El miedo es zonzo

La incubadora de discursos de odio por excelencia es el miedo, que es muy contagioso

 

En el 2012, con 35 años, descubrí que no era inmortal. Lo descubrí en un viaje alucinado en la camilla y en una terapia intensiva y en la rara bandeja medica con los instrumentos necesarios para entubarme. Y en los ojos asustados de mi médico, diciendo que no se le iba a morir una paciente de 35 años mientras yo, a los alaridos y casi sin aire, gritaba que no autorizaba el procedimiento. Veía a la enfermera preparar la droga para sedarme y solo quería que mis hermanos escucharan y vinieran a mi rescate. Escucharon y vinieron a mi rescate. Acordaron que esperarían a mis padres, que venían en viaje a Buenos Aires. El médico me enchufó a una máquina que impulsaba aire y lo extraía de mis pulmones con presión que me cubría toda la cara. Bi puff, creo que se llama esa cosa. Casi no saturaba y mi corazón decía que el ritmo era insostenible en el tiempo. Ardía en fiebre. Y estaba aterrorizada. A regañadientes, el médico les hizo firmar a mis hermanos que asumían la responsabilidad y antes de irse le dijo a la enfermera que, si no mejoraba alguna variable, le avisara. Y me miró y volvió a decir, casi con tono de amenaza: “No se me va a morir una paciente de 35 años”. No sé cómo le escribí a la enfermera que quería una toalla humedecida y pasé el resto de la noche sentada (acostarme era no respirar), poniéndome la toalla en la frente, se calentaba de inmediato y la daba vuelta. Y mirando los numeritos. El corazón bajo un poco, la saturación no subió pero tampoco bajo. Recién entrada la mañana logré dormir algo y cuando me desperté estaba mi mamá sentada al lado. Le escribí que tenía miedo de morirme. Me preguntó por qué no dejaba que me intubaran, que iba a ser mucho menos tremendo y que no me iba a enterar hasta que me sacaran de ahí. Detrás de la máscara todo se volvió borroso, incluso la cara de mi mamá, porque no paraba de llorar de terror. Le escribí que, si me sedaban, no me iba a despertar. Que era una certeza que no podía explicar. “Entiendo”, fue lo único que dijo mi mamá. Y se levantó y le dijo a la enfermera, con la autoridad que como médica debe haber ejercido muchas veces: “No la intuben. Y si creen que no hay más alternativa porque su condición se complica, me llaman antes”.

Pasé 21 días con esa máscara puesta. Al día cinco o seis, el médico vino a reprocharme que tenía que comer. Que de otro modo iban a tener que ponerme una sonda. Sólo admitía jugo de compotas, que podía tomar con una pajita sin sacarme la máscara. Esa máscara que empujaba y sacaba el aire de mis pulmones era mi cordón umbilical y no admitía que me la sacaran. Seguía durmiendo sentada y lo seguí haciendo muchos meses después de salir de ahí. Acepté comer compotas y yogures. Y un día salí de esa terapia intensiva. Viva. Sabiendo que no era inmortal.

Casi un año después volví a fumar. Aún me enoja haber recaído. Creo que es una rebelión estúpida contra la mortalidad. Qué rebelión tan sin sentido, que me acerca a lo que temo. Si hay dos cosas que odio, que desprecio de mi misma, que me enfurecen, es haber vuelto a fumar y no haber adelgazado. He tenido altos y bajos en ambas cosas durante años, pero cada fracaso me pesa y me remuerde la conciencia. Porque además de aprender que no era inmortal, descubrí que quería vivir. Yo me pregunto todos los días qué demonio tan oscuro vive adentro mío que no me permite hacer lo que tengo que hacer para lograr lo que quiero.

Volví a sentir el miedo cuando el médico me llamo a principios de marzo de este año para decirme que tenía que meterme en mi casa y aislarme. Porque si me contagiaba, no podía asegurar que fuese a salir viva. Solo debía salir a ponerme la vacuna de la neumonía. Instrucción que he cumplido. Porque estoy aterrada. Porque yo ya sé cómo sería mi muerte si me contagio. Ya visité ese barrio y es aterrador.

Desde que empezó la cuarentena, he intentado pelearle el terreno a mis demonios. Trato de controlar lo que fumo, incluyendo el uso de parches; y debo ser justa, lo que más ansiedad me da es que se acaben los cigarrillos, porque he logrado controlar casi milimétricamente lo que fumo. Y he tratado de hacer una alimentación más racional, incluyendo no aceptar más cosas dulces que las que me traen los amigos. Hay un dulce de leche que esta en la alacena desde principios de marzo, se me vence el pan lactal y paso buena parte del día cocinando verduras y armando porciones racionales. No logro lo que han logrado Gustavo o Rodrigo, que hacen una dieta genial que los tiene más flacos que cuando empezó la cuarentena. Pero le estoy peleando el terreno a mis demonios.

¿Por qué cuento esto, que no tiene por qué importarte? Después de todo, cada uno de nosotros tiene demonios y los míos parecen bastante absurdos, hasta banales e inofensivos, si no fuese porque pueden matarme, claro. Y son lo míos, los que me han derrotado más veces de las que puedo o quiero recordar.

En estos días no dejo de preguntarme sobre los demonios oscuros. Los propios y los ajenos. De los ajenos me llaman particularmente la atención el absoluto desprecio por la vida humana que muestran algunos personajes que pasan más tiempo hablando con los medios de comunicación que con sus familias. Y también me despierta asombro ácido la conducta de algunos comunicadores.

Veo por ejemplo la conducta de algunos clamando para que se levante la cuarentena, “a tontas y a locas”. Parecieran no comprender que la cuarentena no es un largo periodo vacacional ni un fin de semana extendido en el tiempo. Es la única herramienta real que tenemos para no contagiarnos y para no morirnos. Hablan con displicencia de los porcentajes de muertes según los contagios.

En la Argentina tenemos 6 muertes por cada millón de habitantes. De más está decir que cada una de esas 292 muertes duele, porque son vidas que se pierden. Historias que se truncan. Los países que nos ponen de ejemplo, por ejemplo: Suecia tiene tiene 314 muertos por cada millón de habitantes. Países donde se levantó la cuarentena. Seguir el ejemplo sueco implicaría asumir que los argentinos estamos dispuestos prescindir de más de 13.900 vidas. Y cuando digo esto no estoy contando que dudo que Suecia tenga los núcleos de hacinamiento y pobreza que por desgracia tiene la Argentina.

Pienso que a 30 cuadras de casa, en Retiro, está el Barrio Padre Mugica, mejor conocido como la Villa 31. A 90 cuadras para el otro lado esta la Villa 1.11.14. Ambas zonas concentran buena parte de los contagiados de Covid-19 de los últimos días. Conozco bastante la Villa 31 porque hice muchas actividades allí. No así la villa 1.11.14, que conocí una vez porque me perdí yendo a la casa de Damian Loreti. Lo que puedo asegurar es que allí viven personas. Personas de verdad. Que sienten hambre, frío y miedo, sin mayores diferencias con lo que sienten mis vecinos de Palermo. Sin mayores diferencias con lo que siento yo misma. Sin mayores diferencias con lo que pueden sentir quienes pretenden levantar la cuarentena.

¿Acaso esas vidas no importan? Esa enorme cantidad de personas, ¿no importan? Hace un par de días leí una nota aterradora en un diario de amplia circulación, promoviendo la famosa inmunidad de rebaño. Quiero señalar que, aun cuando a veces me vea un poco vaca, sigo siendo persona. ¿Qué es la inmunidad de rebaño que promovían desde el diario? Se trata básicamente de una estrategia de “contagio controlado”, que consiste en permitir el aumento de contagios en población que no sea susceptible a priori de morir por la enfermedad y así acelerar la generación de anticuerpos en la sociedad y la creación de una barrera inmunológica. Es decir que el virus deja de circular después de un cierto tiempo, simplemente porque ya no encuentra vectores que lo transporten.

El caso mas conocido donde dicha política intentó implementarse fue Gran Bretaña. El fracaso fue rotundo. Hoy Inglaterra es el país con más muertes de Europa y hasta su promotor, el rudimentario australopiteco de Boris Johnson (con perdón de los homínidos referidos), se contagió, pasó por una terapia intensiva y salió vivo de allí decididamente más enamorado de la cuarentena que de la economía. Hoy el Reino Unido tiene 460 muertos por millón de habitantes. Su equivalente en la Argentina seria más de 20.000 muertos.

Porque finalmente de lo que estamos discutiendo es del viejo dilema de "la bolsa -esto es, la economía— o la vida”.

Me llama poderosamente la atención que tengamos tantos que optan por la bolsa. Más allá de la vida. Como si la enfermedad no pudiera alcanzarlos. Como si no hubiesen siquiera leído en sus carísimos colegios ese bello cuento llamado La máscara de la Muerte Roja. Y como si no supieran que el virus se infiltra por los lugares menos pensados.

Es como la pena de muerte. En general, quienes la promueven actúan como si siempre les fuese a tocar a ellos decidir quién muere y quién no. Se ve que, además de no haber leído a Poe, tampoco leyeron a Rawls.

Los que se creen a salvo de aquello de lo cual no están a salvo, lo hacen en defensa de sus estúpidos intereses. Paradójicamente, no son ellos los que ponen su cara y su nombre para defender esos intereses, a los que llamar mezquinos y miserables sería por demás insuficiente. La voz y la cara la ponen un grupo de aspiracionales que comen sobras o migajas. Unos pobres tipos que no respetan sus vidas ni las ajenas. ¿Qué pensaría algún economista si es su padre el que enferma o muere? ¿Y algunos periodistas, si fuesen sus parejas las que se enfermasen?

¿Cómo pueden hablar en favor de algo que es potencialmente mortal para ellos, para sus afectos y para todas las personas? Escuchaba hace un par de noches al Turco Asís. Le tengo el afecto y el respeto que reservo a quienes hacen magia con las palabras. Y Flores robadas de los jardines de Quilmes es sin duda uno de los mejores libros que leí en mi vida. Y lo escuchaba opinar como si él no fuese parte del grupo de riesgo. Pensaba que está ofendido desde que pusieron los limites a los mayores de 70 años. Que tiene que haber algún elemento subjetivo que impulse a una persona inteligente a decir públicamente barbaridades como las que dijo. Así como hay demonios que habitan en mi mente y me impiden dejar de fumar o adelgazar, y eso que no soy ni un cuarto de inteligente de lo que es Asís y por lejos no escribo así de bello y tan divertido como él.

Que personas como Patricia Bullrich desprecien la vida no me sorprende. No hacía falta el coronavirus para saber eso. Lo demostró como funcionaria. A veces creo que Patricia, los trolls impulsados por Marquitos y esa multitud de personajes oscuros están tan vacíos por dentro, que solo viven cuando se prende una cámara de TV. Me pregunto si no quieren a nadie. ¿Tendrán hijos, padres, parejas? ¿Algún costado donde quede algo de humanidad? ¿Algún lugar que esté vivo realmente, más allá de la inagotable fuente de odio y resentimiento que destilan a diario?

Y después están los irresponsables. Esta semana tuvimos dos ejemplos. Uno por izquierda: el Partido Obrero que movilizó a personas que no reciben la suficiente ayuda estatal y tuvieron la poco afortunada idea de hacer una manifestación. Respeto profundamente la libertad de expresión y el derecho a protesta, pero no entiendo por qué se exponen así. Entiendo el hambre y el estado de necesidad pero, ¿en serio creen que movilizar personas en estas circunstancias es lo adecuado?

El otro ejemplo de irresponsabilidad fue una presunta marcha llamada “del Barbijo”. Promovían sus organizadores salir a protestar por el fin de la cuarentena y de paso por el peligro de comunismo. Lo paradójico es que no parece que sus organizadores hayan salido a protestar. El famoso “organicémonos y vayan”. Lo cual da cuenta de cierto vestigio de inteligencia final… y de cobardía infame. Defendés intereses que no son los tuyos usando como escudo humano vidas que no son la tuya. Al menos el Partido Obrero tiene más dignidad.

Lo he dicho miles de veces: la libertad de expresión y el derecho a protesta son valores sistémicos de una sociedad democrática. porque sin ellos no hay sistema democrático que pueda ser considerado como tal. Y por ello no creo en su penalización ni en su persecución penal. Tampoco creo ni considero conveniente su persecución o censura en las redes sociales.

Pero a veces veo estas cosas y me pregunto sobre los límites del daño que los discursos irresponsables o plagados de odio producen en una sociedad. Sobre todo, en una sociedad que está encerrada en sus casas, consumiendo esos discursos sin advertencias sobre las consecuencias finales sobre esa misma sociedad.

El miedo es la incubadora de discursos de odio por excelencia. Y el odio, como el virus, se multiplica infinitamente si lo dejamos.

 

 

 

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