La quema de libros durante la dictadura

 

Se cumplieron 40 años de uno más entre los miles de actos aberrantes perpetrados durante la dictadura cívico militar. El 26 de junio de 1980, por orden del juez federal de La Plata Héctor Gustavo de la Serna, se secuestraron miles de libros y fascículos del Centro Editor de América Latina (CEAL) que, posteriormente fueron quemados. De ese episodio ocurrido en un baldío de Sarandí quedó, para los tiempos, un valioso registro fotográfico. Esta es la triste y sorprendente historia.

Aquel jueves de invierno estuvo frío y nublado. Para Boris Spivacow, al frente del CEAL, y muchos de sus colaboradores más cercanos (Horacio Achával, Susana Zanetti, Oscar Díaz, Graciela Cabal, Graciela Montes, Aníbal Ford, entre tantos) no fue una jornada cualquiera. Luego de años de ataques y aprietes, amenazas y allanamientos, el asesinato por parte de la Triple A en 1974 del periodista Daniel Luaces y más adelante detenciones de varios de sus empleados y desapariciones de varios colaboradores) esa mañana todos tuvieron que aceptar una horrible decisión judicial. El Cohete a la Luna habló con dos testigos directos de aquel aquelarre suburbano.

Docente, referente pedagógico de varias generaciones, especialista en educación para adultos, maestra de vida declarada por CTERA, Amanda Toubes trabajaba en el Centro Editor en donde fue responsable de muchos de los más de 5.000 títulos editados en 78 colecciones distintas. Recuerda: “Casi todos veníamos de acompañar a Boris en la editorial de la Universidad (EUDEBA) hasta que renunciamos en 1966 golpeados por la mano destructiva de la dictadura de Onganía. Al poco tiempo nos sumamos a la nueva aventura”. Ricardo Figueira, archivista, documentalista de las publicaciones del Centro y también director de algunas colecciones, recibió aquella mañana un inusual encargo.

 

 

Amanda Toubes y Ricardo Figueira, hoy.

 

 

“Chiquito, para certificar el procedimiento policial nos piden que haya testigos. ¿Podés ir y sacar unas fotos?”, escuchó de boca de Spivacow. Fotógrafo aficionado, tomó su cámara Contact A, la cargó con un rollo blanco y negro de 35 mm de 36 exposiciones y marchó hacia la incierta misión. No fue solo. Lo acompañó Amanda Toubes y llegaron a destino en un colectivo de línea. “Fui por mi nefasta curiosidad. Me convertí en asistente de Ricardo, aunque nunca había tenido una máquina de fotos en mis manos”, cuenta. El lugar indicado era un terreno baldío ubicado en la esquina de Ferré y Agüero. Hasta allí vieron llegar dos camiones Bedford, con capacidad para algo más de 10 toneladas cada uno. Pronto volcaron un cargamento increíble: más de 22 toneladas de publicaciones, unos 2 millones de ejemplares, muchos de los que tanto Amanda como Ricardo habían ayudado a hacer con esfuerzo y dedicación. Colecciones enteras de libros, fascículos y revistas como las de Historia del movimiento obrero, Enciclopedia del Mundo Joven, Transformaciones, Polémica, Enciclopedia del Tiempo Libre, Historia Popular, Siglomundo, Los cuentos de Polidoro, entre muchos títulos de enorme interés y excelente circulación.

Amanda y Ricardo coinciden en un recuerdo, casi una epifanía. “Si hubo una alegría en ese día tan triste fue el hecho de que los libros no se quemaban”, explica Toubes. Y da en la clave Figueira: “Todos esos materiales venían de estar guardados durante tiempo en los depósitos que la policía acababa de requisar. Entre el envoltorio plástico y la humedad que habían tomado, por más que los policías metían fósforos y encendedores les resultaba muy difícil sacarle una llamita a esa montaña de libros”, cuenta quién mientras tanto, en el lugar de los hechos, disparaba su máquina. Acota Toubes: “Uno de los policías se acercó a pedirnos plata para ir a comprar unos litros de nafta. No solo no le dimos ni un peso, sino que cada vez que pasaban obreros de las fábricas cercanas o escolares con guardapolvo blanco o vecinos curiosos los invitábamos a que se llevaran lo que quisieran”. Cara de pocos amigos, recuerda Figueira, tenía uno de los jefes del operativo que se acercó a conminarlos: “Ustedes no se mueven de acá hasta que todo esto quede convertido en cenizas”. Más temprano que tarde, desoyendo la advertencia y con la sensación de misión cumplida, los dos enviados se alejaron de la escena, cuando ya se convertía en dantesca. Y, otra vez en bondi, regresaron al Centro.

 

 

El depósito del Centro Editor: antes del fuego.

 

 

Sorprende el enorme recato personal con que tanto Amanda como Ricardo le bajan el precio a su rol de protagonistas. Se les señala el valor único de esos registros. Los dictadores se cuidaron de no dejar evidencias por las tantas perversiones cometidas. Como mucho, trascendieron listas de prohibidos en los medios o de canciones cuya difusión no recomendaban y, por supuesto, silencio total sobre el destino de los detenidos desaparecidos o de los bebés apropiados. “Para mí –dice Amanda– el único sentido de volver a comentar mi presencia allí es poder honrar la figura de Boris Spivacow, que realizó una tarea monumental, tanto en Eudeba como en el Centro Editor. Él armó el CEAL desde la matriz de Eudeba, sin plata y con la idea fija en su cabeza de poner en circulación buenos libros, bien hechos y baratos”. Figueira toma la posta: “A lo mejor esperabas otra cosa, al menos la quema de libros de 1933 en la Bebelplatz de Berlín, con marchas germánicas y brazos extendidos. Pero no: esto fue apenas un modesto incidente ocurrido en la periferia pobre de una ciudad del Tercer Mundo”.

Quien esto firma entrevistó a Spivacow en el diario Clarín el 20 de noviembre de 1983. En relación a aquella fogata de desamor y muerte (parafraseando a Víctor Heredia en su himno Razón de vivir) , dijo: “ Todo hombre que lee, que piensa, que sustenta nuevas ideas, choca con la sociedad que lo rodea… Una sociedad autoritaria, como la militar, no ve con buenos ojos, o no tolera a un hombre con nuevas ideas… No me asusta que se destruyan libros que, en última instancia, son simples objetos de papel. Me asusta que se destruyan hombres, y que no conformes con destruirlos físicamente, quieran también destruir sus ideas, sus pensamientos. Y que por eso destruyan o quemen libros”.

Spivacow falleció en 1994 y el Centro Editor, jaqueado por deudas y cercos judiciales, apenas le sobrevivió un año. Mientras permaneció al frente del CEAL recomendaba el valor de la lectura. “Tenemos libros muy buenos, que valen menos que una entrada de cine. Queremos que el pueblo pueda leer, instruirse, capacitarse, acceder a distintas formas del arte y de la cultura”. Figueira (a él le corresponde el crédito de varias de las fotos que ilustran esta crónica) retoma: “No fue lo peor que nos pasó. Lo más asombroso es que después de semejante pérdida hayamos podido seguir adelante”. Toubes califica como milagrosa la supervivencia del Centro entre 1976 y 1980 porque frente a la precaria situación, rodeada de riesgos personales e institucionales extremos, el secuestro y quema de millones de libros fue como echar leña al fuego. Vinculada desde hace tiempo a la actividad de la escuela Isauro Arancibia, Toubes asocia esos momentos de desdicha con los cuatro años del anterior gobierno. “Fueron otros años de mucha penumbra y falsedad. Hubo que estar cerca de los sindicatos docentes para entender la durísima pelea que tuvieron que dar para mantener cierto nivel de la escuela pública”.

 

Amanda Toubes, hace 40 años, en Sarandí.

 

 

Peligro de libro

A Spivacow ya le habían espiado y marcado libros catalogados como peligrosos en su época de Eudeba. De eso da cuenta ¡Los libros son tuyos!, una valiosa investigación de Hernán Invernizzi. El título alude a la alta deferencia de un ejecutivo de Eudeba que habría puesto a disposición del general Suárez Mason una lista de libros considerados subversivos. Invernizzi y Judith Gociol publicaron Un golpe a los libros (represión a la cultura durante la última dictadura militar), otro documento clave para entender estos graves sopapos a la batalla cultural. Por su lado, Gociol escribió en 2010 para la colección Paisanos, de Capital Intelectual, una biografía de Spivacow. Jorge Gómez y Tomás Solari compilaron Biblioclastía (los robos, la represión y sus resistencias en bibliotecas, archivos y museos de Latinoamérica, 2010) y Delia Maunás en Memoria de un sueño argentino abordaron seriamente el tema. En 2008 la Biblioteca Nacional durante la gestión de Horacio González recuperó colecciones del Centro Editor. La plaza que circunda la Biblioteca lleva el nombre de José Boris Spivacow. En 2017, las 29 logradas tomas de Ricardo Figueira alcanzaron un relieve distinto en la muestra curada por Alejo Moñino en el Centro Cultural de la Cooperación. Asimismo, la Biblioteca Popular de Avellaneda grabó varios videos muy interesantes. En uno de ellos el escritor Mempo Giardinelli acierta en una reflexión: “Los libros, orgullosos, se negaban a arder y a morir en la hoguera… Lo que los represores no se imaginaban es que jamás se destruye el saber, el sentimiento, la memoria”.

 

 

  • Gracias por las informaciones a Paula Topasso

 

 

 

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