El mejor alumno en la picota

La Argentina ante el FMI, el G20 y el G7

                       Las movilizaciones de protesta de 2001

 

Una breve enumeración:

  • La matriz de las ideas neoliberales, que desde la cúpula del actual desgobierno –en el sentido de los intereses vulnerados de la Nación y el pueblo argentinos– conducen, valga la paradoja, la gestión nacional.
  • El proceso de ruptura de las fronteras económico-financieras, de desregulación extrema y endeudamiento externo irresponsable.
  • Su orientación destructora del aparato productivo y el empleo, a favor de la especulación financiera desenfrenada y sin límites, y el privilegio de la banca (global y local, en ese orden), del agro más poderoso, de la gran minería y del sector energético.
  • Y el consecuente empobrecimiento de las mayorías populares y enriquecimiento de minorías cada vez más reducidas, fugadoras de capitales.

Las precedentes son todas características acerca de las cuales, con sus más y sus menos, coinciden las visiones realmente críticas de la conducción del Ejecutivo nacional. Este mismo listado de notas descriptivas emparenta a las presentes políticas con el curso traumático de los '90 y con su crisis final –la de 2001-2002—, si no se rectificase el rumbo.

Un último paralelo posible es el que se refiere al escenario global y la consideración que merece la Argentina en el círculo exclusivo del G7, el de las naciones más poderosas: hacia 1998, la Argentina de Menem fue integrada con bombos y platillos al naciente G20 (una creación del G7) por las peores razones: para mostrar al sur del mundo un ejemplo exitoso de neoliberalismo subordinado. La paradoja de hoy es que los jefes de gobierno de un G20 que parece agonizar –como organismo de coordinación global y, más aún, como proyecto de sustitución de facto de las Naciones Unidas– se reúnen este fin de mes en Buenos Aires, con el coro de fondo de un G7 que defiende otra vez –tratando de evitar, FMI mediante, su inmediata caída en default– a una Argentina neoliberal.

Conducida de nuevo por el mejor Presidente de los últimos 50 años, podría decir hoy Christine Lagarde respecto de Mauricio Macri, replicando el desmedido elogio de su predecesor al frente del FMI, Michel Camdessus, en Nueva York (hace 20 años, en 1998) a Carlos Menem.

En abril de 2002, la crisis que trajo el derrumbe del régimen de convertibilidad tocaba su piso económico y comenzaba una recuperación que las estadísticas mostrarían con alguna demora. Resulta de interés reflexionar acerca de las críticas circunstancias de aquella época, tan reciente en términos históricos, y de sus raíces. En mayo de 2002, el destacado intelectual francés Alain Touraine se refirió a nuestra circunstancia en estos términos: “La Argentina es un país de consumo, pero no de producción y trabajo. (…) El carácter ejemplar de la Argentina es que avanza lo más rápidamente posible hacia la decadencia y la descomposición. (…) Con toda la gloria de su cultura, parece haberse anticipado a los otros [países] en ese fenómeno de desintegración a nivel mundial”.

 

Frases

  • “La pobreza de este país es por no haber hecho el ajuste… La Argentina tiene todo para ganar con la competencia y la apertura” (Michel Camdessus, titular del FMI, julio de 1990).
  • “El mejor Presidente de los últimos 50 años es Carlos Menem” (Camdessus, octubre de 1998, cuando ya había comenzado la caída de Argentina hacia la depresión económica).
  • “Argentina va por buen camino” (Horst Köhler, flamante titular del FMI, abril de 2000, cuando era evidente que las recetas aplicadas no sacaban al país de la depresión).
  • El secretario del Tesoro de Estados Unidos, Paul O’Neill, reconoció en marzo de 2002, a propósito de una eventual asistencia financiera externa a la Argentina, que su gobierno no tenía en claro cuál debería ser el camino que tendría que seguir el país para retomar el crecimiento económico. “Creo que durante los últimos 40 ó 50 años en el Banco Mundial y en el FMI no se hizo lo correcto”, agregó en enero de 2002, luego de la caída del régimen de convertibilidad.
  • “Antes de llenar el balde hay que tapar los agujeros” (P. O’Neill).

Paradojas

La historia previa y el episodio de la crisis de 2001-2002 sugieren múltiples paradojas. Elijo cinco para una breve reflexión acerca de la muy compleja trama implicada. La primera es la que surge del contraste entre la imagen de violencia extrema y descontrolada que han transmitido al mundo los medios masivos de comunicación y la sustancial autocontención que muestran las mayorías argentinas ante al derrumbe (y sus efectos sociales extremadamente asimétricos, por cierto). Esta moderación tiene su explicación en la historia nacional –la generalizada conciencia popular acerca de las ventajas que la derecha ha obtenido, casi siempre, en las confrontaciones violentas– y también, sin duda, límites sociales y políticos –de no lograrse un pronto alivio en la situación económica. Esta paradoja ha sido advertida en ese entonces por muy pocos observadores externos. “En varias visitas que realicé a la Argentina –destacó Joseph Stiglitz, premio Nobel de economía– me sorprendí del largo tiempo que llevaban sufriendo sus habitantes; a mí no me resulta tan sorprendente que los alborotos callejeros hayan destituido al Presidente como que esos disturbios hayan tardado tanto en producirse”.

 

Joseph Stiglitz, primero hay que saber sufrir...

 

La segunda paradoja resulta del contraste entre las consignas maximalistas de condena en bloque a la clase política (que se vayan todos, fue la dominante en las movilizaciones de entonces) y la continuidad de un mayoritario respaldo de los argentinos al sistema democrático. En una encuesta realizada en Buenos Aires y sus alrededores en febrero de 2002, el 85% de los consultados lo consideró preferible a cualquier otra forma de gobierno. El 74 %, sin embargo, se mostró insatisfecho con su modo de funcionamiento. Parece evidente, entonces, la presión popular a favor del surgimiento de nuevos agrupamientos y liderazgos políticos y sociales. La resultante de este proceso de cuestionamiento de las representaciones resultaba entonces una de las incógnitas clave del futuro argentino. En el presente ese porcentaje ha caído y está en torno del 50%, pero sigue siendo el más alto de la región.

La tercera paradoja se vincula con una circunstancia económica crucial pero poco abordada dentro y fuera del país. Durante más de un cuarto de siglo (1976-2002) los gobiernos argentinos se empecinaron en aumentar el endeudamiento público externo, mientras los activos de los argentinos mantenidos en el exterior alcanzaban un nivel que ha oscilado durante el período entre no menos del 80% y hasta el 120% de la deuda pública nacional acumulada. Se estimaba ya entonces que cerca del 90% de estos activos se sustraían al control fiscal. Vale decir, resultaban producto de la evasión tributaria, la fuga de capitales u otras actividades ilícitas – la fuga de capitales, en sí misma, no lo fue hasta el establecimiento del control de capitales, luego del estallido de la crisis. ¿Se referiría a esta circunstancia el Secretario del Tesoro O’Neill, cuando mencionaba la necesidad de tapar los agujeros en Argentina antes de llenar el balde?

La cuarta remite al discurso de los organismos multilaterales y los países rectores (Estados Unidos y la Unión Europea) que, sin solución de continuidad, pasó del lema del mejor alumno que dominó toda la década de los '90 al sonsonete del sufrimiento necesario, o el inevitable dolor a través del cual los argentinos seríamos redimidos. Caído el mito de la Argentina rumbo al Primer Mundo, la performance de los '90 fue redefinida como una larga fiesta local cuya demorada cuenta las mayorías argentinas se negaban a pagar.

Esta flagrante inconsistencia intertemporal del discurso tuvo a mi juicio múltiples raíces. Entre ellas: a) la elusión de la propia responsabilidad por parte de los actores centrales del Primer Mundo; b) la crisis universal de las ideas económicas; c) la hegemonía de los intereses financieros en el proceso de globalización –fueron los más beneficiados por las altísimas tasas de interés con seguro de cambio gratuito que ofreció Argentina durante casi 11 años–; d) el particular esfuerzo para disimular la absoluta desnudez –conceptual y operativa– del tríptico multilateral FMI-BM-BID; e) las tendencias resultantes del unilateralismo y el discurso único (el del antiterrorismo) del gobierno republicano de Estados Unidos (y sus sucesores), que han implicado graves retrocesos en el necesario proceso de reconocimiento –y la subsiguiente reparación– de las asimetrías y los daños que la globalización supone para los más débiles; y f) la voluntad de castigar a Argentina en tanto responsable del default más importante de las décadas anteriores, para que no cundiera el mal ejemplo.

Puede sumarse, por último, una quinta paradoja. La que resulta del contraste entre la historia previa de la Nación Argentina –y su personalidad–, y las serias amenazas que enfrentaba la continuidad de su Estado-nación. La Nación argentina supo construir un país relevante –diversificado y pujante, con una población instruida y laboriosa, y bastante equitativo– y una personalidad universalmente reconocida –principalmente a través de su cultura, música, literatura, cine y deportes, sus actividades más destacadas y sus héroes o antihéroes: el general San Martín, Perón y Evita, el Che Guevara– en menos de dos siglos y sobre un territorio que era, en gran medida, un desierto. La Argentina llegó a ser percibida como la contracara del crisol de razas norteamericano. Este último fue expansivo, cultor del individualismo y el destino manifiesto. El crisol del sur fue –en contraste– muy auto-centrado en un principio, aunque terminó quizás resultando más sustancialmente abierto al mundo, como consecuencia de sus tempranas fantasías liberadoras, de cooperación y solidaridad –universalistas, finalmente. El Estado-Nación argentino enfrentó, sin embargo, los riesgos de su desaparición. Podría haber constituido el primer caso entonces –en un eventual deterioro del curso de los acontecimientos que parece preanunciar el rumbo globalizador.

Las amenazas no sólo procedían del campo económico y social: extrema desnacionalización; pobreza inexplicable en un país cuya producción de alimentos podría alimentar una población diez veces superior; sangría creciente de sus recursos humanos más calificados; peso insostenible de una deuda externa que tenía como contracara –como ya vimos– la fuga de capitales de los argentinos privilegiados, que ven a su tierra como un país-dormitorio –y que, en palabras pronunciadas hace ya tres décadas por el ex canciller Guido Di Tella, “no son más solidarios con el conjunto de la sociedad argentina”.

También se expresaban ya con crudeza en la esfera político-institucional: a las severas consecuencias de la crisis política, se sumaba un previo y largo proceso de deterioro de la división de poderes (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) y en consecuencia del entramado legal, del sistema de representaciones y de la propia administración. También se resintió la articulación federal, al ponerse en cuestión las autonomías provinciales y municipales – y la propia viabilidad de las administraciones subnacionales.

Extremos condicionamientos adicionales resultaron de las decisiones –u omisiones– del Tesoro de los Estados Unidos y los gobiernos de la Unión Europea. También procedían, en muchos casos, de la oscura e irresponsable intermediación técnica del FMI –en el sentido que tan bien ha expuesto Joseph Stiglitz– y de la sustancial carencia de ideas estratégicas consistentes que todos estos actores parecían mostrar (y que luego revelarían más claramente sus propias auditorías, sus viciadas autocríticas y, sobre todo, la repetición global de sus crímenes). Estas circunstancias del entorno global plantearon serias amenazas adicionales a la sobrevivencia del Estado-Nación argentino.

 

Rudiger Dornbusch, una solución alemana para los problemas argentinos.

 

La versión extrema de estas amenazas resultó de lo que propuso hacia fines de los '90 el economista Rudiger Dornbush: una intervención extranjera directa en el gobierno de la Argentina con el fin de asegurar el control foráneo de cinco posiciones decisorias clave –entre ellas, la banca central, la recaudación tributaria, la administración del gasto y las relaciones con las provincias–, a través de tecnócratas elegidos allende sus fronteras. En rigor, se avanzó mucho en esa dirección. En el período 1996-2000, durante dos administraciones nacionales, estuvo al frente de la gestión tributaria un funcionario del FMI que no logró éxitos en su cometido de elevar la recaudación a contracorriente de la caída de la actividad económica. A principios de 2002 fue designado al frente del autónomo Banco Central argentino un alto ex funcionario del Fondo que se ocupó de la crisis asiática (y más tarde fue director del Banco de Inglaterra), junto con quien en ese momento era veedor visitante en el país, responsable de la división de Operaciones Especiales que se ocupaba de la crisis local bajo la directa dependencia de la ex titular del FMI, Anne Krueger. En cuanto a las relaciones con las provincias, los funcionarios del FMI comenzaron a tratar directamente con ellas, salteando la intervención del gobierno nacional, e imponiendo a este último condicionamientos incompatibles con el ordenamiento constitucional federal. El FMI también forzó decisiones que vulneraron la división de poderes y acentuaron el deterioro institucional. Dornbusch murió en 2002, sin ver la recuperación que la Argentina logró desoyendo sus recetas.

Este es un crudo precedente inmediato de los extremos alcanzados con el reciente proceso del Presupuesto 2019, elaborado y conducido desde el FMI y gerenciado localmente por los Ministros de Finanzas y del Interior.

 

 

 

 

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