El lenguaje de la violencia

Del frenesí mortuorio de Bullrich al moralismo selectivo de Kovadloff

 

Hace muchos años, cuando la última dictadura cívico-militar se caía a pedazos luego de la guerra de las Malvinas, asistí a una charla en la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos. Entre los oradores se encontraban Graciela Fernández Meijide, Luis Gregorich, Enrique Vázquez y Santiago Kovadloff, casi todos columnistas de la revista Humor, cuya publicación quincenal muchos esperábamos con impaciencia. Al final de la charla, fuimos invitados a hacerle preguntas a los panelistas. Alguien le preguntó a Kovadloff cómo podríamos “extirpar para siempre la violencia de nuestro país”. El escritor y filósofo repitió la pregunta, pensativo: “Extirpar para siempre la violencia”. Luego lanzó una serie de sinónimos: arrancar la violencia, destruirla, incinerarla, exterminarla, aniquilarla. Al final, como conclusión, consideró que para intentar contener la violencia (ya que pretender terminar con ella sería ilusorio) el primer paso debería consistir en no imitar su lenguaje, el lenguaje propio de la violencia.

Para Kovadloff, enunciar de forma violenta un ideal, incluso uno aparentemente beneficioso como el de propiciar la paz, perpetuaba esa misma violencia que se buscaba combatir.

Hace unos días supimos que Kovadloff estará a cargo de la “filosofía muy interesante” que anunció Patricia Bullrich, actual candidata presidencial de Juntos por el Cambio, lo que lo llevará a “reconstruir la destrucción, el llanto y el llorar permanente de los argentinos”. En resumidas cuentas y según sus propias palabras, el filósofo tendrá como misión “reconstruir la dignidad de los humanos”, una tarea colosal que probablemente exceda los límites temporales e incluso geográficos del eventual mandato de la ex Ministra Pum Pum.

 

Mientras le encargaba a Kovadloff la reconstrucción de la dignidad humana, Bullrich festejó la victoria del candidato radical Maximiliano Pullaro en Santa Fe afirmando que “esta elección entierra al kirchnerismo”. Por si quedara alguna duda sobre quiénes oficiarían de sepultureros, prometió “destruir al kirchnerismo”, cuyos integrantes, dijo, “no van a tener dónde esconderse”.

No se trata de un exabrupto aislado sino de un mantra. En mayo de este año, Bullrich prometió “dinamitar el régimen kirchnerista”, e incluso Horacio Rodríguez Larreta, su rival moderado en la interna de Juntos por el Cambio, se comprometió a “terminar con el kirchnerismo para siempre”. Que esos dichos sean lanzados apenas un año después del intento de magnicidio contra CFK no debería sorprendernos. El frenesí mortuorio en referencia al kirchnerismo en general y a la Vicepresidenta en particular es la base del discurso opositor desde hace años. “El kirchnerismo es el cáncer del país y hay que extirparlo”, posteó por su parte Ramiro Marra, candidato a jefe de gobierno porteño de La Libertad Avanza, espacio político que considera a la libertad como un valor supremo salvo en el caso de intentar ejercerla defendiendo las ideas kirchneristas.

¿Qué ocurriría si CFK afirmara querer enterrar al radicalismo o Sergio Massa se comprometiera frente a un público entusiasta a terminar para siempre con el macrismo? ¿Cuánto tardarían nuestras almas de cristal o nuestros periodistas serios en indignarse en prime time y comparar a la Vicepresidenta y al candidato oficialista con Pol Pot, Atila o Freddy Krueger?

Esa doble vara autoritaria, esa furia permanente y exclusiva hacia un mismo sector político pasa desapercibida a muchos de quienes, como Kovadloff, consideran haber elegido el oficio de pensar. Han reemplazado el análisis político por el moralismo selectivo, lo que les permite obviar las grandes iniciativas de los gobiernos kirchneristas –como el relanzamiento de los juicios por los crímenes de la última dictadura cívico militar, la integración de millones de jubilados al sistema, la AUH, el aumento de poder adquisitivo de sueldos y jubilaciones o la disminución del desempleo y la pobreza, iniciativas que probablemente apoyaron– y dedicarse al escarnio personal.

No hay nada nuevo en ese truco: el derrocado Presidente Hipólito Yrigoyen fue calificado por sus detractores de delincuente, integrante de “una horda, un hampa”, como afirmó Matías Sánchez Sorondo, ministro del Interior del golpista José Félix Uriburu. Lo mismo ocurrió con los gobiernos de Juan Domingo Perón, analizados por la furia gorila a través de los supuestos tesoros del matrimonio presidencial antes que por las grandes iniciativas populares como las vacaciones pagas, el aguinaldo, el sufragio femenino, la universidad gratuita o el fuero laboral. Como CFK y Néstor Kirchner, también Yrigoyen y Perón fueron tratados de ladrones o dementes y asimilados a un cáncer. Una coincidencia, sin duda.

Prometer enterrar a sus rivales políticos no parece ser un discurso que incentive la violencia, como sí la incentivaba una pregunta candorosa realizada hace varias décadas, mientras la última dictadura cívico-militar se derrumbaba.

Como ocurre con la crítica moralista al kirchnerismo, el apoyo de sus entusiastas a Juntos por el Cambio también elude el análisis político. De forma especular, el escarnio personal es reemplazado por el elogio individual. “Patricia tiene carácter”, afirmó Kovadloff en referencia a la candidata presidencial de Juntos por el Cambio, lo que al parecer sería una ventaja a la hora de gobernar; pero, por otro lado, considera que “es una mujer que pregunta y no que da órdenes”, lo que parece contradictorio a menos que consideremos que la gente con carácter evita demostrarlo dando órdenes.

Las virtudes colectivas son reemplazadas por supuestas virtudes individuales, sin correlato alguno sobre el bienestar de las mayorías. De esa forma, nuestros gobernantes son analizados no por sus iniciativas políticas y las consecuencias en la sociedad, sino por sus intenciones, satánicas o angelicales. La política se reduce así a elegir entre gente bondadosa o gente malvada, cuya desaparición física es legítimo invocar.

Al parecer, el lenguaje de la violencia ya no es lo que era.

 

 

 

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