El machismo sobreactuado

Un violador no es un enfermo, sino un hijo sano del patriarcado

 

Como otros ofensores sexuales, Juan Darthés es un varón sobreadaptado a su medio, un hiperlógico del patriarcado. No un loco, sino un soldado del viejo orden en crisis, donde Darthés podía violar a una chica de 16 años y una banda de chicos de 20 a una chica de 14 años sin que la calma se alterara. Podían hacerlo sin esperar que el mundo los contradijera. A ese mundo en el que vivía Darthés se lo está comiendo de a poco la marea. Se lo lleva el oleaje feminista. Y se lo lleva con huracanes en contra.

Los violadores sobreactúan y llevan hasta el límite los valores y mandatos machistas referidos a la potencia viril asociada a la masculinidad, a la cosificación y conquista de los cuerpos femeninos, a la infravaloración de lo femenino y la legitimidad de su dominación masculina. Exageran de tal modo estas premisas, sin duda presentes en la cultura, que superan los márgenes de tolerancia social, cada vez más estrechos gracias al movimiento feminista. ¿Qué hacemos con estos actores que sobreactúan el poder patriarcal? ¿Qué salida que reconozca la raíz social del problema puede ejercerse desde el feminismo? ¿Cómo podemos evitar el punitivismo?


¿Punitiqué?

La palabra “punitivismo”, antes reducida a ámbitos especializados, saltó a la arena mediática. A pesar de que desde diversos feminismos se trabaja hace años y en todo el mundo por desligarse de la salida penal como solución privilegiada ante las violencias machistas y para que no se utilicen las demandas del movimiento con el fin de aumentar penas y privar libertades, han reaparecido acusaciones hacia las feministas que las tachan de punitivistas. Recortan el análisis únicamente a la reciente reacción masiva de visibilidad y denuncia pública, no historizan ni complejizan. Para estas lecturas marginales, el feminismo es hoy sinónimo de punitivismo, que a la vez ligan al método de escrache y a la búsqueda de castigo. Pero, ¿qué es el punitivismo? Para poder desmarcarnos efectivamente, precisemos algunas de las características de este discurso:

  • presenta el problema como una emergencia, algo nuevo, un fenómeno con una temporalidad breve que, a su vez, requiere de soluciones rápidas, y sostiene que estas soluciones rápidas son posibles.
  • lo presenta como un problema causado por la maldad, la anormalidad, las patologías individuales o las carencias de socialización de ciertas personas, que son pensadas como esencialmente diferentes del resto de la población honorable. Parásitos que atacan al organismo social, el cual, lógicamente, debe defenderse contraatacando violentamente.
  • se presenta a la violencia machista extrema como una excepcionalidad individual, separándola de las creencias, prácticas sociales, y violencias cotidianas y convencionales que la posibilitan, invisibilizando el carácter histórico de la organización social patriarcal y la actual estructura social de relaciones de poder.
  • presenta como única respuesta posible el recrudecimiento de una lógica de control social excluyente, que entiende a la violencia masculina como una patología irremediable. Así se hace imposible promover nuevos paradigmas de comprensión y nuevas respuestas frente a este fenómeno.

Frente a lo que define como delitos, el discurso punitivista solo propone la neutralización de las personas por vía del encierro, castración o eliminación física. Y nos exige confiar, para la prevención, en el efecto disuasorio de las sanciones penales, cuya ineficacia comprobamos a diario.

A esta lógica los feminismos, a veces incluso contra su inclinación visceral, pueden oponer un pensamiento social que, en vez de reclamar aumento de penas y más encarcelamiento, se concentre en la proposición y exigencia de políticas públicas que pongan en funcionamiento otros mecanismos de intervención sobre la realidad, orientados a modificar las condiciones sociales que posibilitan la proliferación de las violencias machistas. La Ley Micaela es un ejemplo de ello, pero también lo son las instancias autogestivas de justicia reparatoria colectiva, articuladas por grupos y organizaciones, que no se concentran en el castigo individual del victimario sino en la reparación afectiva de la persona sobreviviente.


Hiperlógico hiperlógico

Dentro del discurso jurídico, quien comete un crimen contra la libertad sexual es considerado simplemente un infractor, y la tarea judicial se centra en recolectar las pruebas necesarias para comprobar si cometió el delito en cuestión. No interesa explicar por qué hizo lo que hizo.

Paralelamente a este discurso legal, desinteresado en una explicación de las causas de los delitos, se estructuran retóricas influidas por los resabios de la criminología positivista, que atribuyen las causas de la criminalidad a anomalías, deformaciones, atavismos o deficiencias individuales de tipo biológicas o de socialización.

Como réplica, en los medios de comunicación aparecen los discursos patologizadores: “es un monstruo”, “una bestia”, “está loco”, “estaba pasado de droga o alcohol”, enunciados referidos con pesadumbre y fuerte sesgo clasista (enfermos serán los ricos, borrachos los pobres) que en un mismo movimiento eliminan también la pregunta por la reiteración y la causa social del problema.

Tanto en los discursos jurídicos como mediáticos el déficit de cientificidad y rigor analítico es compensado por la capacidad para construir la imagen de un agresor sexual esencialmente diferente a nosotrxs, a quien culpabilizar en solitario, sin ligazones con el resto de la comunidad honrada. ¿Pero cuán diferente son Darthés y “la manada” de todxs nosotrxs?

Ante este discurso que pretende desconectar a las manifestaciones más extremas de la violencia sexual del continuum de violencias machistas, el feminismo acuñó la consigna “un violador no es un enfermo, sino un hijo sano del patriarcado”. La potencia de esta frase es evidente, consigue religar el abuso sexual con la matriz patriarcal que lo posibilita y restituir la continuidad entre la violencia sexual extrema y el resto de violencias machistas socialmente toleradas.

Ahora bien, si la sociedad se está transformando, y repentinamente condena un número cada vez mayor de violencias sexuales, ¿el patriarcado está negando a sus hijos sanos? Lo que podemos pensar, en pos de profundizar el feminismo desde el propio feminismo, es que quien comete estos actos de extrema violencia no puede ser ya metaforizado como un hijo sano, aunque sea sin duda hijo de esta sociedad.

El sociólogo del siglo XIX Gabriel Tarde, retomado por el profesor Sergio Tonkonoff (Lo social y sus paroxismos. El delito en la obra de Gabriel Tarde) sostenía, a diferencia de los criminólogos positivistas, que lo que distingue al criminal no es una carencia, sino una diferencia por exceso, una especie de sobresocialización.

El delincuente tardeano es un hipersocial, alguien que sostiene ciertas premisas comunes que están presentes en la cultura, pero con un exagerado grado de intensidad afectiva y de convicción, y las piensa y actúa con rigor. Es delincuente por maximalista y dogmático, una especie de hiperlógico o fanático, apresado por ciertos flujos de la cultura con una fuerza superior a la media. Si transgrede la ley es para no ser inconsecuente con las proposiciones mayores del sistema de significaciones que lo ha capturado y lo constituye. Darthés no entiende qué hizo mal, él cumplió exageradamente el papel que se le impartió, ahora se encuentra con que las cosas han cambiado y confiesa tácitamente su crimen, fugándose (al país gobernado por Bolsonaro).


Y ahora que estamos juntos

Un argumento central de los discursos punitivistas es la reincidencia de los violadores y es en parte por esta suposición que se privilegian las soluciones individuales. Frente a esta pregunta por la reincidencia individual, agregamos la pregunta por la reincidencia de las violaciones. Vistas como un fenómeno social, las violaciones y la violencia sexual constituyen prácticas recursivas, históricas y posibles gracias a una cultura machista y a determinadas relaciones de poder.

Las violaciones, decimos, tienen una matriz social y a la vez muchas de ellas requieren de una complicidad, un pacto machista que en ocasiones se forja en el acto mismo. Las violaciones “en manada” tienen antecedentes de todo tipo. En el caso del abuso sexual grupal cometido en la fiesta de San Fermín en 2016, la proeza de aquella “manada” española incluyó risas, burlas, ostentaciones y reconocimientos mutuos en torno a la degradación a la que sometieron a su víctima. El momento ritual de fortalecimiento del grupo y de sus integrantes se vehiculizó por el ejercicio de una sexualidad predatoria donde la mujer ocupó el esperado lugar de presa.

Estas formas de placer no resultan extrañas, sino que comunican directamente con los deseos que corresponden a la masculinidad hegemónica. El sometimiento de una mujer inconsciente, por ejemplo, es un lugar común de la heterosexualidad, y a pesar de ciertos repudios tenues, los hombres comprenden el acto, porque más allá de que “esté mal”, una mujer incapaz de dar su consentimiento sigue siendo deseable.

“Las mujeres se emborrachan y son violadas, los hombres se emborrachan y violan mujeres. El problema no es el alcohol, son los hombres”. La consigna feminista es clarísima. El consentimiento no es tan importante para la masculinidad hegemónica, alcanza con que la mujer “se deje” (a veces luego de insistencias y presiones). La heterosexualidad masculina convencional incluye dentro de su amplio espectro muchas prácticas en las cuales el consentimiento, el deseo o la mera conciencia de la mujer resultan indiferentes.

La marea feminista ha demostrado en los últimos años su capacidad para transformar las sensibilidades colectivas y descubrir múltiples violencias que antes eran socialmente toleradas. La arena de la justicia penal es donde nuestra sociedad determina en parte cuáles son sus valores primordiales, esta es una lucha que los feminismos no pueden abandonar sin más, pero tampoco abrazar sin tener en cuenta sus complejidades.

El debate abierto y la acción colectiva aparecen como los pilares a partir de los cuales los feminismos pueden continuar dando esta monumental batalla, resistiendo las avanzadas punitivistas que pretenden apropiarse del capital social conquistado sin dejar de nombrar las violencias y exigiendo políticas públicas que intervengan sobre las condiciones sociales que determinan la producción regular de violencias machistas.

Así los feminismos se piensan a sí mismos en construcción permanente, erigiendo un mundo sobre las ruinas del anterior, ya degradado por la marea alta.

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