EL MUNDO SÍ BASTA

Los nuevos optimistas de la globalización y la realidad del imperialismo

 

El 5 de enero pasado el columnista de The New York Times Nicholas Kristof tituló su nota: “¡Por qué 2018 fue el mejor año en la historia humana!” Irónico, comienza señalando que “como todos saben, el mundo se está yendo al infierno”. Estima que esa “percepción errónea refleja en parte cómo el periodismo cubre las noticias. Cubrimos guerras, masacres y hambrunas pero estamos menos enfocados en el progreso”. A partir de lo cual con datos ciertos pero anecdóticos y parciales intenta fundamentar que “2018, en realidad, fue el mejor año de la historia de la humanidad” puesto que “la población mundial vive más tiempo y mejor que nunca antes”. Kristof dio un paso más en la dirección de una columna similar previa (21/01/2017) titulada con sentido prospectivo: “Por qué 2017 puede ser el mejor año de todos”.

De un tiempo a esta parte la propagación de notas y ensayos de esa índole llevó a Oliver Burkeman, columnista del británico The Guardian, a analizar una corriente en la que se inscriben y que se ha dado en llamar la de los “Nuevos Optimistas”. Lo hace en una nota titulada con la pregunta que gotea escepticismo: “¿Está el mundo realmente mejor que nunca?” (28/07/2017). Constata al igual que Kristof que “los titulares nunca han sido peores”. Y advierte que peso a ello “un grupo de pensadores, cada vez más influyentes, insiste en que la humanidad nunca la pasó mejor, y solo nuestro pesimismo nos está frenando”. Tras pasar revista a una serie amplia de ensayos y notas de la corriente en cuestión, Burkeman colige que “en su esencia, el Nuevo Optimismo es un argumento ideológico: en términos generales, sus proponentes abogan por el poder de los mercados libres y pretenden que su imagen soleada del pasado reciente y el futuro inmediato de la humanidad reivindique su política. Este es un argumento político perfectamente legítimo, pero sigue siendo un argumento político, no una observancia directa y neutral de los hechos objetivos”.

Señala Burkeman que tal vez la única verdad indiscutible en la que “los Nuevos Optimistas y los más pesimistas puedan estar de acuerdo [es] que pase lo que pase, las cosas siempre podrían, en principio, haber sido peores”. No obstante, no es cuestión de pesimistas u optimistas. Son predisposiciones que orillan lo frívolo cuando se trata de comprender las tendencias que se mueven detrás de los hechos relevantes. Y no para determinar si este es el mejor de los mundos posibles o no. El problema real es el de achicar la brecha de la humanidad que marcha con un centro súper desarrollado y una periferia con la ñata contra el vidrio. Por obvio que resulte, los ditirambos en torno a la globalización hacen perder de vista que la categoría que posibilita encuadrar el significado de las tendencias es el imperialismo, particularmente en su aspecto económico. Además de dar cuenta de tendencias globales, ajustar el foco en la actualidad del proceso del imperialismo comercial le da un encuadre más adecuado a la seria y delicada crisis de Venezuela, a la vez que le marca un norte a la política exterior argentina que anda con rumbo cambiado.

 

Su nombre es peligro

Cuando Lenin en 1905 escribió el breve y apurado ensayo “El imperialismo, fase superior del capitalismo”, con el poco material disponible en su exilio suizo, el imperialismo de la inversión que apreciaba como clave ya era historia hacía décadas. Desde ese entonces el problema no era que los capitales iban a la periferia sino que se retiraban de la periferia. En épocas recientes tuvo una recaída en esa tendencia con China. Esa que la coalición que expresa Trump intenta revertir porque puede hacerlo, desde el momento que el centro es capaz de deglutir todo su propio capital y unos extras de la periferia. Que el halcón John Bolton (asesor de seguridad nacional y de inseguridad regional) y el propio Trump sugieran el tema petróleo con relación a Venezuela no es más que un cebo para su coleto interno muy inclinado a aceptar comprometerse con la restauración de la democracia allí donde haga falta, a cambio de algún botín que pague los gastos y deje un billete.

Buen mito. Las cosas serán brutales pero no son así de directas. En la contracara, esto se empadrona entre quienes le siguen el juego y se equivocan de Paraíso perdido y abordan la dominación imperialista sobre los países subdesarrollados con todo tipo de argumentos que oscurecen en vez de aclarar que los términos del intercambio son el único medio de explotación de un país por otro. No hay otro. Blandiendo datos empíricos y dudosa factura teórica, se los considera un aspecto secundario, menor. De ninguna manera lo son. Si no fuera así, el semblante económico del imperialismo sería insignificante en sí mismo y no lo es precisamente porque la explotación soterrada en el intercambio desigual está lejos de ser despreciable. De hecho, no existe ningún medio de transferir riqueza o valor de un país a otro que no provenga de la transferencia de bienes materiales o servicios. La explotación corresponde a algún tipo de desigualdad en tales transferencias. Los flujos financieros, cualquiera sea su tipo, son la reversa de estas transferencias reales y expresan el trabajo humano.

 

 

Las transferencias reales asumen dos formas. A los precios mundiales existentes o uno compra más y el otro vende menos o cuando ni uno ni otro compran más de lo que venden, se encuentra encubierta en la estructura de estos mismos precios mundiales. Como las exportaciones de la periferia al centro y las importaciones del centro a la periferia a largo plazo se registran equilibradas, dicha transferencia no se produce porque alguien compra algo más de lo que vende, en cuyo caso ese otro tendría que vender algo más de lo que compra. La transferencia de valor de forma unilateral (la explotación) se encuentra en que se exporta a precios mundiales muy baratos y se importa a precios mundiales muy caros. Los precios son el vehículo de la transferencia que comporta el intercambio desigual.

 

Los bajos salarios son eternos

A la vista de los salarios mínimos volcados en la tabla, a partir de los cuales se piramidan hacia arriba el conjunto del resto de los sueldos, se puede inferir la magnitud nada despreciable del excedente que se transfiere de la periferia hacia en el centro soterrado en los precios de las mercancías que se comercian globalmente a los valores mundiales vigentes. Si bien el planeta está parcelado en 192-94 Estados, la muestra de estos 50 países es adecuadamente representativa puesto que comprende más del 80% del producto y la población mundial.

En la vida cotidiana de la humanidad esto se traduce en una aguda diferencia en los niveles de vida del centro y la periferia. Que los optimistas y otras yerbas de ese jardín quieren edulcorar la situación esgrimiendo como un avance cardinal que 2.000 o 3.000 millones de seres humanos hayan pasado de vivir con 1 dólar diario a gastar 2. Que 2 es mejor que 1, y mucho mejor en la malaria, es innegable. Como lo es que la congratulación se inscribe como otra “curiosa variación de la filantropía”. La original fue con la que J.L. Borges caracterizó el gambito del padre Bartolomé de las Casas. El reverendo solicitó en 1540 a la monarquía española que se traigan esclavos negros al Caribe para que mueran explotados en lugar de los aborígenes que hasta entonces morían explotados.

 

 

Pero tal como están las cosas, ¿hay algo más para hacer (que no sea la revolución, se entiende) o hay que resignarse? Sí, claro que lo hay. Porque este grado de pobreza global no es necesario, es contingente. ¿Implica la liquidación del imperialismo mercantil? No, pero podría atenuar en gran forma sus peores efectos y los no tan peores. Para que desaparezca el imperialismo mercantil, denominación alternativa y más áspera para el intercambio desigual, los salarios que se pagan en todo el mundo deberían ser iguales. La igualación puede ser por lo alto o por lo bajo. Una u otra son imposibles. Por lo alto a causa de razones económicas, por lo bajo por razones políticas.

Unos pocos datos llevan a la verificación de la primera de tales imposibilidades. En 2017 el mundo estaba habitado por 7.405 millones de personas. El Producto Bruto Mundial (PBM) fue de 127 billones 800.000 millones de dólares. La fuerza de trabajo estaba constituida por aproximadamente 3.432 millones de personas entre los 18 y 64 años. Descontado poco más del 18% en concepto de desocupados, empresarios, comerciantes y profesiones liberales, los asalariados mundiales sumaban algo así como 2.789 millones de trabajadores.

Con algunas excepciones no significativas, los trabajadores mejor pagos del planeta siguen siendo los norteamericanos. Los 130 millones de asalariados norteamericanos cobraron en 2017 un promedio anual de 52.534 dólares. Si a los 2.789 millones de asalariados del mundo les restamos los 130 millones de norteamericanos y para lograr la igualación por lo alto al resultado de esa resta lo multiplicamos por los 52.534 dólares nos da:

 

 

Pago a todos los asalariados
del mundo con salarios norteamericanos        139 billones 687.906 millones de dólares
Producto Bruto Mundial                                   127 billones 800.000 millones de dólares
Faltan                                                                 11 billones 887.906 millones de dólares

 

Al tomar en cuenta la situación menos favorable para la hipótesis puesta en juego —aquella en que los salarios se reparten por el igual el producto mundial con las ganancias—, la falta de esos casi 12 billones de dólares suponen un PBM de poco más del doble que el de 2017. Si el reparto es menor, como todo hace suponer, haría falta todavía más PBM. Incluso harían falta 3 o 4 productos brutos mundiales como el actual para alcanzar la igualación por lo alto, al computar que los salarios norteamericanos andan más o menos alineados con los japoneses y los de la UE, y que los productos brutos de los tres suman 36% del PBM y explican el 11 % de los asalariados globales. Por lo tanto, no es sólo económicamente imposible, sino que tampoco la ecología lo aguantaría, ni habría materiales para manufacturar la enorme mayor cantidad de bienes que supondría una situación fantástica así, ni alcanzarían las fuentes de generación de energía. Es esta limitación concreta de la base material la que alienta, consciente o inconsciente, el analgésico de las visiones optimistas engarzadas en lo que Herbert Marcuse llamaba el carácter afirmativo de la cultura y Antonio Gramsci categorizaba como la cultura del bloque histórico.

En cuanto a la igualación por lo bajo (que los desarrollados cobren menos para que transferida la diferencia a la periferia todos cobren más o menos igual), el equilibrio sociopolítico de las pocas sociedades que más salarios pagan, que son del tipo integradas, no está para hacerse añicos en nombre de la solidaridad con el género humano. No detentan el poder termonuclear por albergar esa clase de sentimientos o les crea dilemas morales impulsar acciones despiadadas en organismos financieros internacionales tipo FMI o BM para ahogar iniciativas políticas destinadas a consolidar mercados internos en los países periféricos que las emprenden.

 

Una visión estadounidense del imperialismo inglés.

Pérdidas y ganancias

No obstante, sin afectar esos salarios es posible una redistribución del ingreso mundial como en su momento en el capitalismo se hizo a escala nacional con el impuesto a los ingresos, primero como suma fija y luego progresivo. Como las pérdidas y las ganancias que propina el imperialismo mercantil provienen de la balanza comercial, la base imponible está en los términos del intercambio pero del tipo factorial, es decir aquellos que tienen en cuenta cuántos factores de la producción (capital y trabajo) se aplican para exportar. Esto no implica que las escalas salariales deban igualarse en todo el mundo, sino que la redistribución del impuesto devuelva las diferencias que se pierden en el comercio internacional, para asegurarse de que esas diferencias se vuelquen en el país en cuestión. En ningún caso un acuerdo internacional de este tipo da pie para intervenir en las políticas internas de distribución o redistribución. En una situación así, los pobres del mundo no pasarán a ser consumidores suecos pero sí previsiblemente similares a los argentinos de la clase media menos próspera, antes del actual desastre en curso.

 

Tintin en el Congo.

 

La política exterior argentina, en nombre del interés nacional, con esta clase de iniciativas u otras por el estilo debe procurar perennemente ser un bastión en pos de limar las asimetrías del mundo. Y si el gatomacrismo alienta la injerencia inaceptable e indebida en Venezuela, es precisamente porque no está en su naturaleza tener tal marco de referencia. Al contrario, se dedica a predicar su agravamiento, mientras el sistema internacional solivianta las disputas internas en Venezuela no por el petróleo, sino por la tendencia definitivamente de fondo de conservar las pérdidas y las ganancias en los intercambios exteriores.

Lord Palmerston, dos veces prime minister victoriano, sostenía que el reino no tenía ni amigos ni enemigos permanentes, sólo intereses permanentes. En contraste, nosotros los latinoamericanos sí tenemos hermanos permanentes, aunque todavía no hayamos identificado de manera fehaciente cuáles son nuestros intereses permanentes. Qué triste espectáculo.

 

Palmerston ordena la libertad condicional de una detenida.

 

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