía aún por una relación con una mujer que se había iniciado en condiciones similares. (Aunque a Fergus le fue mejor que a mí. Más que para El juego de las lágrimas, mi historia de entonces se presta mejor a una adaptación literal de la fábula del escorpión y la rana.) En consecuencia, ponerme en el lugar —en la mente y en el corazón— de Fergus me costó poco y nada. Y como él, a la hora y monedas de película me llevé un sorpresón.

Una vez que se aclara la identidad de Dil, el tenor del film se aclara también. Entran en foco la relación entre Fergus y Jody, que parece platónica pero contiene elementos homoeróticos que el film trata con sutileza, y la percepción de Jody —que por supuesto sabía quién era Dil y lo asumía— respecto de la naturaleza profunda de la persona que es Fergus. Hay en Fergus una transferencia de sus sentimientos reprimidos por Jody hacia Dil, que se transparenta aún más cuando, con la excusa de protegerla de sus ex compañeros de la célula rebelde, le corta el pelo como un varón y la hace vestir con el uniforme de cricket que perteneció al soldado.

El juego de las lágrimas hace con Fergus lo mismo que pretende hacer con nosotros, los espectadores: nos pone en la situación de decidir si, ya sea para tender una mano a quien lo necesita pero también, eventualmente, para amarlo en sentido romántico, seríamos capaces de sobreponernos a los prejuicios que nuestra sociedad pretende infranqueables. En este sentido, es una película que mueve a salir de la conformidad, que te complica la de permanecer indiferente. No te fuerza a tomar partido en sentido político estricto, porque no se casa ni con el IRA ni con los ingleses, pero te conmina a definirte en un aspecto más hondo, esencialmente humano. ¿Debemos ser cada uno de nosotros guardianes de nuestros hermanos y hermanas, como se lo pregunta Caín a Dios después de haber matado a Abel? Y más aún: ¿seríamos capaces de amar a una persona que merece ser amada, aunque no se corresponda con los cánones que damos por buenos?

Como dice Col (Jim Broadbent), el barman que hace las veces de coro griego, en un momento clave del film: "¿Quién conoce los secretos del corazón humano?"

 

Col (Jim Broadbent), el barman-coro griego.

 

 

 

 

La pelea de fondo

En 1994, como parte de mis intentos de eludir el veneno de otro escorpión, me fui voluntariamente de Clarín y acepté hacer algo parecido a la producción periodística del primer programa de Nicolás Repetto en Telefé, que se llamó Nico. (Duré apenas la primera temporada, como imaginarán.) Una de las tareas de las que me encargué fue la de entrevistar, con la intención de editar un informe, a Cris Miró. ¿Se acuerdan de Cris Miró? Fue la primera figura trans a quien los medios trataron con respeto y hasta fascinación, después de décadas de abusar de la caricatura de los hombres que vestían como minas.

Me pasé la entrevista entera buscando algún signo de masculinidad disimulada. No lo encontré. Cris Miró era un hembrón, una mujer bellísima. Y además reveló ser una persona inteligente y sensible, lo cual, sumado al coraje que había requerido la defensa de su identidad, la certificaba como alguien excepcional. Fue una pena que muriese tan joven —a los 33, en 1999—, pero además una pérdida para la sociedad argentina.

 

 

Cris Miró.

 

 

No recuerdo haberla vinculado a Dil, en aquella circunstancia. Pero soy consciente de que me enfrentó a una situación similar: cuestionarme si, llegado el caso, el ex alumno de secundaria católica sería capaz de amar a una persona cuyo envase no se correspondiese con los mandatos de la ortodoxia. La vida real no me puso ante el dilema, pero la experiencia como espectador de El juego de las lágrimas y de entrevistador de Cris Miró me convenció de que deberíamos enamorarnos de la persona adecuada, más allá del género que figure en la partida de nacimiento.

No traje a colación el film porque quiera hablar de la cuestión trans. Me parece un tema tan delicado como relevante, en el que toco de oído y por eso preferiría no incurrir, a riesgo de ofender a quienes lo han vivido y/o estudiado en serio. (Mi approach al tema es tan superficial como el de la mayoría. De momento, y mal que le pese a J. K. Rowling, sigo creyendo que todo el mundo tiene derecho a reivindicarse tal como se siente y como logró reconocerse.) De todos modos, ya que estamos, recomiendo dar un vistazo a los posts que durante las últimas semanas viene subiendo Joyce Carol Oates, la sublime escritora de novelas como Blonde y Black Water. Si leen inglés o se dan maña con el Google Translate, verán que defiende con capa y espada al colectivo trans y su derecho a ser y vivir en paz, en un contexto donde figuras públicas como el opineitor Matt Walsh —un tipo de derecha, inescapablemente— dice en los medios que habría que aplicar la pena de muerte a quienes ofrezcan atención médica a personas trans y que preferiría morir a tener un hijo así. "Su odio irracional por esta minoría –dijo el jueves Oates, hablando de todos los que piensan como este Walsh que ensucia un apellido tan bello— no hará otra cosa que envenenar sus almas y conseguir que sus hijos abominen de ellos".

 

 

 

 

Me quedé pensando en El juego de las lágrimas porque, más allá del foco puntual en la cuestión trans, es una reflexión sobre la identidad. La película funciona como thriller y como historia de amor —sigue siendo impecable, se las recomiendo—, pero en esencia no es la historia de Dil sino la de Fergus y el descubrimiento de su verdadera persona. Durante la entrevista publicada por The A. V. Club, el periodista Reesman recuerda que parte de la comunidad trans se sintió dolida por la escena en que Fergus, al descubrir los genitales masculinos de Dil, se descompone y vomita. Comprendo la interpretación pero, considerando la cosa desde un punto de vista más próximo al de Fergus, creo que esas arcadas no eran consecuencia de su repulsa ante Dil sino una reacción ante el descubrimiento de que él mismo no era quien pensaba ser, sino la clase de persona que le habían enseñado a odiar desde que tuvo uso de razón.

El tema de la identidad es sensible para los argentinos. Somos una sociedad tóxicamente masculina, como la mayoría, pero esa toxicidad se subsume en el marco general de un impulso criminal muy marcado, de un deseo de muerte hacia el Otro, de una compulsión a negarlo hasta en los aspectos más esenciales de su ser. Días atrás recordaba una anécdota de los '70 que Spinetta le refirió a Miguel Grinberg. Spinetta se había acercado a Pappo, cuya música admiraba y tanto tuvo que ver con el sonido de Pescado Rabioso. Pensó que podía ser su amigo, le regaló una de sus mejores guitarras. Pero Pappo estaba en un trip oscuro, caía en la casa de Spinetta y, como parte de lo que Luis llamaba "sus visitas infernales", era capaz de escribirle toda la cocina con marcador, heladera incluida, con las palabras no, no, nunca, te niego. Esa era la Argentina de entonces y esa sigue siendo la Argentina hoy: un lugar donde vastos sectores definen su propia identidad a partir de la negación violenta del Otro.

Somos el país de las 30.000 víctimas cuya existencia quisieron borrar del mapa. Somos el país donde hay 300 adultos que todavía ignoran quiénes son, los 300 nietos que resta identificar. Somos el país que ama colgarte un sambenito —la chorra, por ejemplo— que no te sacás más de encima, aunque no se corresponda con la realidad. Somos el país que sigue considerando republicanos a muchos que ni disimulan su práctica anti-democrática. Somos el país donde alguien dice delincuente y visualizamos a un pibe chorro, en vez de a los ladrones descarados —¡entre ellos, jueces!— que desangran la Nación. Somos el país, en suma, donde se ataca con tanta virulencia a ciertas identidades, que no deja otra que cuestionarse si no será el país mismo quien tiene conflictos de identidad.

 

 

Para sobrevivir, Dil no sólo debe convertirse en Jody, sino también en soldado.

 

 

Y en este contexto, claro, se inscribe el día a día de las diversidades. Que siguen siendo atacadas. Hace horas nomás, un personaje político repugnante le negó a una ministra su condición de mujer, por el simple hecho de reconocerse lesbiana. Habrá gente a quien episodios como estos le parezcan un drama específico, que sólo afecta a minorías. Pero sólo puede pensar algo semejante alguien que no entienda cuán tentativa y cuán importante es la identidad propia; una esencialidad que no nace hecha sino que se va construyendo a ponchazos, trabajosamente. Si les mostrase ahora una foto de Jaye Davidson no lo reconocerían, porque cuando el mundo supo de él su identidad era fluida aún. El Davidson trans fue una fase que necesitó atravesar, hoy es un orgulloso hombre gay, musculoso, tatuado y casado con un tal Thomas Clarke desde 2017.

¿Cuánto nos ha costado a tantos de nosotros entender quiénes somos y qué deseamos de verdad, qué necesitamos para ser plenamente, cómo queremos vivir y morir? Mucha gente la pilotea en automático, quizás porque no se cuestiona. ("La mayor parte de la gente es otra gente", escribió Oscar Wilde en De Profundis. "Sus pensamientos son las opiniones de otros, sus vidas mímica, sus pasiones una cita".) Pero existen otras personas —¡infinidad!— para las cuales esa comprensión es inseparable de la búsqueda de la felicidad. A veces hay que sufrir bocha y darse mil porrazos hasta entender por qué nos pasa lo que nos pasa y quiénes somos hondamente. Y por eso es cruel cuando arribás a la revelación pero el mundo niega tu descubrimiento, te dice que no sos quien creés ser, o quien deseás ser. Vaya si será delicado, que es capaz de llevar a la muerte a una cría de 12, como la argentinita radicada en Barcelona que saltó al vacío porque sus compañeros se burlaban de su identidad de género.

 

 

Jaye Davidson, hoy.

 

 

Con la perspectiva del tiempo, se comprende que El juego de las lágrimas fue una película valiente. En aquel tiempo en que la imagen del colectivo trans que primaba en el cine era la del degenerado asesino —como el de Vestida para matar de Brian de Palma, como el Jame Gumb de El silencio de los inocentes—, Dil era un personaje que, lejos de repeler, fascinaba: una mujer trans independiente, a la que todos podíamos admirar, fuese cual fuese nuestro percibido género.

El barman Col sugiere en el film que nadie conoce los secretos del corazón humano. Pero hay verdades que, como la identidad de Dil, no pueden permanecer ocultas mucho tiempo. El ser humano es una criatura que no tolera que se le imponga quién debe ser. Como decía Charlotte Brontë en Jane Eyre: "No soy un pájaro, y ninguna red me atrapa. Soy un ser humano libre, con una voluntad independiente". Por eso creo que hoy en día, y particularmente en este país, no hay modo de separar la cuestión de las identidades de la batalla por la preservación de la democracia. Porque, hasta donde sabemos, la democracia sigue siendo el único sistema conocido que respeta las peculiaridades de todos en el marco de la ley.

Cuando las que imperan son las mafias que no te reconocen más identidad que la del explotado y sojuzgado, la cosa no puede estar más clara.

La pelea de fondo pasa, hoy, por la defensa de la democracia verdadera.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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