El momento siempre es ahora

El Poder Judicial debe transformarse en un verdadero servicio público

 

“Lo que nos mueve, con razón suficiente, no es la percepción de que el mundo no es justo del todo, lo cual pocos esperamos, sino que hay injusticias claramente remediables en nuestro entorno que quisiéramos remediar”.

(Amartya Sen, La idea de justicia)

 

En ocasión de la presentación de su libro, Cristina Fernández de Kirchner se pronunció sobre la necesidad de un “nuevo contrato social de ciudadanía responsable”.

La idea de “contrato social” fue acuñada y desarrollada por los grandes pensadores de la filosofía política clásica como Thomas Hobbes, John Locke y Jean-Jacques Rousseau, y la retomaron años después teóricos mas modernos como John Rawls. En líneas generales estos autores entienden que los individuos, para superar el estado de naturaleza originario en el que nacen, renuncian voluntariamente, por intermedio de un contrato social, a parte de sus libertades, sometiéndose a principios de justicia y a una autoridad externa que dirima las controversias que puedan suscitarse entre los miembros de la comunidad.

Muchos años después y en nuestro país, el mismo concepto (“Pacto Social”) fue utilizado para denominar el acuerdo político-económico suscripto en 1973 entre la Confederación General de los Trabajadores (CGT), la Confederación General Económica (CGE) y el tercer gobierno peronista que tenía como ministro de Economía a José Gelbard.

En ese marco, resulta difícil pensar en un nuevo pacto social sin abordar de una vez por todas un tema donde existe un claro y amplio consenso en la Argentina, como es el funcionamiento del sistema judicial.

Ello atento a que, por diferentes motivos, los cuestionamientos que recibe este poder del Estado surgen tanto de los sectores progresistas como de los conservadores, de las esferas sociales más humildes como de las más privilegiadas. Al mismo tiempo, son un común denominador a lo largo y ancho del país desde tiempos inmemoriales. Además, la necesidad de un cambio es un planteo que viene de todos los actores que intervienen en dicho sistema, ya que tanto los magistrados como los abogados y los justiciables coinciden en que estamos frente a un mecanismo público que no funciona como debería.

Todo ello ha socavado en forma sustancial la legitimidad de un poder estatal que es, de por sí, bastante ajeno a cualquier tipo de mecanismo de control popular y que tiene la capacidad de definir cuestiones de significativa trascendencia social y política para nuestro país.

La necesidad de una reforma integral del sistema es para la gran mayoría incuestionable. Se puede discutir la oportunidad, el contenido o el método de la misma, pero jamás se puede descartar la idea de que nuestro país necesita que el Poder Judicial se deconstruya desde su esencia y reformule su diseño institucional para atender a este reclamo social.

En ese sentido, disminuir el poder político de la Justicia Federal y especialmente la incidencia que sobre ella tienen los servicios de inteligencia, pareciera ser el primero de los desafíos que tenemos por delante. Pero acabar con el lawfare es un reto no sólo de nuestro país sino de todo el continente, ya que lo que sucedió en Argentina no fue un fenómeno aislado: lo mismo ocurrió con Lula, Dilma, Lugo, Evo y Correa, el Poder Judicial fue directa o indirectamente un partícipe necesario de un proceso de judicialización de la política nunca antes visto.

El uso y abuso de las prisiones preventivas, las presiones para que renuncie la Procuradora General de la Nación, la cooptación el Consejo de la Magistratura de la Nación, la persecución de dirigentes sociales y políticos y la criminalización de la protesta social son sólo algunas de las pequeñas vergüenzas que debemos dejar atrás. Para esto resulta ineludible construir una Justicia independiente, pero no sólo de los poderes políticos sino también de los grupos de interés contra-mayoritarios que terminan usándola para darle el carácter de “cosa juzgada” a sus injerencias en los procesos democráticos.

Claro está que no sólo es necesario discutir la justicia de la superestructura, también urge transformar la justicia que alcanza a la mayoría, la de los ciudadanos “de a pie”, la que siempre llega tarde o a la que muchas veces no se puede acceder por falta de recursos materiales o culturales. Para eso tenemos que comenzar a ver al Poder Judicial desde la mirada del ciudadano común y, una vez asumida esa perspectiva, intentar democratizarlo para que la población recupere la confianza en él.

Esto nos obliga a repensar el sistema judicial ya no como un poder del Estado sino como un verdadero servicio público que tenga como centro al justiciable y como finalidad la tutela efectiva de sus derechos, siendo capaz de verse a sí mismo como una herramienta fundamental para un desarrollo sustentable pero especialmente del crecimiento inclusivo de las naciones. Ello debido a que las transformaciones normativas que buscan ampliar derechos serán inocuas si quienes tienen el deber de aplicar las leyes no acompañan esos procesos, comprometiéndose con un proyecto de país que incluya a todos y todas. Lo mismo sucederá si la arquitectura institucional no tiene por finalidad eliminar las barreras materiales y culturales que existen para acceder a ella, dejando al margen del acceso a derechos a los sectores más vulnerables de nuestra sociedad.

El nuevo sistema institucional tiene que ser efectivo para procesar y resolver adecuadamente los conflictos, especialmente de aquellos que están en los márgenes y que, por ese motivo, deben recibir un trato procesal tuitivo y diferenciado.

Claro está que este gran desafío es una cuestión de decisión política y no una cuestión jurídica que deban definir exclusivamente los juristas en la soledad de sus escritorios. Por eso es necesario que, por un lado, se generen los consensos imprescindibles para que toda la sociedad pueda apropiarse de dicha transformación. Pero, por otro, es importante que la oposición abandone las mezquindades políticas que bloquean que se avance con un cambio que hoy nuestro país requiere. Para que esto suceda, ambas actitudes deben ser un reclamo ferviente de la ciudadanía, especialmente de las mayorías desfavorecidas que deben levantar la bandera de esta imperiosa transformación institucional, que de ninguna manera le es ajena.

Con seguridad el momento ideal no es hoy y no va a llegar nunca, probablemente porque no existe tal situación. Una reestructuración de tal magnitud siempre va a generar resistencia de aquellos que pretenden no perder ni sus privilegios ni la lucha distributiva de la que siempre han resultado vencedores y que se ve plasmada habitualmente en la asignación de derechos. Por ese motivo, el mejor momento siempre será ahora.

 

 

 

* El autor es abogado y docente de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Cuyo.

 

 

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